martes, 24 de noviembre de 2020

EL PINTOR

La tarde dominical invitaba a pasear por el parque. Me acerqué a su parte final, la que linda con el Paseo de las Bolas, para disfrutar, aún más si cabe, del inigualable colorido que deja el otoño. Allí la tranquilidad reinaba sobre todo lo demás y no había nadie que pudiera alterarla. Al menos, eso pensé yo. Saqué el móvil para captar una parte del paisaje que me parecía irresistible cuando de repente, a mi espalda, escuché una voz que casi hace saltar mi corazón de la caja torácica.

—Buenas tardes tenga usted.

Era un hombre de mediana edad, aunque la barba poblada le hacía mayor. Estaba sentado en un banco. No lo había visto en mi vida. Supuse que no era de aquí.

—Buenas tardes respondí levantando también la mano—. Discúlpeme, pero no me había dado cuenta de que estaba usted ahí.

—Estoy acostumbrado, no se preocupe.

—¿Acostumbrado a que no le vean? —pregunté.

—Algo así —dijo soltando una carcajada—. Pero siéntese si quiere.

El extraño señaló el banco mientras me miraba fijamente. Yo, como comprenderéis, no tenía ninguna gana de charlar con alguien al que no conocía y que además me producía un cierto desasosiego.

—El caso es que ya me iba —dije con algo de torpeza.

—Pero si acaba usted de llegar. He notado que le gusta el colorido del paisaje y yo, la verdad, sé bastante de colores.

La curiosidad es una de mis perdiciones, así que me senté a su lado. Intuí que ese hombre tenía algo interesante que contar.

—¿Es usted pintor? —pregunté.

El desconocido se limitó a asentir con la cabeza. Yo no sabía por dónde seguir y esperé a que hablara.

—Ahora estoy trabajando en la catedral. Es una labor costosa que me llevará uno o dos años.

—Entonces se trata de pintura artística…

—No soy Miguel Ángel, pero hago lo que puedo. Llevo tiempo en esto. Hice la policromía del retablo del Niño Jesús en la iglesia de San Bartolomé, de Aldeanueva, y aquí los dorados de varias capillas en Santiago y San Andrés.

—Entonces es usted todo un experto en restaurar iglesias —dije sorprendido—. ¿Es la primera vez que trabaja en la catedral?

—¡Qué va! —contestó levantando el brazo—. Ya estuve hace años.  Participé en el dorado de la bola y la cruz del chapitel de la linterna de la capilla de los Santos Mártires.

Escuchaba embobado las andanzas laborales del extraño cuando un leve viento comenzó a mover las ramas de los árboles. La noche empezaba también a ponerse su pijama oscuro.

—Será mejor que me vaya —dije levantándome.

—Me llamo Domingo —contestó tendiéndome la mano—. Espero verle otro día.

Nos despedimos y me dirigí a la catedral a través de la cancela que da salida al Paseo de las Bolas. Él venía detrás. Cuando llegué a la plaza, volví la cabeza, pero ya no estaba. Supuse que se habría metido en la casa de los canónigos y que estaría viviendo allí mientras duraran los trabajos en el templo.

 

Dos días después, volví a bajar al parque aprovechando el sol de las primeras horas de la tarde. Busqué con la mirada a Domingo, pero no lo encontré. Pensé que quizá estuviera ya trabajando en la catedral. En un primer momento decidí hacerle una visita, pero rápidamente deseché la idea. No creí que fuera muy conveniente interrumpirle en plena faena. Me daba rabia no poder volver a hablar con él; aunque, por lo que me había dicho, habría más días para ello. La verdad es que, en la actualidad, no es sencillo conocer a alguien con una personalidad tan marcada y una ocupación tan interesante. Continué mi paseo pisando las hojas del sendero y observando las copas de los árboles bajo un cielo limpio y claro. Al pasar bajo el puente, creí ver a lo lejos la silueta de Domingo dirigirse hacia las escaleras que dan a la parte superior. Aceleré la marcha para comprobarlo, pero cuando llegué, solo acerté a divisar como una figura llegaba arriba y se perdía de mi vista. Subí también por el mismo sitio y algo llamó la atención bajo mis pies. Me agaché a recoger un objeto alargado. Era un pincel. “Es él” pensé, “se le ha debido caer mientras subía”. Ya tenía una formidable excusa para saludar de nuevo al pintor. Ahora sí.

