miércoles, 30 de diciembre de 2020

LA MALDICIÓN DEL SEXTO ESCALÓN



Luis nunca imaginó que un balón le pudiera cambiar la vida, y no precisamente como a Messi. Su historia es un duro relato de sufrimiento, revestido de un pavor inusitado. Si no quieres vivir emociones demasiado fuertes, te aconsejo que dejes aquí la lectura.

 

Como muchos domingos de comienzos de invierno, Luis y su hijo Martín acudieron al parque del Cidacos con una pelota. La temperatura aún no era muy baja y los rayos de sol invitaban la práctica deportiva. Padre e hijo solían darse pases a la espera de que algún otro niño se incorporara al juego. Así fue. Christian se presentó allí y solicitó permiso para participar. Los chicos se conocían de haberse enfrentado en algún partido de alevines. Ambos eran de la misma edad: once años. En un lance del juego, Martín chutó con fuerza a portería (improvisada con dos sudaderas haciendo las veces de postes), con tan mala fortuna que el balón dio de lleno en el rostro de Christian. El muchacho cayó desplomado al suelo y comenzó a llorar desconsoladamente. Luis acudió de inmediato a auxiliarle mientras su hijo reía a carcajada limpia. Su padre le reprendió, pero Martín seguía descojonándose a lágrima viva.

—¡Abuela, abuela! —gritó Christian mirando a su derecha.

Una señora de pelo blanco y vestida toda de negro se levantó del banco desde donde estaba siguiendo los acontecimientos. Se acercó lentamente y ayudó a levantarse a su nieto. Éste se abrazó a sus caderas sin dejar de llorar. Luis la saludó y pidió disculpas. Martín señalaba a su compañero de juego sin parar de reír. La anciana, encendida de ira, fijó la vista en el chico.

—Cuervos te saquen los ojos y águilas er corasón, y serpientes las entrañas por tu mala condisión.

—Señora, es un niño —dijo Luis intentando calmarla sin éxito.

La mujer miró al suelo y pretó los puños.

—Tierra, ¿por qué no te abres y te sales de tu sentro, y te tragas a este payo de tan malos sentimientos?

A continuación, volvió a mirar a Martín y lo apuntó con el dedo.

—¡Caiga sobre ti la maldisión del sexto escalón!

 

Luis cogió el balón, agarró a su hijo de la mano y se marcharon de allí sin despedirse.

―¿Qué me ha querido decir esa gitana, papá?

―Olvídalo. En cuanto lleguemos a casa, te metes en tu cuarto y no sales. Estás castigado.

 


Tres días después, levantado el castigo y con el suceso olvidado, Martín salió a la calle a jugar con sus amigos del barrio. Solían pasar más tiempo en el Rasillo de San Francisco, pero de vez en cuando merodeaban por los alrededores. En esta ocasión, decidieron asomarse al mirador del Cabezo, bajando las escaleras desde la calle San Sebastián. Iban tres muchachos: Daniel, Javier y Martín.

―¡Tonto el último! ―gritó Javier, que era un año mayor que sus compañeros.

Los tres echaron a correr. Javier llegó primero destacado. La lucha por el segundo puesto estuvo más reñida. Martín tomó la delantera justo antes de las escaleras y comenzó a  bajar. Daniel miraba los peldaños para no tropezar, pero levantó la cabeza y vio que su amigo no estaba. Extrañado, terminó el descenso con lentitud. Abajo, sentado en un banco, esperaba Javier con actitud triunfal.

―¿Dónde se ha quedado Martín? ―preguntó―. Seguro que como iba el último se ha dado la vuelta para no admitir su derrota.

La cara de Daniel era todo un poema.

―¿Qué te pasa, tío?

―Es que Martín bajaba justo delante de mí.

―Entonces estaría aquí.

―Javi, tío, te juro que ha sido un segundo. Le iba pisando los talones cuando de repente, al comenzar la bajada, ha desaparecido.

―¿Cómo va a desaparecer? Se habrá escondido y estará gastándonos una broma.

―Que no, que le hubiera visto. Si podía tocarle con la mano. Íbamos pegados.

Los muchachos comenzaron a buscar a su amigo. Eran más de las seis y la noche ya había hecho acto de presencia. Daniel quiso hacer el recorrido a la inversa. Seguía en shock. Comenzó a subir las escaleras mirando por todos los lados. De repente, algo insólito provocó su atención. Llamó a Javier. Faltaba un buen trozo de uno de los peldaños. Pero eso no era lo más extraño. Se había producido un profundo agujero en su lugar, tan profundo que los chicos no lograban ver el fondo al alumbrarlo con la linterna del móvil de Javier.

―¿Cómo no lo vas a ver caer?

―Te juro por mis muertos que no lo vi. Lo que me pregunto es por qué no caí yo si iba justo detrás.

―¡Martííííííííín, Martííííííín! ―gritaron los dos al unísono sin resultado.

―Será mejor que vayamos a casa y pidamos ayuda ―dijo Javier echando a correr.

Los dos amigos contaron en sus respectivas casas lo sucedido. Sus padres avisaron a los de Martín y todos juntos se encaminaron al lugar del suceso. Al llegar, los chicos se miraron estupefactos. Las escaleras estaban completas. Allí no faltaba ningún peldaño y, por consiguiente, no había agujero alguno.

―¿Qué broma es ésta? ―preguntó Luis un tanto enojado―. ¿Dónde está mi hijo?

Los muchachos comenzaron a llorar, jurando y perjurando que hace unos minutos, allí mismo, había un agujero de gran profundidad.

―Vamos a tranquilizarnos un poco ―dijo el padre de Daniel―. Según vosotros, ¿dónde estaba el hoyo exactamente?

Daniel subió al inicio de las escaleras y comenzó a bajarlas lentamente.

―Uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis. Aquí ―dijo señalando el escalón.

―Pero vamos a ver. ―Los nervios, lejos de apaciguarse, seguían creciendo, y el padre de Javier no era ajeno a ellos―. ¿Cómo cojones se va a abrir un agujero en un maldito escalón?

