Es la primera vez que escribo algo en cinco meses. No había vuelto a hacerlo desde que abandoné el confinamiento allá por mitad de mayo, dentro todavía del estado de Alarma. Desde entonces han ocurrido muchas cosas en mi vida y en mi entorno más cercano.
La situación de la pandemia vuelve a tornarse de color gris oscuro, sino lo es ya negro, y los daños colaterales se incrementan poco a poco como un manto del mismo tono que amenaza con cubrir a la mayoría de los mortales. En los comienzos de la alerta sanitaria el virus se veía un tanto lejos. Eran meras cifras que observábamos y escuchábamos, eso sí, una y otra vez, como un martillo percutor que rompe la acera justo debajo de la ventana de tu habitación. Cifras que crecían exponencialmente, pero que sentíamos, aunque con aflicción, un tanto lejanas. Ahora las cosas son bien distintas: todos tenemos un familiar, amigo, conocido o vecino que ha pasado la enfermedad, con nada, poca o mucha suerte, y no digamos ya lo de permanecer en cuarentena.
Pero lo que
verdaderamente te hace ver el problema de otra forma es cuando, de la noche a
la mañana, tú pasas a ser el triste protagonista.
Todo
comienza con un positivo cercano y asintomático, te rastrean y debes
confinarte. Después aparecen las primeras señales de alarma en el cuerpo. Son
síntomas. Tú lo sabes porque empiezas a encontrarte mal, muy mal. Nunca habías
estado así, al menos que recuerdes. Te hacen la PCR, como al resto de los que
vivís juntos. Sabes que vas a dar positivo. Estás convencido de que no es un
resfriado ni una gripe común, por mucho que las personas que te quieren te
digan lo contrario para tranquilizarte, pero es que estás muy jodido. El día
que te hacen la prueba tienes unas náuseas del copón. Te meten el palito por
los orificios nasales y bueno… molesto, pero ni tan mal. Sin embargo, cuando lo
hacen por la boca, hasta casi la tráquea, te dan unas arcadas que la enfermera te
mira expectante y se aparta evitando el posible salto de las cataratas de
Iguazú. Regresas a casa y vuelves a la cama. Estás peor. Cada minuto es un
suplicio; cada hora, una eternidad. Al día siguiente te confirman lo que ya
sabías: eres positivo. La noticia, por la sugestión, hace que todavía te
encuentres peor. “Paciencia” es lo que te repite tu doctora una y otra vez. “Paciencia
y si te aumenta la fiebre o tienes insuficiencia respiratoria, llámanos”.
Después de una pausa y de tu incredulidad, la médica añade: “bueno, o mejor
llamas al 112, porque aquí te será más complicado”. ¡Jódete, perdigón! Y llamas
al 112, vaya que sí, hasta en tres ocasiones, porque las noches son largas y
amenazantes y cuando estás hecho polvo ni te cuento, atendiéndote bien, las
cosas como son. Te serenan más: “Tranquilícese todo lo que pueda y llámenos si
empeora. Esto se pasará”. Y tú crees que te han visitado y medicado a través de
la línea telefónica. ¿Efecto “placebo-phone”? Es posible, quién sabe. Pero no
te dura más que unos minutos porque enseguida vuelves a estar mal. Y pasan los
días. Te asustas. “¿Y si me ingresan?” Es una pregunta que te haces más de una
vez. La mente inicia un proceso de desestabilización, planteando los supuestos
más duros y dramáticos. Intentas dormir, pero no puedes. El baño es como tu
segunda vivienda, esa que algunos tienen en la playa, y lo visitas diez veces en
una noche, la mayoría para vaciar lo que no tienes en tu estómago. Se llama
bilis. En condiciones normales, cuando terminas de vomitar, sueles quitarte un
peso de encima y te relajas. Esta vez no. El cuerpo sigue bailando la jota
aragonesa Gigantes y Cabezudos, y
regresas con ella a la cama… hasta la próxima excursión por el pasillo.
“¿Cuándo terminará esto?” te preguntas también… un día y otro y otro más.
Ni que decir
tiene cómo es la convivencia en casa. Estás aislado completamente y hablas a
través del whatsapp o, si tienes ganas, te pones la mascarilla y avisas de que
vas a salir al pasillo. Es curioso, pero para una vez que puedes disfrutar de
una cama tan grande para ti solo, no le sacas partido, básicamente porque
apenas puedes moverte. No tienes ganas de comer, y lo poco que tragas lo
vomitas. Bebes continuamente, eso sí, agua, zumos y lo que sea. Sales al balcón
y tomas el aire unos minutos, pero terminas agotado; cualquier mínimo esfuerzo
hace que te fatigues lo indecible. Es mejor no mirarse al espejo, sobre todo
cuando pasan ya diez o doce días desde que empezaste a tener síntomas. No te
reconoces. Tus piernas son dos bastones. Cuando te pesas descubres que has
perdido cinco kilos y medio. Te hubiera gustado adelgazarlos en condiciones
normales, pero así das más lástima que otra cosa.
De pronto,
una mañana te despiertas como un toro. Las cosas comienzan a ir mejor, muy
despacio, pero a mejor. Al día siguiente sufres una recaída y te desmoralizas.
Solo será eso, un pequeño traspiés, porque te vas dando cuenta de que el bicho
se está marchando. Lo despides de un portazo, y eso que casi le has cogido
cariño después de tantos días juntos, como cuando un secuestrado siente afecto
por su secuestrador; síndrome de Estocolmo creo que se denomina. Después pasan
muchos días hasta que te recuperas totalmente, si es que no te quedan secuelas,
que no se sabe, por lo menos de momento.
Sí, como habéis comprobado el protagonista de esta historia soy yo, bueno… más bien coprotagonista; mi pareja en el cartel de esta amarga película, que he intentado contar de la forma más amena posible, es como podéis suponer el famoso Covid 19. Mucha salud para todos.