jueves, 30 de enero de 2020

NOVELA POR ENTREGAS. CAPÍTULO 1 (SEGUNDA PARTE)










Entrada anterior.

—Pero bueno, ¿qué demonios ha pasado aquí? —pregunta brazos en jarra.
—Si estaban tan animados hace un rato —apunta la camarera.
Jaime se sienta sin dar explicaciones y retira la sopa.
—Sácame el segundo plato cuando puedas, Silvia.
—¿No quiere que se la vuelva a calentar?
—No —dice secamente sin apartar la vista de la mesa.
José Antonio se acomoda en la silla que ocupaba Marcel.
—Jaime, no te preocupes, todo se arreglará. Ya verás qué pronto se le pasa el enfado.
Silencio como respuesta.
—No sois unos críos, joder. A mí me duele mucho esta situación, ¿sabes por qué?
Más silencio.
—Porque os quiero, ¡hostia! El día que no venís alguno de los dos —continúa el dueño— se me cae el alma a los pies. Sé que no lo hacéis por ahorraros tres euros en la comida, como les pasa a otros. Vosotros en eso no tenéis problema. Sin embargo, sí necesitáis cambiar de aires, hablar con otras personas, ver un ambiente distinto…
—No he querido…
—Mira, no sé que le has dicho, pero estoy convencido de que no has pretendido faltarle. Te conozco.
Silvia aparece con el plato.
—El bacalao está exquisito. Le va a encantar.
—Insinué que él también se encuentra solo, ya sabes… por la enfermedad de su mujer. Pero no era mi intención…
—Déjalo, Jaime. —José Antonio se levanta—. No debes darle más vueltas. Mañana entrará Marcel como si no hubiera pasado nada.
El anciano asiente y coge los cubiertos para dar buena cuenta del pescado.
—Anda, termina tranquilo —dice el dueño regresando a sus quehaceres—. Ah, y avísame cuando te marches, quiero ver cómo te vas.

Marcel Badía llega a su casa. Es el número 77 de la calle Bailén, un edificio señorial de cinco alturas con fachada de piedra y tres balcones por planta. Ha vivido en él desde que se casó, hace ya cincuenta y cuatro años. Frente al portal tiene un aparcamiento de motos que siempre está lleno, y dos números más adelante, un negocio de venta y reparación, también de motos, que ocupa toda la esquina. No soporta el incesante ruido que hacen esas dichosas máquinas de dos ruedas desde el alba hasta el ocaso del día e incluso de madrugada. Le crispan los nervios. Nada comparable a la tranquilidad que se respiraba antes de que aparecieran. Su piso es el segundo. Conchita, una de las cuidadoras, está dando de comer a Montse. Después la acuesta y se va. A las cinco suele venir Patricia, que se hace cargo de ella hasta las diez. La mujer de Marcel padece el síndrome de Guillain-Barré, un problema de salud grave que ocurre cuando el sistema de defensa del cuerpo ataca parte del sistema nervioso por error. Lo contrajo hace veintiocho años. Poco a poco fue perdiendo movilidad hasta llegar a la parálisis casi total. Todo surgió a raíz de un simple herpes que apareció en su brazo izquierdo. A los pocos días se dio cuenta de que le costaba mucho mover cualquier parte del cuerpo. Tras un sinfín de pruebas le diagnosticaron la enfermedad. Un alto porcentaje de los afectados suele recuperarse por completo en menos de un año, según les dijo el especialista médico. Pero Montse no solo no avanzó en el tiempo pronosticado, sino que además, tres años más tarde, sufrió un ictus que le afectó al habla y a otras partes del cerebro.
—Qué pronto sube hoy —dice Conchita sin dejar lo que está haciendo.
—No tenía hambre —responde Marcel.
—Pocas veces tiene y sin embargo no regresa tan temprano.
—No tengo por qué darte explicaciones. ¿Has terminado?
—¡Vaya por Dios! Cuando está usted enojado no se le puede ni hablar.
La cuidadora deja el plato sobre la mesa, limpia la boca de Montse con cuidado y la lleva a su dormitorio. Allí, con la ayuda de una grúa eléctrica, la levanta de la silla y la mete en la cama. Ya ha acabado su labor diaria.
—Hasta mañana, señor. Espero que se le pase pronto el mal humor.
Adeu, Conchi. —El anciano se despide sin mirarla.
Marcel entra a ver a su esposa. Ella lo mira, pero no lo ve; lo oye, pero no lo escucha. Él la besa en la mejilla, la tapa un poco más y sale del cuarto. Es la misma escena que se viene repitiendo desde hace veinticinco años. Después se sienta en su butaca a ver el informativo, da una pequeña cabezada y espera a que llegue la segunda cuidadora del día. A veces, mientras descansa, le da por recordar los años felices, las escapadas a Tossa de Mar, donde tenían un pequeño apartamento con vistas al Mediterráneo y un grupo de amigos, de la misma urbanización, con los que pasaron una época inolvidable. Tras lo de Montse, le cedió a su hijo la vivienda veraniega, pero este la vendió hace diez años y se compró otra en Blanes. A Marcel no le importó. Era consciente de que aquellos años no iban a volver, de que tenía que aprender a vivir una vida totalmente distinta sin salir de casa y sin más aliciente que el de comer en el bar de la esquina. Para un fervoroso creyente como él, Dios lo había querido así y por ello tenía que aceptarlo de la mejor manera posible. Pero ¿es necesario entregar más de un tercio de una vida a ese sacrificio? ¿Qué pasaría si no lo hiciera? Marcel se levanta de repente y entra en el aseo más pequeño de la casa. Moja su cara y se mira en el espejo. Acaba de tomar una decisión que no tendrá vuelta atrás.