Esas dos últimas palabras hicieron sobresaltarse a Luis. Maldito escalón, maldito escalón… Entonces recordó lo que dijo la gitana en el parque: “Caiga sobre ti la maldisión del sexto escalón”.

―Daniel, muchacho, ¿qué número de escalón has dicho que era dónde estaba el agujero?

―El sexto.

 

Tres años después.

 

Sonó el timbre de abajo cuando el matrimonio se disponía a cenar.

¿Quién es? ―preguntó Ana.

―Necesito hablar a solas con el padre del niño desaparecido. ¿Puede decirle que baje?

Ana, con el corazón en un puño, dio el aviso a su marido. Luis se puso el abrigo y bajó inmediatamente a la calle. Llevaban esperando este momento mucho tiempo. Perder a un hijo debe de ser terrible, pero vivir sin saber si está vivo o muerto supone una losa tan pesada que acaba destruyendo todo el entorno familiar. Fueron tres años de investigaciones infructuosas, de no encontrar una minúscula pista que les condujera a Martín. Nada. Luis denunció a la gitana, pero no hallaron prueba alguna que la inculpara. Al contrario que en tiempos de la Santa Inquisición, el Código Penal español actual no recoge delitos por echar maleficios. Pocos países lo tienen. Canadá es uno de ellos. Allí existe una ley todavía en vigor desde hace 136 años contra la práctica de brujería. Casi nada.

―Buenas noches ―le saludó una señora morena de unos cincuenta años―. Soy la hija de la mujer que maldijo a su hijo. Mi madre falleció ayer. Ha llegado el momento de intentar recuperar al niño. Yo sé cómo hacerlo, pero es una decisión que tiene que tomar usted porque exige sacrificios.

Luis escuchó con atención la explicación de la mujer. Esperó unos segundos y contestó.

―Estoy conforme.

―Mañana a las seis de la tarde le espero en el lugar de la desaparición. No hable de esto con nadie, vaya solo y sea puntual.

―¿No puede ser ahora? ―preguntó el padre de Martín.

―No. Debe ser a la misma hora en la que se produjo el suceso.

 

Luis pasó la noche sin dormir. Sólo le contó a Ana que había alguna pista y que se debía investigar, pero ya las hubo antes y resultaron ser todas falsas. Así que su mujer, resignada, no volvió a preguntar. Llegaron las cinco y media de la tarde del día siguiente y Luis se personó en el sitio. Se sentó a esperar en el banco, justo arriba de las escaleras. Lo había hecho muchas veces durante los tres últimos años, como el cuento de Penélope, pero esta vez aguardando a un hijo. La gitana apareció.

―Colóquese en el sexto escalón ―dijo ella.

La mujer alzó los brazos al cielo y comenzó el ritual para revertir la maldición y deshacer el hechizo.

―Si está maldito, San Vito, vuélvele bendito. Contra la maldición de Herodes. Protege a su niño, Santa Gertrudis. Su casa bendita que no esté nunca maldita, Santa Margarita. Prometo nunca maldecir ni maldiciones echar, y eso lo cumplo por la vara de San Blas.

La gitana se quedó en silencio durante unos treinta largos segundos y prosiguió gritando.

―¡Que cambie la maldición del sexto escalón!

Las luces de las farolas se apagaron. La oscuridad lo cubrió todo por unos momentos. Se escuchó un leve temblor de tierra y un fuerte viento azotó el entorno. Volvió la luz y se vio a la mujer alejarse por la calle San Sebastián. No había ni rastro de Luis. Era como si se le hubiese tragado la tierra.

 


A unos pocos metros de allí, en la Cuesta del Horno, un niño yacía tumbado en el sexto escalón de las escaleras. Se despertó, sintió frío y estiró los brazos para desperezarse. Aturdido, miró a su alrededor y se encaminó hacia su casa por la calle Morcillón. Era Martín.

 

FIN


martes, 24 de noviembre de 2020

EL PINTOR

La tarde dominical invitaba a pasear por el parque. Me acerqué a su parte final, la que linda con el Paseo de las Bolas, para disfrutar, aún más si cabe, del inigualable colorido que deja el otoño. Allí la tranquilidad reinaba sobre todo lo demás y no había nadie que pudiera alterarla. Al menos, eso pensé yo. Saqué el móvil para captar una parte del paisaje que me parecía irresistible cuando de repente, a mi espalda, escuché una voz que casi hace saltar mi corazón de la caja torácica.

—Buenas tardes tenga usted.

Era un hombre de mediana edad, aunque la barba poblada le hacía mayor. Estaba sentado en un banco. No lo había visto en mi vida. Supuse que no era de aquí.

—Buenas tardes respondí levantando también la mano—. Discúlpeme, pero no me había dado cuenta de que estaba usted ahí.

—Estoy acostumbrado, no se preocupe.

—¿Acostumbrado a que no le vean? —pregunté.

—Algo así —dijo soltando una carcajada—. Pero siéntese si quiere.

El extraño señaló el banco mientras me miraba fijamente. Yo, como comprenderéis, no tenía ninguna gana de charlar con alguien al que no conocía y que además me producía un cierto desasosiego.

—El caso es que ya me iba —dije con algo de torpeza.

—Pero si acaba usted de llegar. He notado que le gusta el colorido del paisaje y yo, la verdad, sé bastante de colores.

La curiosidad es una de mis perdiciones, así que me senté a su lado. Intuí que ese hombre tenía algo interesante que contar.

—¿Es usted pintor? —pregunté.

El desconocido se limitó a asentir con la cabeza. Yo no sabía por dónde seguir y esperé a que hablara.

—Ahora estoy trabajando en la catedral. Es una labor costosa que me llevará uno o dos años.

—Entonces se trata de pintura artística…

—No soy Miguel Ángel, pero hago lo que puedo. Llevo tiempo en esto. Hice la policromía del retablo del Niño Jesús en la iglesia de San Bartolomé, de Aldeanueva, y aquí los dorados de varias capillas en Santiago y San Andrés.