 

Mientras me dirigía a la catedral, observé detenidamente el pincel. Yo no entiendo mucho de pintura, pero aquel utensilio me pareció muy viejo. Los pelos parecían naturales y la virola no era metálica, al contrario de los actuales. Tampoco le di importancia; no era nada extraño que los buenos profesionales manejaran herramientas muy exclusivas para sus trabajos más especiales.

 

Me sorprendió la calma que reinaba en el templo cuando entré. Allí no parecía haber signos de obra alguna. Accedí por el ala derecha y me topé de frente con don Ángel Ortega, archivero-canónigo de la catedral y viejo conocido mío, que no me recibió muy “efusivamente”. 

―¡Otra vez usted! Le dije que no quería volver a verle por aquí. 

―Disculpe, estoy buscando a un pintor para devolverle este pincel ―dije enseñándoselo―. Me dijo que estaba trabajando aquí.

―No tenemos ninguna restauración en estos momentos ―dijo tajantemente―. Así que márchese, por favor.

―Se llama Domingo ―insistí―. Ha pintado la mayoría de los dorados que se pueden ver en Santiago y San Andrés y, según me dijo, también colaboró aquí, en la bola y la cruz del chapitel de la linterna de la capilla de los Santos.

El religioso me miró pensativo.

―Efectivamente, ese fue el calceatense Domingo de Rada. Pero todo eso lo hizo en el siglo XVIII, así que difícilmente podrá usted hablar con él. Venga conmigo ―dijo dirigiéndose a la salida. Me costó seguirle, estaba paralizado. Había sufrido un tremendo shock y no daba crédito a lo que estaba escuchando. Don Ángel se detuvo frente a la primera capilla, la que se encuentra a la izquierda, nada más bajar las escaleras de acceso a la catedral.

―Esta es la capilla de San Juan Bautista. Todas las pinturas que se ven en techo y paredes fueron obra de Domingo de Rada entre los años 1773 y 1774. Es lo último que realizó aquí.

 

Capilla de San Juan Bautista.
Catedral de Calahorra

Me quedé allí, inmóvil, observando boquiabierto los frescos de la capilla. El archivero, esta vez, me miró con pena.

―Será mejor que busque ayuda. Usted no está muy bien que digamos.

Abandoné la catedral cabizbajo. No encontraba explicación a lo sucedido. O… quizá sí. Estoy seguro de que mantuve una conversación con aquel hombre y que, desde el principio, me pareció extraño. Ahora sé que quiso viajar en el tiempo para darse a conocer y enseñarnos su trabajo, la obra de alguien que para muchos de nosotros era totalmente desconocido hasta hoy. Miré nuevamente el pincel, sonreí feliz y lo guardé en el bolsillo.

 

FIN


miércoles, 18 de noviembre de 2020

LA CAJA ROJA

 

Recibí un paquete hace un par de meses. Flor, la cartera, me lo trajo a media mañana. Le facilité mi DNI porque era certificado. Es algo habitual para mí, pero en este caso no esperaba ninguno. No tenía ni la más remota idea de qué podía ser. Mi nombre y dirección estaban correctamente escritos. Leí el remitente, que figuraba por detrás:

 

L. M. T. E.

Avda. del Mengue, 66

49002 Zamora

 