Continuará.

lunes, 27 de enero de 2020

TODO ES EFÍMERO

"Nos pasamos la vida esperando que pase algo y lo único que pasa es la vida". ¿Cuántas veces has escuchado esta frase? ¡Y qué verdad es! Siempre estamos esperando, durante días, semanas, meses e incluso años, a que llegue una celebración especial, un acontecimiento único, un evento deportivo sin igual... Y cuando llega, transcurre casi sin darnos cuenta, sin apenas saborearlo. ¿Por qué? Muy fácil: porque estamos pensando ya en el siguiente cuando todavía no ha acabado el actual. 

Ayer fue un día importante para el deporte español. La selección de balonmano masculina cosechó su segundo Campeonato de Europa consecutivo. En waterpolo, las chicas ganaron en la final a Rusia mientras los chicos perdían a penaltis contra los anfitriones: Hungría. A nivel local (para mí), en fútbol, se jugó el derbi riojano de Segunda B entre la U.D. Logroñés y el C.D. Calahorra, que acabó con empate a cero. Acontecimientos, todos ellos, esperados con ansia desde hace días por los aficionados a estos deportes. En menos de dos horas ya había acabado cada uno de ellos y ya se estaba pensando en torneos venideros, sin apenas celebración. Hoy se han resumido estos logros en los distintos medios de comunicación y punto. Mañana ya no hablará nadie de ello. Ya es pasado. Con el tiempo, de vez en cuando, aprovechando canales como YouTube, nos dará por recordar tal o cual partido de la selección o de nuestro equipo favorito. Se hará algún programa especial cuando se cumplan diez o veinte años de la azaña en cuestión, pero nada más. Todo pasa a formar parte del disco duro del pasado.