—Entonces es usted todo un experto en restaurar iglesias —dije sorprendido—. ¿Es la primera vez que trabaja en la catedral?

—¡Qué va! —contestó levantando el brazo—. Ya estuve hace años.  Participé en el dorado de la bola y la cruz del chapitel de la linterna de la capilla de los Santos Mártires.

Escuchaba embobado las andanzas laborales del extraño cuando un leve viento comenzó a mover las ramas de los árboles. La noche empezaba también a ponerse su pijama oscuro.

—Será mejor que me vaya —dije levantándome.

—Me llamo Domingo —contestó tendiéndome la mano—. Espero verle otro día.

Nos despedimos y me dirigí a la catedral a través de la cancela que da salida al Paseo de las Bolas. Él venía detrás. Cuando llegué a la plaza, volví la cabeza, pero ya no estaba. Supuse que se habría metido en la casa de los canónigos y que estaría viviendo allí mientras duraran los trabajos en el templo.

 

Dos días después, volví a bajar al parque aprovechando el sol de las primeras horas de la tarde. Busqué con la mirada a Domingo, pero no lo encontré. Pensé que quizá estuviera ya trabajando en la catedral. En un primer momento decidí hacerle una visita, pero rápidamente deseché la idea. No creí que fuera muy conveniente interrumpirle en plena faena. Me daba rabia no poder volver a hablar con él; aunque, por lo que me había dicho, habría más días para ello. La verdad es que, en la actualidad, no es sencillo conocer a alguien con una personalidad tan marcada y una ocupación tan interesante. Continué mi paseo pisando las hojas del sendero y observando las copas de los árboles bajo un cielo limpio y claro. Al pasar bajo el puente, creí ver a lo lejos la silueta de Domingo dirigirse hacia las escaleras que dan a la parte superior. Aceleré la marcha para comprobarlo, pero cuando llegué, solo acerté a divisar como una figura llegaba arriba y se perdía de mi vista. Subí también por el mismo sitio y algo llamó la atención bajo mis pies. Me agaché a recoger un objeto alargado. Era un pincel. “Es él” pensé, “se le ha debido caer mientras subía”. Ya tenía una formidable excusa para saludar de nuevo al pintor. Ahora sí.

 

Mientras me dirigía a la catedral, observé detenidamente el pincel. Yo no entiendo mucho de pintura, pero aquel utensilio me pareció muy viejo. Los pelos parecían naturales y la virola no era metálica, al contrario de los actuales. Tampoco le di importancia; no era nada extraño que los buenos profesionales manejaran herramientas muy exclusivas para sus trabajos más especiales.

 

Me sorprendió la calma que reinaba en el templo cuando entré. Allí no parecía haber signos de obra alguna. Accedí por el ala derecha y me topé de frente con don Ángel Ortega, archivero-canónigo de la catedral y viejo conocido mío, que no me recibió muy “efusivamente”. 

―¡Otra vez usted! Le dije que no quería volver a verle por aquí. 

―Disculpe, estoy buscando a un pintor para devolverle este pincel ―dije enseñándoselo―. Me dijo que estaba trabajando aquí.

―No tenemos ninguna restauración en estos momentos ―dijo tajantemente―. Así que márchese, por favor.

―Se llama Domingo ―insistí―. Ha pintado la mayoría de los dorados que se pueden ver en Santiago y San Andrés y, según me dijo, también colaboró aquí, en la bola y la cruz del chapitel de la linterna de la capilla de los Santos.

El religioso me miró pensativo.

―Efectivamente, ese fue el calceatense Domingo de Rada. Pero todo eso lo hizo en el siglo XVIII, así que difícilmente podrá usted hablar con él. Venga conmigo ―dijo dirigiéndose a la salida. Me costó seguirle, estaba paralizado. Había sufrido un tremendo shock y no daba crédito a lo que estaba escuchando. Don Ángel se detuvo frente a la primera capilla, la que se encuentra a la izquierda, nada más bajar las escaleras de acceso a la catedral.

―Esta es la capilla de San Juan Bautista. Todas las pinturas que se ven en techo y paredes fueron obra de Domingo de Rada entre los años 1773 y 1774. Es lo último que realizó aquí.

 

Capilla de San Juan Bautista.
Catedral de Calahorra

Me quedé allí, inmóvil, observando boquiabierto los frescos de la capilla. El archivero, esta vez, me miró con pena.

―Será mejor que busque ayuda. Usted no está muy bien que digamos.

Abandoné la catedral cabizbajo. No encontraba explicación a lo sucedido. O… quizá sí. Estoy seguro de que mantuve una conversación con aquel hombre y que, desde el principio, me pareció extraño. Ahora sé que quiso viajar en el tiempo para darse a conocer y enseñarnos su trabajo, la obra de alguien que para muchos de nosotros era totalmente desconocido hasta hoy. Miré nuevamente el pincel, sonreí feliz y lo guardé en el bolsillo.

 

FIN


miércoles, 18 de noviembre de 2020

LA CAJA ROJA

 

Recibí un paquete hace un par de meses. Flor, la cartera, me lo trajo a media mañana. Le facilité mi DNI porque era certificado. Es algo habitual para mí, pero en este caso no esperaba ninguno. No tenía ni la más remota idea de qué podía ser. Mi nombre y dirección estaban correctamente escritos. Leí el remitente, que figuraba por detrás:

 

L. M. T. E.

Avda. del Mengue, 66

49002 Zamora

 