Me puse a pensar, pero no conocía a nadie de Zamora. Supuse que pudiera tratarse de publicidad, así que rompí el papel de color marrón y me encontré ante una caja roja de cartón en forma de cubo. La abrí con facilidad y extraje otra caja del mismo color. Mi curiosidad iba en aumento. Abrí la segunda caja y vi otra igual en su interior. “Esto es como las muñecas rusas” pensé mientras manipulaba la tercera. Una cuarta, una quinta y hasta seis cajas rojas coloqué sobre la mesa. La verdad es que como idea propagandística de algún producto no estaba nada mal, ya que había conseguido llamar totalmente mi atención. Mi semblante cambió por completo al abrir la última caja (tan pequeña como un sello de correos) y sacar lo que había dentro. Podéis decir mil cosas, pero nunca adivinaríais el contenido. Ya os lo digo: dos pastillas ovaladas del tamaño de un guisante. Nada más. Ni prospecto ni indicación alguna. Las toqué. Eran como una especie de cápsulas con algo en su interior porque al agitarlas sonaba, pero estaban cubiertas por una capa de hule color marrón que me impedía verlo. Todo muy extraño, sí. Me vinieron a la cabeza muchas ideas acerca de qué podía ser todo aquello. ¿Caramelos? ¿Fármacos? El caso es que no había nada que pudiera desvelar el enigma, ni siquiera un mínimo indicio. Terminé pensando que podría tratarse de una broma. Pero ¿de quién? Y, lo más importante, ¿para qué?

 

No le di más vueltas al tema y opté por lo más fácil: desprenderme de aquello. Así que tiré todo a la basura. Bueno, todo no; me quedé un par de cajitas que me venían bien para guardar algunas cosas.

 

Pasó el tiempo, y al cabo de unos doce días, Flor entró con dos cartas y un paquete certificado. Esa vez sí esperaba algo, pero aquello me pareció pequeño para lo que tenía que recibir. Entonces recordé lo de la caja roja y miré el remitente. Era el mismo de la vez anterior. “¡Otra vez no!” dije para mis adentros. Abrí el paquete y, efectivamente, todo era igual: seis cajas rojas, una dentro de otra, y la última con dos pastillas en su interior. Exactamente lo mismo. “¿Y ahora qué hago?” me pregunté. Busqué algo de información en internet, pero no sabía por qué hilo tirar. Tecleé la dirección de Zamora para comprobar si realmente existía: Avenida del Mengue, 66. Allí estaba. Incluso la vi a través del Street View de Google Maps, aunque el número no me permitía saber qué podía haber. Volví a escribir el nombre de la calle: Mengue. Lo que apareció en pantalla me dejó helado: Nombre masculino. Coloquialmente diablo o demonio.

 


Me quedé unos minutos en shock. Esto empezaba a ser una broma demasiado pesada. Continúe indagando. Ahora tocaba el nombre, en este caso las iniciales: L. M. T. E. Podían tener infinitas posibilidades. Luis Miguel Torres Esparza, Luis María Tebas Elizalde… Vete tú a saber. Me levanté y comencé a pasear nervioso perdido. Entonces vi algo en una esquina de la mesa. Allí estaban las dos cartas que también me había entregado la cartera hacía un rato. En la de abajo acerté a leer Zamora. La cogí y ¿a qué no sabéis que remitente figuraba? Ese mismo: L. M. T. E. Abrí la misiva. Contenía un folio escrito a máquina antigua. Solo fui capaz de leer la línea que encabezaba el texto antes de caer desplomado al suelo: L. M. T. E. (La Muerte Te Espera).





