Luis
nunca imaginó que un balón le pudiera cambiar la vida, y no precisamente como a
Messi. Su historia es un duro relato de sufrimiento, revestido de un pavor
inusitado. Si no quieres vivir emociones demasiado fuertes, te aconsejo que
dejes aquí la lectura.
Como
muchos domingos de comienzos de invierno, Luis y su hijo Martín acudieron al
parque del Cidacos con una pelota. La temperatura aún no era muy baja y los
rayos de sol invitaban la práctica deportiva. Padre e hijo solían darse pases a
la espera de que algún otro niño se incorporara al juego. Así fue. Christian se
presentó allí y solicitó permiso para participar. Los chicos se conocían de
haberse enfrentado en algún partido de alevines. Ambos eran de la misma edad: once
años. En un lance del juego, Martín chutó con fuerza a portería (improvisada
con dos sudaderas haciendo las veces de postes), con tan mala fortuna que el
balón dio de lleno en el rostro de Christian. El muchacho cayó desplomado al
suelo y comenzó a llorar desconsoladamente. Luis acudió de inmediato a
auxiliarle mientras su hijo reía a carcajada limpia. Su padre le reprendió,
pero Martín seguía descojonándose a lágrima viva.
—¡Abuela,
abuela! —gritó Christian mirando a su derecha.
Una
señora de pelo blanco y vestida toda de negro se levantó del banco desde donde
estaba siguiendo los acontecimientos. Se acercó lentamente y ayudó a levantarse
a su nieto. Éste se abrazó a sus caderas sin dejar de llorar. Luis la saludó y
pidió disculpas. Martín señalaba a su compañero de juego sin parar de reír. La
anciana, encendida de ira, fijó la vista en el chico.
—Cuervos
te saquen los ojos y águilas er corasón, y
serpientes las entrañas por tu mala
condisión.
—Señora,
es un niño —dijo Luis intentando calmarla sin éxito.
La
mujer miró al suelo y pretó los puños.
—Tierra,
¿por qué no te abres y te sales de tu
sentro, y te tragas a este payo de tan malos sentimientos?
A
continuación, volvió a mirar a Martín y lo apuntó con el dedo.
—¡Caiga
sobre ti la maldisión del sexto
escalón!
Luis
cogió el balón, agarró a su hijo de la mano y se marcharon de allí sin
despedirse.
―¿Qué
me ha querido decir esa gitana, papá?
―Olvídalo.
En cuanto lleguemos a casa, te metes en tu cuarto y no sales. Estás castigado.
Tres
días después, levantado el castigo y con el suceso olvidado, Martín salió a la
calle a jugar con sus amigos del barrio. Solían pasar más tiempo en el Rasillo
de San Francisco, pero de vez en cuando merodeaban por los alrededores. En esta
ocasión, decidieron asomarse al mirador del Cabezo, bajando las escaleras desde
la calle San Sebastián. Iban tres muchachos: Daniel, Javier y Martín.
―¡Tonto
el último! ―gritó Javier, que era un año mayor que sus compañeros.
Los
tres echaron a correr. Javier llegó primero destacado. La lucha por el segundo
puesto estuvo más reñida. Martín tomó la delantera justo antes de las escaleras
y comenzó a bajar. Daniel miraba los
peldaños para no tropezar, pero levantó la cabeza y vio que su amigo no estaba.
Extrañado, terminó el descenso con lentitud. Abajo, sentado en un banco,
esperaba Javier con actitud triunfal.
―¿Dónde
se ha quedado Martín? ―preguntó―. Seguro que como iba el último se ha dado la
vuelta para no admitir su derrota.
La
cara de Daniel era todo un poema.
―¿Qué
te pasa, tío?
―Es
que Martín bajaba justo delante de mí.
―Entonces
estaría aquí.
―Javi,
tío, te juro que ha sido un segundo. Le iba pisando los talones cuando de
repente, al comenzar la bajada, ha desaparecido.
―¿Cómo
va a desaparecer? Se habrá escondido y estará gastándonos una broma.
―Que
no, que le hubiera visto. Si podía tocarle con la mano. Íbamos pegados.
Los
muchachos comenzaron a buscar a su amigo. Eran más de las seis y la noche ya
había hecho acto de presencia. Daniel quiso hacer el recorrido a la inversa.
Seguía en shock. Comenzó a subir las escaleras mirando por todos los lados. De
repente, algo insólito provocó su atención. Llamó a Javier. Faltaba un buen
trozo de uno de los peldaños. Pero eso no era lo más extraño. Se había
producido un profundo agujero en su lugar, tan profundo que los chicos no
lograban ver el fondo al alumbrarlo con la linterna del móvil de Javier.
―¿Cómo
no lo vas a ver caer?
―Te
juro por mis muertos que no lo vi. Lo que me pregunto es por qué no caí yo si
iba justo detrás.
―¡Martííííííííín,
Martííííííín! ―gritaron los dos al unísono sin resultado.
―Será
mejor que vayamos a casa y pidamos ayuda ―dijo Javier echando a correr.