Me puse a pensar, pero no conocía a nadie de Zamora. Supuse que pudiera tratarse de publicidad, así que rompí el papel de color marrón y me encontré ante una caja roja de cartón en forma de cubo. La abrí con facilidad y extraje otra caja del mismo color. Mi curiosidad iba en aumento. Abrí la segunda caja y vi otra igual en su interior. “Esto es como las muñecas rusas” pensé mientras manipulaba la tercera. Una cuarta, una quinta y hasta seis cajas rojas coloqué sobre la mesa. La verdad es que como idea propagandística de algún producto no estaba nada mal, ya que había conseguido llamar totalmente mi atención. Mi semblante cambió por completo al abrir la última caja (tan pequeña como un sello de correos) y sacar lo que había dentro. Podéis decir mil cosas, pero nunca adivinaríais el contenido. Ya os lo digo: dos pastillas ovaladas del tamaño de un guisante. Nada más. Ni prospecto ni indicación alguna. Las toqué. Eran como una especie de cápsulas con algo en su interior porque al agitarlas sonaba, pero estaban cubiertas por una capa de hule color marrón que me impedía verlo. Todo muy extraño, sí. Me vinieron a la cabeza muchas ideas acerca de qué podía ser todo aquello. ¿Caramelos? ¿Fármacos? El caso es que no había nada que pudiera desvelar el enigma, ni siquiera un mínimo indicio. Terminé pensando que podría tratarse de una broma. Pero ¿de quién? Y, lo más importante, ¿para qué?

 

No le di más vueltas al tema y opté por lo más fácil: desprenderme de aquello. Así que tiré todo a la basura. Bueno, todo no; me quedé un par de cajitas que me venían bien para guardar algunas cosas.

 

Pasó el tiempo, y al cabo de unos doce días, Flor entró con dos cartas y un paquete certificado. Esa vez sí esperaba algo, pero aquello me pareció pequeño para lo que tenía que recibir. Entonces recordé lo de la caja roja y miré el remitente. Era el mismo de la vez anterior. “¡Otra vez no!” dije para mis adentros. Abrí el paquete y, efectivamente, todo era igual: seis cajas rojas, una dentro de otra, y la última con dos pastillas en su interior. Exactamente lo mismo. “¿Y ahora qué hago?” me pregunté. Busqué algo de información en internet, pero no sabía por qué hilo tirar. Tecleé la dirección de Zamora para comprobar si realmente existía: Avenida del Mengue, 66. Allí estaba. Incluso la vi a través del Street View de Google Maps, aunque el número no me permitía saber qué podía haber. Volví a escribir el nombre de la calle: Mengue. Lo que apareció en pantalla me dejó helado: Nombre masculino. Coloquialmente diablo o demonio.

 


Me quedé unos minutos en shock. Esto empezaba a ser una broma demasiado pesada. Continúe indagando. Ahora tocaba el nombre, en este caso las iniciales: L. M. T. E. Podían tener infinitas posibilidades. Luis Miguel Torres Esparza, Luis María Tebas Elizalde… Vete tú a saber. Me levanté y comencé a pasear nervioso perdido. Entonces vi algo en una esquina de la mesa. Allí estaban las dos cartas que también me había entregado la cartera hacía un rato. En la de abajo acerté a leer Zamora. La cogí y ¿a qué no sabéis que remitente figuraba? Ese mismo: L. M. T. E. Abrí la misiva. Contenía un folio escrito a máquina antigua. Solo fui capaz de leer la línea que encabezaba el texto antes de caer desplomado al suelo: L. M. T. E. (La Muerte Te Espera).





Escuché ruidos y desperté aturdido. Me senté y leí la carta detenidamente. En ella me instaban a elegir entre las dos pastillas: la de la inmortalidad o la de la muerte. No hace falta que os explique sus significados. Debía tomar una de ellas obligatoriamente o un familiar muy cercano aparecería sin vida en menos de una hora. Me indicaban que me tenían totalmente vigilado, que conocían todos y cada uno de mis movimientos y que, por nada del mundo, se me ocurriera acudir a la policía. Levanté la vista hacia las cámaras de seguridad. También miré el móvil y la cámara del ordenador. Me podían estar controlando perfectamente. Estaba entre la espada y la pared. No podía tomarme el asunto en broma. La vida de un ser querido podía estar en peligro. Miré las pastillas y cogí una con los dedos. “Que sea lo que Dios quiera” me dije. La introduje en la boca y la tragué con un poco de agua. Cerré los ojos unos segundos. Los abrí. Pasaron un par de minutos. Seguía vivo. “He debido tomar la de la inmortalidad” pensé. No obstante, la curiosidad y la preocupación, a partes iguales, hicieron que cogiera la otra pastilla y me fuera a visitar a un amigo que trabaja en un laboratorio. Cuando iba a salir, recordé que en una de las dos cajas que había guardado la vez anterior también dejé las otras dos cápsulas. Las eché al bolsillo y me fui.

 

Le pedí que analizara el contenido de las pastillas sin contarle la historia. Me notó nervioso, pero intenté disimular. Diseccionó la primera que le di, la que no había ingerido. Fue rápido.

—¿Qué juego es este? —preguntó.

Puse cara de circunstancias y continuó.

—Está llena de minúsculas bolitas de anís.

Debió notarme palidecer, porque casi me caigo. Si esa era la buena, ¿cuál había tomado? Para averiguarlo, debíamos esclarecer también la composición de las otras dos. Si lo que decía la carta era verdad, una de ellas tenía que ser mortal. Abrió la siguiente también con cautela.

—Lo mismo —dijo encogiéndose de hombros. ¿Me traes caramelos para analizar?

Ya teníamos dos resultados. Faltaban otros dos, pero uno lo llevaba yo ya en mi interior. Le di la última. La que supuestamente debía tener lo mismo que la que yo había tomado. Su cara cambió. Esparció cuidadosamente el contenido y lo analizó durante unos minutos. Eran como granos de sal. Después tecleó algo en su ordenador y observó la pantalla.

—¿De dónde coño has sacado esto?

Puse cara de póquer y de pánico al mismo tiempo.

—Es cianuro de potasio —dijo mirándome a los ojos. —Cantidad suficiente para matar a una persona en pocos minutos.

Me senté abatido. No entendía nada. Yo debía estar muerto hacía mucho rato. Le conté por fin todo lo sucedido. Con los ojos como platos, se levantó cuando hube terminado mi exposición y me gritó cogiéndome por el pecho.