Escuché ruidos y desperté aturdido. Me senté y leí la carta detenidamente. En ella me instaban a elegir entre las dos pastillas: la de la inmortalidad o la de la muerte. No hace falta que os explique sus significados. Debía tomar una de ellas obligatoriamente o un familiar muy cercano aparecería sin vida en menos de una hora. Me indicaban que me tenían totalmente vigilado, que conocían todos y cada uno de mis movimientos y que, por nada del mundo, se me ocurriera acudir a la policía. Levanté la vista hacia las cámaras de seguridad. También miré el móvil y la cámara del ordenador. Me podían estar controlando perfectamente. Estaba entre la espada y la pared. No podía tomarme el asunto en broma. La vida de un ser querido podía estar en peligro. Miré las pastillas y cogí una con los dedos. “Que sea lo que Dios quiera” me dije. La introduje en la boca y la tragué con un poco de agua. Cerré los ojos unos segundos. Los abrí. Pasaron un par de minutos. Seguía vivo. “He debido tomar la de la inmortalidad” pensé. No obstante, la curiosidad y la preocupación, a partes iguales, hicieron que cogiera la otra pastilla y me fuera a visitar a un amigo que trabaja en un laboratorio. Cuando iba a salir, recordé que en una de las dos cajas que había guardado la vez anterior también dejé las otras dos cápsulas. Las eché al bolsillo y me fui.

 

Le pedí que analizara el contenido de las pastillas sin contarle la historia. Me notó nervioso, pero intenté disimular. Diseccionó la primera que le di, la que no había ingerido. Fue rápido.

—¿Qué juego es este? —preguntó.

Puse cara de circunstancias y continuó.

—Está llena de minúsculas bolitas de anís.

Debió notarme palidecer, porque casi me caigo. Si esa era la buena, ¿cuál había tomado? Para averiguarlo, debíamos esclarecer también la composición de las otras dos. Si lo que decía la carta era verdad, una de ellas tenía que ser mortal. Abrió la siguiente también con cautela.

—Lo mismo —dijo encogiéndose de hombros. ¿Me traes caramelos para analizar?

Ya teníamos dos resultados. Faltaban otros dos, pero uno lo llevaba yo ya en mi interior. Le di la última. La que supuestamente debía tener lo mismo que la que yo había tomado. Su cara cambió. Esparció cuidadosamente el contenido y lo analizó durante unos minutos. Eran como granos de sal. Después tecleó algo en su ordenador y observó la pantalla.

—¿De dónde coño has sacado esto?

Puse cara de póquer y de pánico al mismo tiempo.

—Es cianuro de potasio —dijo mirándome a los ojos. —Cantidad suficiente para matar a una persona en pocos minutos.

Me senté abatido. No entendía nada. Yo debía estar muerto hacía mucho rato. Le conté por fin todo lo sucedido. Con los ojos como platos, se levantó cuando hube terminado mi exposición y me gritó cogiéndome por el pecho.

—¿Cómo te has tomado esa pastilla?

—Por la boca —respondí sin entender la pregunta.

—Que me digas cómo te la has tomado, ¡joder!

—Tragándomela —acerté a contestar—, como hago con el ibuprofeno.

Entonces me soltó y se dejó caer en su silla. Respiró aliviado.

—Se trata de la famosa pastilla del suicidio. Es una píldora letal que nunca se acciona si se traga completa. Es necesario morderla para quebrarla y liberar el veneno de rápida acción contenido dentro. La muerte cerebral ocurre en minutos y los latidos del corazón cesan poco después.

—Así que estoy vivo de milagro —dije mirando al cielo.

—Exacto. Esta píldora, tragada sin ser antes rota con los dientes, puede pasar a través del tracto digestivo sin causar ningún daño. De todos modos, nos vamos al hospital. Es conveniente que te exploren bien y hagan un lavado de estómago si lo consideran necesario.

 

Bueno, os diré que, gracias a Dios, todo salió bien. Ahora no abro un solo paquete si no estoy completamente seguro de conocer al remitente. Os lo recomiendo también a vosotros. Por cierto, se me olvidaba: al salir del laboratorio a toda prisa, vi a la chica de la mesa de recepción romper el envoltorio de un paquete y mirar sorprendida mientras sostenía en las manos una gran caja roja.


FIN