Todo es efímero. El tiempo es una hoja cortante que va seccionando los segundos uno a uno. No hay vuelta atrás. Hasta que no consigamos viajar en el tiempo, ya sea al pasado o al futuro, y me consta que se está trabajando en ello y que se han conseguido algunos minúsculos avances, nos tendremos que conformar con vivir el presente de la mejor manera posible. Esos momentos tan esperados, como los que he mencionado anteriormente, por ejemplo, debemos vivirlos como lo que son: únicos. Hay que disfrutar cada instante como si fuera el último de nuestra vida y no perder el tiempo discutiendo por cosas intrascendentes. Cosas que nos enseñan, cual anzuelo, desde las televisiones para que mordamos y nos enredemos en ellas; para que no pensemos en lo realmente importante o sencillamente para que no pensemos. Y termino este breve post con una estrofa de un poema que escribí hace mucho tiempo y que pese a ser una obviedad no deja de ser cierto: 

Hoy vivir, siempre vivir.
Vivamos el presente,
que el pasado ya está ausente
y el futuro por venir.
Hoy vivir, siempre vivir.

jueves, 23 de enero de 2020

NOVELA POR ENTREGAS. CAPÍTULO 1 (PRIMERA PARTE)

Si hace apenas cinco días puse en marcha este blog, hoy quiero introducir una sección semanal nueva. Se trata de una novela por entregas que iré publicando cada jueves a partir de las diez de la noche, si no hay razón imperiosa que me lo impida. Voy escribiendo sobre la marcha... A ver hasta dónde llegamos escritor y lectores. Deseadme suerte; la voy a necesitar.


1

Jaime no teme a la muerte. Ha recibido ya tres veces su visita: la primera, llevándose a su hija en un accidente de tráfico con tan solo veintisiete años; la segunda, haciendo lo propio con su mujer tras un rápido cáncer de páncreas, justo cuando comenzaban a disfrutar la jubilación; y la tercera se encuentra aún con él, porque Jaime, a sus ochenta y dos, está muerto en vida.
—Aquí tiene su barra —dice la panadera entregándole el pan—. Y a ver cuándo se recoge, que está usted muy solo. Necesita compañía y alguien que le atienda.
—Prefiero vivir entre mis recuerdos, por tristes que sean, que ver cómo limpian los mocos y el culo a los demás en una residencia.
Jaime usa el pan para la cena. Suele hacerse sopas de ajo un día sí y otro no. A comer acude al restaurante Stickers, en la calle Consell de Cent esquina con Bailén. Sus dueños pusieron hace tres años un menú especial para la tercera edad a seis euros, cuando el normal cuesta tres más. Es una comida compuesta por platos de cuchara muy bajos en sal. También lo sirven para llevar. Allí comparte mesa con Marcel, otro jubilado con el que ha hecho buenas migas.

Jaime Torrado llegó a Barcelona siendo un niño de doce años. Nació en Villanueva de la Serena, provincia de Badajoz, desde donde se trasladó con su familia. Era el menor de cuatro hermanos.  Su padre encontró trabajo en Can Sala, una mítica fábrica del Bon Pastor, gracias a una tía que había servido muchos años en casa de los dueños. Al principio vivieron en la propia fábrica, junto a otros obreros, hasta que pudieron ocupar una de las viviendas construidas para ellos en el barrio. El propio Jaime comenzó su andadura laboral en esa empresa cuando cumplió los catorce. Estuvo casi cuatro temporadas, pero no le gustaba. No soportaba el olor tan fuerte del tinte, y eso que les obligaban a beber leche para evitar que se desmayaran. En cuanto pudo se marchó. Conoció a una muchacha de Cornellá en una fiesta. Sus padres regentaban un bar en esa localidad del Llobregat y le ofrecieron trabajo de camarero. Después pasaron los años, se casaron y heredaron el negocio hostelero. Trabajaron mucho y les fue muy bien. La trágica muerte de su hija supuso un mazazo terrible y originó grietas en el matrimonio, pero la intensa y constante labor que requería el bar les ayudó a soportarlo. Carlos, el hijo pequeño, no quiso saber nada del negocio familiar, en el que echaba una mano siempre que podía, y se marchó a Alemania. Allí se casó y tiene dos hijos. Es ingeniero y trabaja en Siemens, dentro del departamento de investigación y desarrollo. Hace mucho que no viene a España. Su hija pequeña, de siete años, aún no conoce a su abuelo. El matrimonio Torrado se mudó a Barcelona tras la jubilación de Jaime. Tuvieron la suerte de vender el bar en pleno funcionamiento y comprarse un piso en el Ensanche, donde siempre quiso vivir Carmen. Pero la mala suerte quiso que dos años después la mujer enfermara y falleciera a los pocos meses.