—¿Cómo te has tomado esa pastilla?

—Por la boca —respondí sin entender la pregunta.

—Que me digas cómo te la has tomado, ¡joder!

—Tragándomela —acerté a contestar—, como hago con el ibuprofeno.

Entonces me soltó y se dejó caer en su silla. Respiró aliviado.

—Se trata de la famosa pastilla del suicidio. Es una píldora letal que nunca se acciona si se traga completa. Es necesario morderla para quebrarla y liberar el veneno de rápida acción contenido dentro. La muerte cerebral ocurre en minutos y los latidos del corazón cesan poco después.

—Así que estoy vivo de milagro —dije mirando al cielo.

—Exacto. Esta píldora, tragada sin ser antes rota con los dientes, puede pasar a través del tracto digestivo sin causar ningún daño. De todos modos, nos vamos al hospital. Es conveniente que te exploren bien y hagan un lavado de estómago si lo consideran necesario.

 

Bueno, os diré que, gracias a Dios, todo salió bien. Ahora no abro un solo paquete si no estoy completamente seguro de conocer al remitente. Os lo recomiendo también a vosotros. Por cierto, se me olvidaba: al salir del laboratorio a toda prisa, vi a la chica de la mesa de recepción romper el envoltorio de un paquete y mirar sorprendida mientras sostenía en las manos una gran caja roja.


FIN


jueves, 22 de octubre de 2020

VETE Y NO VUELVAS NUNCA JAMÁS, VETE Y NO VUELVAS

 


Es la primera vez que escribo algo en cinco meses. No había vuelto a hacerlo desde que abandoné el confinamiento allá por mitad de mayo, dentro todavía del estado de Alarma. Desde entonces han ocurrido muchas cosas en mi vida y en mi entorno más cercano.

La situación de la pandemia vuelve a tornarse de color gris oscuro, sino lo es ya negro, y los daños colaterales se incrementan poco a poco como un manto del mismo tono que amenaza con cubrir a la mayoría de los mortales. En los comienzos de la alerta sanitaria el virus se veía un tanto lejos. Eran meras cifras que observábamos y escuchábamos, eso sí, una y otra vez, como un martillo percutor que rompe la acera justo debajo de la ventana de tu habitación. Cifras que crecían exponencialmente, pero que sentíamos, aunque con aflicción, un tanto lejanas. Ahora las cosas son bien distintas: todos tenemos un familiar, amigo, conocido o vecino que ha pasado la enfermedad, con nada, poca o mucha suerte, y no digamos ya lo de permanecer en cuarentena.

Pero lo que verdaderamente te hace ver el problema de otra forma es cuando, de la noche a la mañana, tú pasas a ser el triste protagonista.

Todo comienza con un positivo cercano y asintomático, te rastrean y debes confinarte. Después aparecen las primeras señales de alarma en el cuerpo. Son síntomas. Tú lo sabes porque empiezas a encontrarte mal, muy mal. Nunca habías estado así, al menos que recuerdes. Te hacen la PCR, como al resto de los que vivís juntos. Sabes que vas a dar positivo. Estás convencido de que no es un resfriado ni una gripe común, por mucho que las personas que te quieren te digan lo contrario para tranquilizarte, pero es que estás muy jodido. El día que te hacen la prueba tienes unas náuseas del copón. Te meten el palito por los orificios nasales y bueno… molesto, pero ni tan mal. Sin embargo, cuando lo hacen por la boca, hasta casi la tráquea, te dan unas arcadas que la enfermera te mira expectante y se aparta evitando el posible salto de las cataratas de Iguazú. Regresas a casa y vuelves a la cama. Estás peor. Cada minuto es un suplicio; cada hora, una eternidad. Al día siguiente te confirman lo que ya sabías: eres positivo. La noticia, por la sugestión, hace que todavía te encuentres peor. “Paciencia” es lo que te repite tu doctora una y otra vez. “Paciencia y si te aumenta la fiebre o tienes insuficiencia respiratoria, llámanos”. Después de una pausa y de tu incredulidad, la médica añade: “bueno, o mejor llamas al 112, porque aquí te será más complicado”. ¡Jódete, perdigón! Y llamas al 112, vaya que sí, hasta en tres ocasiones, porque las noches son largas y amenazantes y cuando estás hecho polvo ni te cuento, atendiéndote bien, las cosas como son. Te serenan más: “Tranquilícese todo lo que pueda y llámenos si empeora. Esto se pasará”. Y tú crees que te han visitado y medicado a través de la línea telefónica. ¿Efecto “placebo-phone”? Es posible, quién sabe. Pero no te dura más que unos minutos porque enseguida vuelves a estar mal. Y pasan los días. Te asustas. “¿Y si me ingresan?” Es una pregunta que te haces más de una vez. La mente inicia un proceso de desestabilización, planteando los supuestos más duros y dramáticos. Intentas dormir, pero no puedes. El baño es como tu segunda vivienda, esa que algunos tienen en la playa, y lo visitas diez veces en una noche, la mayoría para vaciar lo que no tienes en tu estómago. Se llama bilis. En condiciones normales, cuando terminas de vomitar, sueles quitarte un peso de encima y te relajas. Esta vez no. El cuerpo sigue bailando la jota aragonesa Gigantes y Cabezudos, y regresas con ella a la cama… hasta la próxima excursión por el pasillo. “¿Cuándo terminará esto?” te preguntas también… un día y otro y otro más.

Ni que decir tiene cómo es la convivencia en casa. Estás aislado completamente y hablas a través del whatsapp o, si tienes ganas, te pones la mascarilla y avisas de que vas a salir al pasillo. Es curioso, pero para una vez que puedes disfrutar de una cama tan grande para ti solo, no le sacas partido, básicamente porque apenas puedes moverte. No tienes ganas de comer, y lo poco que tragas lo vomitas. Bebes continuamente, eso sí, agua, zumos y lo que sea. Sales al balcón y tomas el aire unos minutos, pero terminas agotado; cualquier mínimo esfuerzo hace que te fatigues lo indecible. Es mejor no mirarse al espejo, sobre todo cuando pasan ya diez o doce días desde que empezaste a tener síntomas. No te reconoces. Tus piernas son dos bastones. Cuando te pesas descubres que has perdido cinco kilos y medio. Te hubiera gustado adelgazarlos en condiciones normales, pero así das más lástima que otra cosa.