Los
dos amigos contaron en sus respectivas casas lo sucedido. Sus padres avisaron a
los de Martín y todos juntos se encaminaron al lugar del suceso. Al llegar, los
chicos se miraron estupefactos. Las escaleras estaban completas. Allí no
faltaba ningún peldaño y, por consiguiente, no había agujero alguno.
―¿Qué
broma es ésta? ―preguntó Luis un tanto enojado―. ¿Dónde está mi hijo?
Los
muchachos comenzaron a llorar, jurando y perjurando que hace unos minutos, allí
mismo, había un agujero de gran profundidad.
―Vamos
a tranquilizarnos un poco ―dijo el padre de Daniel―. Según vosotros, ¿dónde
estaba el hoyo exactamente?
Daniel
subió al inicio de las escaleras y comenzó a bajarlas lentamente.
―Uno,
dos, tres, cuatro, cinco y seis. Aquí ―dijo señalando el escalón.
―Pero
vamos a ver. ―Los nervios, lejos de apaciguarse, seguían creciendo, y el padre
de Javier no era ajeno a ellos―. ¿Cómo cojones se va a abrir un agujero en un
maldito escalón?
Esas
dos últimas palabras hicieron sobresaltarse a Luis. Maldito escalón, maldito escalón… Entonces recordó lo que dijo la
gitana en el parque: “Caiga sobre ti la maldisión
del sexto escalón”.
―Daniel,
muchacho, ¿qué número de escalón has dicho que era dónde estaba el agujero?
―El
sexto.
Tres
años después.
Sonó
el timbre de abajo cuando el matrimonio se disponía a cenar.
¿Quién
es? ―preguntó Ana.
―Necesito
hablar a solas con el padre del niño desaparecido. ¿Puede decirle que baje?
Ana,
con el corazón en un puño, dio el aviso a su marido. Luis se puso el abrigo y
bajó inmediatamente a la calle. Llevaban esperando este momento mucho tiempo.
Perder a un hijo debe de ser terrible, pero vivir sin saber si está vivo o
muerto supone una losa tan pesada que acaba destruyendo todo el entorno
familiar. Fueron tres años de investigaciones infructuosas, de no encontrar una
minúscula pista que les condujera a Martín. Nada. Luis denunció a la gitana,
pero no hallaron prueba alguna que la inculpara. Al contrario que en tiempos de
la Santa Inquisición, el Código Penal español actual no recoge delitos por
echar maleficios. Pocos países lo tienen. Canadá es uno de ellos. Allí existe
una ley todavía en vigor desde hace 136 años contra la práctica de brujería.
Casi nada.
―Buenas
noches ―le saludó una señora morena de unos cincuenta años―. Soy la hija de la
mujer que maldijo a su hijo. Mi madre falleció ayer. Ha
llegado el momento de intentar recuperar al niño. Yo sé cómo hacerlo, pero es
una decisión que tiene que tomar usted porque exige sacrificios.
Luis
escuchó con atención la explicación de la mujer. Esperó unos segundos y
contestó.
―Estoy
conforme.
―Mañana
a las seis de la tarde le espero en el lugar de la desaparición. No hable de
esto con nadie, vaya solo y sea puntual.
―¿No
puede ser ahora? ―preguntó el padre de Martín.
―No.
Debe ser a la misma hora en la que se produjo el suceso.
Luis
pasó la noche sin dormir. Sólo le contó a Ana que había alguna pista y que se
debía investigar, pero ya las hubo antes y resultaron ser todas falsas. Así que
su mujer, resignada, no volvió a preguntar. Llegaron las cinco y media de la
tarde del día siguiente y Luis se personó en el sitio. Se sentó a esperar en el
banco, justo arriba de las escaleras. Lo había hecho muchas veces durante los
tres últimos años, como el cuento de Penélope, pero esta vez aguardando a un
hijo. La gitana apareció.
―Colóquese
en el sexto escalón ―dijo ella.
La
mujer alzó los brazos al cielo y comenzó el ritual para revertir la maldición y
deshacer el hechizo.
―Si
está maldito, San Vito, vuélvele bendito. Contra la maldición de Herodes.
Protege a su niño, Santa Gertrudis. Su casa bendita que no esté nunca maldita,
Santa Margarita. Prometo nunca maldecir ni maldiciones echar, y eso lo cumplo
por la vara de San Blas.
La
gitana se quedó en silencio durante unos treinta largos segundos y prosiguió
gritando.
―¡Que
cambie la maldición del sexto escalón!
Las
luces de las farolas se apagaron. La oscuridad lo cubrió todo por unos
momentos. Se escuchó un leve temblor de tierra y un fuerte viento azotó el
entorno. Volvió la luz y se vio a la mujer alejarse por la calle San Sebastián.
No había ni rastro de Luis. Era como si se le hubiese tragado la tierra.
A
unos pocos metros de allí, en la Cuesta del Horno, un niño yacía tumbado en el
sexto escalón de las escaleras. Se despertó, sintió frío y estiró los brazos para
desperezarse. Aturdido, miró a su alrededor y se encaminó hacia su casa por la
calle Morcillón. Era Martín.
FIN