Recuerdo
que la primera vez que visité Toledo quedé hipnotizado. La ciudad de las tres
culturas me maravilló desde el principio, y eso que casi me encierran por
propinarle un tremendo empujón a Teodoro Obiang, presidente de Guinea
Ecuatorial, cuando salía corriendo a la calle después de contemplar El entierro
del conde de Orgaz, famoso cuadro de El Greco que se encuentra expuesto en la
iglesia de Santo Tomé (si aún no la sabéis, ya os contaré esa historia). Fue en
un viaje familiar con padres, tíos y abuelos (todos a una). La segunda fue
justo dos años después con el colegio, en 8º de EGB (los más jóvenes os
preguntaréis qué coño es eso, pero os aseguro que es algo posterior al
pleistoceno). En uno de esos dos viajes (ahora no recuerdo en cuál) nos
adentramos en una maraña de callejuelas. El guía, todo digno, nos dijo que eran
tan estrechas que, si poníamos los brazos en cruz, seríamos capaces de tocar
las paredes de los dos lados de la calle. Así que todos, con cara de asombro, nos
pusimos a ello. Bueno, todos no; yo también estaba sorprendido, pero
precisamente de lo contrario: de que nadie dijera que en nuestra Calahorra
también podíamos hacer eso mismo en varias calles.
Y
es que es cierto. Si nos adentramos en el casco antiguo calagurritano (dejemos
ya Toledo atrás), comprobaremos la gran estrechez de algunas calles, hasta el
punto de notar que las paredes se te echan encima mientras caminas.
De
pequeño había escuchado a algunos abuelos una historia sobre calles carnívoras.
Calles que se comían a los niños que paseaban por ellas a horas intempestivas o
no muy aptas para ellos. Al principio, como es natural, te crees todo. Con el
tiempo y la madurez vas descubriendo que son simples cuentos para aterrar a los
chavales e intentar que no salgan solos a ciertas horas. Pero ¿cómo os
quedaríais si os digo que es verdad?
Veréis.
Estaba embelesado contemplando la catedral y el magnífico paisaje que se divisa
desde los nuevos miradores de San Francisco cuando, de repente, recordé esa
historia que tantas veces había escuchado de pequeño. Serían aproximadamente
las seis de la tarde de hace un par de domingos, si no recuerdo mal. Como ya
pudisteis comprobar en mis anteriores aventuras (sobre todo con la puerta de
San Jerónimo), mis ansias por descubrirlo todo no me dejan parar. Así que me
dirigí a la calle San Sebastián, a muy poquitos metros de allí. Entré por el
ala izquierda, dejando a mi derecha el edificio del Deán Palacios, y caminé
despacio. Enseguida noté una leve presión en las sienes. Me detuve y respiré
hondo. Miré a izquierda y derecha, arriba y abajo, pero no vi nada raro.
Continué. A medida que avanzaba, el dolor se hacía más y más fuerte, hasta hacerme
cerrar los ojos para soportarlo mejor. No entendía nada de lo que me estaba
sucediendo. Un par de minutos antes me encontraba perfectamente y ahora… “Se
pasará” pensé y decidí seguir adelante. Me fui hacia la derecha y luego otra
vez de frente. En ese punto la calle se estrechaba aún más, pero era mi cabeza
lo que estaba a punto de reventar. Intenté acelerar el paso sin conseguirlo.
Finalmente me detuve. Todo me daba vueltas, aunque había algo que estaba a
punto de hacerme entrar en pánico: las paredes de ambos lados venían hacia mí.
Me puse de perfil. Seguían avanzando. Morir aplastado por una calle del casco
antiguo, y quién sabe si engullido por ella, no era la mejor manera de dejar
este mundo, por muy cabrón que fuera a veces. Intenté rezar, pero entre el
dolor tan intenso que sentía y el pánico, no pude completar ni la primera frase
del padrenuestro. Abandonado a mi suerte y sin fuerzas, cerré los ojos y esperé
la llegada de la parca. Me pregunté qué ser querido, ya fallecido, vendría a mi
encuentro y cómo sería el túnel del que tanto hablan los que han vivido
experiencias cercanas a la muerte. Oscuridad. Silencio. Más oscuridad. Más
silencio.
Me
despertó el sonido de un televisor a todo volumen. Era un plasma de unas 50
pulgadas, algo demasiado grande para una sala tan pequeña. Tampoco pegaba nada
en una decoración con muebles viejos y un papel pintado de rombos cubriendo las
paredes. Me recordó mucho a mi infancia, a aquella España de finales de los
setenta. Estaba aturdido y algo mareado. Pestañeé con fuerza un par de veces
para ver si lo que estaba viendo era real. Allí seguía. Por más que miraba, más
extraña me resultaba la estancia. Salvo la tele, todo lo que allí había era de
hace medio siglo, incluso el sofá donde estaba tumbado era idéntico al que
había en casa de mis abuelos. Lo sorprendente era que todo parecía nuevo o muy
poco usado. Era como si hubieran detenido el tiempo, pero… ¿quién? Allí no
había nadie. Intenté incorporarme y ponerme en pie. No pude. Estaba tremendamente
débil, así que volví a acostarme.
—¿Hola?
—saludé con hilo de voz—. ¿Hay alguien aquí?
Nadie
respondió. El dolor de cabeza no me dejaba pensar ni averiguar qué demonios
podía ser todo aquello. Entonces recordé cómo había llegado allí… las paredes
aplastándome… Me entró pánico y grité.
—¿Qué
coño es esto? —Ahora mi tono de voz era más fuerte, aunque poco firme—. ¿Dónde
estoy?
De
repente la televisión comenzó a parpadear y, tras una niebla de unos segundos,
una anciana apareció en pantalla. Vestía una chaqueta azul, un pañuelo a juego
y llevaba el pelo blanco recogido en un gran moño. Un excesivo maquillaje no
impedía camuflar la tira de años que podría tener aquella mujer. Noventa, cien…
quizá más. Sonrió mientras miraba fijamente a la pantalla.
—Hola
—dijo saludando a cámara—. Te hablo a ti, al que se encuentra medio tumbado en
el sofá.
Miré
a izquierda y derecha, y muerto de miedo pregunté señalándome el pecho.
—¿Me
dice a mí?
—Sí,
claro. Tú eres el que busca respuestas.
Pensé
en lo absurdo de la situación, pero una sensación terrorífica recorría todo mi
cuerpo.
—¿Qui-qui-quién
es usted?
La
mujer puso los ojos en blanco, sonrió maliciosamente y respondió.
—Soy
la calle.