De pronto, una mañana te despiertas como un toro. Las cosas comienzan a ir mejor, muy despacio, pero a mejor. Al día siguiente sufres una recaída y te desmoralizas. Solo será eso, un pequeño traspiés, porque te vas dando cuenta de que el bicho se está marchando. Lo despides de un portazo, y eso que casi le has cogido cariño después de tantos días juntos, como cuando un secuestrado siente afecto por su secuestrador; síndrome de Estocolmo creo que se denomina. Después pasan muchos días hasta que te recuperas totalmente, si es que no te quedan secuelas, que no se sabe, por lo menos de momento.

Sí, como habéis comprobado el protagonista de esta historia soy yo, bueno… más bien coprotagonista; mi pareja en el cartel de esta amarga película, que he intentado contar de la forma más amena posible, es como podéis suponer el famoso Covid 19. Mucha salud para todos.

jueves, 14 de mayo de 2020

EL DÍA DE "MATRACO" MARGALL


Hay momentos gloriosos que nuestra mente jamás podrá olvidar. Entre ellos, cómo no, los referentes a las gestas del deporte español. Me gustaría comenzar esta nueva sección del blog, dedicada precisamente a esos buenos recuerdos, con un memorable partido de baloncesto disputado el 8 de agosto de 1984 en Los Ángeles. 

Se enfrentaban España y la extinta Yugoslavia en una de las semifinales olímpicas. En nuestro país el calor apretaba de lo lindo y en Peñíscola, donde veraneaba con mi familia, más aún. Vimos el partido en un bar que había cerca del apartamento que ocupábamos. Era la primera vez que disfrutaba de una pantalla gigante. Aquello me parecía como estar en el cine Lope de Vega, pero con el público de pie, gritando y sin José, el acomodador, apuntando con la linterna. 

Ficha del partido

Díaz Miguel sorprendió a todos alineando de salida a Nacho Solozábal en lugar de Juan Antonio Corbalán, base titular y capitán del equipo. Iturriaga, Epi, Jiménez y Fernando Martín completaban el cinco inicial. España comenzó imprecisa y algo nerviosa; no en vano tenía enfrente a la defensora del oro olímpico conseguido cuatro años antes en Moscú y todavía imbatida en el campeonato. Los balcánicos, comandados por el excelente tiro exterior de Dalipagic y de un joven Drazen Petrovic, que ya se hacía notar, llegaron a situarse diez puntos por encima. El seleccionador nacional no sabía cómo contrarrestar el varapalo. Finalmente metió en pista a José Luis Llorente, su tercer base, Josep María Margall y Fernando Romay. El acierto del alero del Joventud de Badalona mantuvo al equipo vivo en una desastrosa primera parte que, pese a todo, se fue al vestuario con tan solo cinco puntos de desventaja.

El partido cambió por completo tras la reanudación. Continuaban en pista los mismos que habían finalizado la primera mitad. La velocidad de Llorente, el dominio de Romay en el rebote y, sobre todo, la muñeca caliente de “Matraco”, que no fallaba ni una, le dieron la vuelta al choque y pusieron en ventaja a un combinado español que aumentó la diferencia hasta los trece puntos finales.

Aquella noche supuso, sin duda, un antes y un después en el baloncesto español. Los últimos años han superado con creces aquella enorme gesta. Hoy día es España el equipo a batir. Salió una nueva generación de jugadores de ensueño que lo ha ganado todo y será irrepetible, tanto por calidad como por competitividad, pero lo de hace tres décadas y media nos supo a gloria. Nos quitamos de encima ese complejo de inferioridad ante grandes rivales y demostramos que el deporte español podía estar en lo más alto, como se ha ido demostrando en los años siguientes y en cantidad de disciplinas.

Os dejo algo más arriba la ficha del partido y aquí un pequeño vídeo con dos jugadas muy parecidas y claves de aquel día inolvidable: pase picado de Llorente a Margall y canasta de "Matraco".




miércoles, 6 de mayo de 2020

NOVELA POR ENTREGAS. CAPÍTULO 6 (PRIMERA PARTE)


Playa y paseo de levante | Portal del ciudadano


Entrada anterior.



6

¿Qué estatua es esa? —pregunta Jaime señalando una pequeña figurita sobre una alta peana que hay en la esquina de la cafetería.
—¿En serio no la conoces? —El profe muestra incredulidad.
—Representa a la justicia, ¿no?
—Mira, tú amigo sí lo sabía.
—Hombre, está claro —dice Marcel recostándose en la silla—, con la balanza y tal…
—¿Y no puedo preguntar?
—Claro que sí, Jaime. Solo que me ha extrañado que no supieras qué es.
Jaime se pone la mano en la boca para disimular un bostezo. No ha dormido la siesta. Marcel, sin embargo, ha descansado y ha tenido un sueño bastante reparador. Después se han decidido por dar un pequeño paseo y sentarse en una terraza. Carlo, que se encontraba en el hall del hotel, se ha unido a ellos, como no podía ser menos.
—Los egipcios la llamaron Maat, para los griegos fue la diosa Themis y los romanos la denominaron Justitia.
—¿Por qué lleva una venda en los ojos?
—Eso es en lo primero que nos fijamos todos —continúa el italiano—. Es una referencia más que obvia a la imparcialidad. Y también es una memez mayúscula, porque en esta vida nadie es imparcial.
—Eso es verdad —corrobora Jaime.
—Lo de la espada sí que tiene cojones. Representa la condena y un castigo rápido y hasta mortal, como ha sucedido a lo largo de la historia. Pero, ya veis, solo ella que es el sistema puede llevarlo a cabo. El sistema, queridos amigos, tiene derecho a usar esa espada, pero nosotros no.
—Es que sería un caos si cada uno se tomara la justicia por su mano —apunta Marcel.
El Profe se encoge de hombros.
—Bueno, ¿pedimos o no? —pregunta Jaime levantando el brazo para captar la atención del camarero.
—¡Pero si has empezado tú! —Marcel le señala con el dedo.
—Yo soy la balanza, que es lo que me queda de explicar —dice Carlo sonriendo—. Represento el equilibrio entre vosotros dos: acusación y defensa.
—¿Qué desean estos abueletes? —pregunta el camarero.
—¡Qué niño tan simpático! —dice Marcel con ironía.
—¿Acaso miente? —Carlo mira a sus dos compañeros de mesa.
—Dejémonos de chorradas —sentencia Jaime—. Tráenos una gran jarra de sangría y unos vasos.
—¿Sangría? —pregunta Marcel desconcertado.
—¡Alegría, alegría! —El Profe levanta los brazos.
—No sé si habrá alguna ambulancia cerca —dice el camarero mirando a su izquierda.
—Oye, chaval —Jaime apoya las dos manos en la mesa en señal de levantarse—. ¿Quieres probar un buen jarabe para la tontería?
Marcel sujeta a su amigo del brazo.
—Qué poco sentido del humor tiene usted, buen hombre —dice el joven marchándose—. Los extranjeros son más receptivos.
—Los extranjeros no entenderán esos comentarios, pero yo sí.
—Vale, no hace falta gritar.
—¡Laura! —El italiano llama a una muchacha que pasea con su perro.
La joven se acerca.
—¡Profe!
Carlo se levanta y la saluda con dos besos y un abrazo.
—¡Qué guapa estás! Anda, siéntate un poco con nosotros.
—He salido para que ande un poco Logan —dice señalando al perro—.
—Venga, será solo un ratito.
Laura se acomoda en la silla que hay libre. Es alta, morena y lleva el pelo recogido en una larga coleta. Tiene un pequeño hoyuelo en la barbilla que la hace aún más atractiva. Viste tejanos pitillos y camiseta entallada y algo escotada, que funciona como un imán a los ojos de quien se cruza con ella. Si eso no es suficiente, sus grandes ojos verdes, adornados de prominentes pestañas, rematan una belleza como pocas.
—Te presento a Jaime y Marcel. Nos conocimos en el tren. Ellos son nuevos aquí.
Los tres se incorporan para saludarse con dos besos.
—¡Qué tendrá Benidorm que atrae tanto a los adolescentes de pelo blanco! —Laura levanta la mano en señal de excusa—. Me gusta llamaros así. Sois como niños descubriendo una segunda pubertad.
—Reconozco que es gracioso —dice Jaime.
Marcel se limita a sonreír levemente.
—Ya la veis —señala Carlo—. Además de guapa, ingeniosa.
—Y, como dice la canción —Marcel se toca la barbilla atraído quizá por el hoyuelo de la chica—, ¿qué hace una chica como tú en un sitio como este?
—Es una historia un tanto extraña, ¿verdad, Profe?
El camarero llega con la bandeja.
—Nos traes un vaso más cuando puedas —le pide el italiano.
—No faltaba más —dice el joven dejando la jarra en la mesa sin quitar la vista de Laura.
—¡Anda, cómo os cuidáis! —La muchacha agarra la cuchara de madera y da vueltas al líquido—. Así da gusto sentarse. Acercadme los vasos, yo os sirvo.
—Pues sí —asiente Carlo—, la historia de esta chica tiene su miga.
—¿Más que la tuya? —pregunta Jaime.
—Eso es imposible —apunta Marcel.
—Digamos que lo dejó todo por amor. —El Profe mira a Laura con ojos tiernos y da un buen trago de sangría—. Pero la cosa se complicó un poquito.
—Ojalá hubiera sido un poquito…
El camarero trae el vaso que faltaba.
—Yo te sirvo, guapa.
La chica le da las gracias y espera a que se marche para comenzar su relato.
—Estaba haciendo segundo de Periodismo en la Universidad de Valencia. No es que fuera muy aplicada, pero iba avanzando. El caso es que conocí a Diego, un chico guapísimo y rico; el más popular de la facultad. Su padre era constructor en pleno apogeo de la burbuja inmobiliaria. Me enamoré perdidamente. ¿Qué chica no hubiera sucumbido a ello? Él era un pésimo estudiante. Un día me dijo que dejaba los estudios. Su padre, que lo necesitaba en la empresa, le puso un despacho y un gran sueldo. La cosa fue a más muy rápidamente. Enseguida se hizo popular entre los colegas del gremio. Tenía carisma y era buen vendedor.
—No hacía falta ser muy bueno —apunta Jaime, cortando el relato de la joven—. Entonces se vendía todo y a precio de oro, hasta lo más cutre.
—Eso es cierto— afirma Laura—. El caso es que además triunfaba entre las señoras de la alta sociedad.
—Vaya, esto se pone interesante.
—¡Qué manía tienes con no dejar hablar! —Marcel mueve la cabeza en señal de desesperación.


Continuará.

jueves, 2 de abril de 2020

NOVELA POR ENTREGAS. CAPÍTULO 5 (SEGUNDA PARTE)





El policía se dirige hacia la puerta y la abre.
—Será mejor que descanse. No se preocupe, nosotros nos ocuparemos de todo.
—Llámeme en cuanto sepan algo, por favor.
—Descuide, será muy pronto, ya lo verá.

Roger abandona las dependencias policiales. Sale hacia la derecha y se introduce en la calle del Doctor Joaquim Pou. Ya divisa la catedral. Ese es su destino. Al llegar a la plaza, se detiene y respira hondo. Es uno de los lugares preferidos de su padre. Recuerda la de veces que ha estado allí en acontecimientos importantes de la familia y fiestas solemnes, pero si hay uno especial, ese fue el día que conoció al entonces arzobispo de Barcelona: el cardenal Ricard Maria Carles.

Era un adolescente que, como la mayoría en esos casos, asistía a regañadientes a una de las misas dominicales oficiadas por el cardenal. El dos de junio de 1996, tras la homilía, los numerosos feligreses que abarrotaban la catedral aplaudieron y vitorearon con gritos de “¡Viva el cardenal!” en un gesto de adhesión a la persona del arzobispo. Roger no comprendía nada, pero su padre se lo explicó. Le dijo que Ricard Maria Carles había sido acusado por fiscales italianos de haber colaborado con la Camorra napolitana en una trama de blanqueo de capitales y de tráfico de armas y material radioactivo. El cardenal expresó su satisfacción por esta muestra de apoyo, asegurando que ya Jesucristo dijo que "se recibirá cien veces más con persecuciones". Cuando terminó la misa, Ricard Maria Carles abandonó el altar mientras se oían nuevos aplausos. Marcel, junto a su esposa e hijo, aguardaron sentados a que no quedara nadie. Entonces, al cabo de unos siete minutos, apareció de nuevo el arzobispo y se dirigió a ellos. Era un hombre de pelo blanco peinado hacia atrás, gafas de montura metálica y rostro afable. Marcel y el prelado se fundieron en un abrazo. Se conocían de hace muchos años, cuando Carles era obispo de Tortosa y el padre de Roger estaba destinado en una sucursal de la Caixa de la misma ciudad. Hicieron buenas migas y mantuvieron el contacto hasta la muerte del cardenal en 2013. Marcel siempre creyó en la inocencia de Carles y lo defendió públicamente allí donde se ponía en credibilidad su reputación. Tras hablar unos minutos, el prelado se despidió no sin antes aconsejar a Roger que siempre tuviera a su padre como ejemplo en la vida.

El abogado se sienta a tomar un café en la terraza de la Taverna del Bisbe. Se lamenta de no poder hablar con Carles. Está seguro de que le hubiera dado grandes consejos en estos momentos de incertidumbre. Intenta pensar, por vez primera desde la desaparición, en los motivos reales que han podido llevar a su padre a tomar esa decisión. Ha sido siempre su principal referente. Un hombre modélico, sin vicios, entregado a su familia y a su trabajo (por este orden). Es verdad que la enfermedad de su madre supuso un duro golpe para él, sacrificar toda una vida anterior de felicidad, que no de excesos. Es consciente de que los últimos años no han sido fáciles, de que no ha estado con él el tiempo suficiente, de que no le ha devuelto todo lo que le ha dado. Quizá ahora sea demasiado tarde. Se atormenta por un instante, pero levanta la cabeza y, entre la multitud de turistas que van y vienen, siente un hilo de esperanza que agarra con fuerza. Se promete a sí mismo que, si aparece, le demostrará todo el amor que un hijo puede dar a un padre. Roger apura el café y busca en su teléfono sus últimas llamadas. Marca uno de los números.
—Carlos, soy yo otra vez.
—¿El hijo del amigo de mi padre?
—El mismo.
—¿Hay noticias?
—Para eso precisamente te llamaba. He estado investigando y no existe viaje organizado alguno a Andalucía. Solo había uno del IMSERSO, que puso en marcha el Ayuntamiento, pero que ya se hizo en primavera.
Se hace el silencio.
—¿Carlos?
—Sí, sigo aquí. No sé, me dejas confundido, la verdad.
—Verás, he puesto una denuncia por desaparición en la Jefatura Provincial de Policía. Ya están investigando. Me llamarán en cuanto averigüen qué medio de transporte han podido tomar…
—Dando por hecho que estén juntos —interrumpe el hijo de Jaime.
—¿Acaso lo dudas después de haberte mentido?
—Mira, no creo que sea el momento de reprochar nada a nadie, porque en ese caso…
—No te reprocho nada, Carlos. Solo intento…
—Yo creo en mi padre, y mantengo la esperanza de que me llame en las próximas horas. Es lo que me dijo. Si no ha querido desvelarme cuál es su destino, allá él. Imagino que tendrá sus razones. Ha sufrido mucho y está muy solo, pero yo no puedo presentarme allí de buenas a primeras.
—Lo sé, pero si continúan sin dar señales de vida, tendrás que venir.
—Claro. Me has dicho que la policía ya está detrás del paradero de tu padre, ¿no?
—Así es.
—Vamos a hacer una cosa —dice Carlos—. En cuanto sepas algo llámame. Con lo que me digas tomaré o no la decisión de coger un vuelo urgente.

Roger comprende la situación en la que se encuentra el hijo de Jaime. No es lo mismo vivir en Alemania que en Gerona. Aunque, también es cierto, que por un padre bien vale hacer los kilómetros que sean necesarios. Muchas veces el trabajo y la vorágine del día a día hacen imposible el contacto familiar aún encontrándose en la misma ciudad o incluso a escasos metros. Todo es cuestión de voluntad o, más sencillo todavía, de amor.

El teléfono de Roger vibra sobre la mesa. El número es largo, como suele corresponder a organismos públicos. Atiende la llamada con expectación.
—Señor Badía, ya tenemos algo.
—¿Ya saben dónde está?
—Calma, poco a poco —responde el oficial de policía—. Ha sido más fácil de lo esperado. Solo hemos tratado de intuir los pasos que hubiera dado cualquier persona en la situación de su padre.
Se hace un pequeño silencio. Roger no se atreve a seguir preguntando. El agente continúa.
—Un tal Marcel Badía entró la semana pasada en una agencia de viajes situada en su misma calle, concretamente en el número 95.
—Munditravel —apunta Roger.
—Exacto. Su padre adquirió allí su billete de tren para Alicante con salida a las siete de la mañana de hoy.
El hijo de Marcel da un profundo suspiro.
—Eso no es todo —prosigue el policía—. Hay algo más.
—¿A qué se refiere?
Su padre compró tres billetes.



Continuará.