Marcel Badía está sentado en la mesa de siempre. Espera la llegada de su amigo leyendo La Vanguardia. Hace un mes cumplió setenta y nueve años, pero no los aparenta. Es alto, delgado y con un fuerte pelo cano peinado impecablemente a raya. Trabajó toda su vida en banca: primero en Banca Catalana y después en El Banco de Vizcaya, que se había hecho con la mayoría de acciones de la entidad catalana tras la crisis de esta en 1983. Se prejubiló sin cumplir los sesenta, cuando ostentaba el cargo de director de una sucursal del entonces BBV. Dos años después, su mujer contrajo una enfermedad de las denominadas raras que disminuyó bastante sus facultades mentales y la dejó postrada en una silla de ruedas hasta hoy. Todos los planes de viajes que habían diseñado se vinieron abajo. Tienen un único hijo, que posee un bufete de abogados en Gerona, y dos nietas al las que ven en contadas ocasiones.

Jaime llega y se sienta en la silla que viene ocupando desde hace casi tres años. Su figura no es tan estilizada como la de su compañero de mesa; un botón de la camisa situado justo encima del cinturón parece estar a punto de saltar por los aires. Su altura no alcanza el metro setenta y el pelo gris apenas le cubre las sienes y la nuca.
—Has venido pronto hoy —dice al acomodarse.
—Quería leer un poco la prensa.
—Ya veo que no has tenido una mañana tranquila.
—Como todas, pero… —Marcel hace un gesto con la mano para exagerar sus palabras.
—Llevas un montón de tiempo así.
—Gracias por recordármelo.
—No me malinterpretes. Solo que…
—¿Qué? ¿Qué quieres que haga, Jaime? Tú has sufrido la pérdida de dos seres queridos y estarás muy jodido, pero puedes hacer lo que te plazca. Yo no.
—¿Otra vez? Hemos hablado muchas veces de esto y siempre acabamos discutiendo.
—¿No llevo razón?
—Sal más de casa, Marcel. Tu mujer está bien atendida.
—Mi dinero me cuesta. ¿Y qué quieres que haga? Ya como aquí contigo para cambiar de aires y poder hablar con alguien.
—Eres un hombre que tiene don de gentes. Podrías echar una mano en alguna ONG, hacerte de alguna asociación o de algún club…
—Sí, del de petanca. ¡Venga, ya! ¿Por qué te empeñas en resolverme la vida cuando tú ni siquiera vives?
—Igual es porque te aprecio, ¿no crees?
—Joder, y yo a ti. Pero ¿por eso tenemos que amargarnos la comida?
La camarera hace aparición con los primeros platos.
—¿Ya están otra vez discutiendo? A comer y a callar, que se va a enfriar la sopa.
Los dos sonríen y comienzan a usar la cuchara.

Cuando abrió sus puertas el Stickers, Marcel contempló la posibilidad de evadirse unas horas de casa y respirar otro ambiente. El cuidado de Montse, su mujer, llevaba atándole las veinticuatro horas del día desde hacía quince años. Pese a contar con dos señoras que la atienden desde el amanecer hasta el anochecer, el empleado de banca jubilado no veía bien abandonarla ni un minuto. Su arraigado fervor religioso y su conciencia le impedían el más mínimo disfrute fuera del hogar, y eso que su hijo le instaba a ello. Todo cambió al entrar por primera vez en el restaurante y ver a Jaime. Conocía su situación, ya que habían coincidido varias veces en la panadería o comprando el periódico. Desde aquel día comparten mesa, confidencias y discusiones, bien sea por política, fútbol o por la situación personal de cada uno, como hemos visto. Nunca dos personas tan antagónicas han hecho tan buenas migas. Marcel es conservador, votante de la derecha nacionalista y seguidor del Barça, mientras que Jaime es socialista y perico. Se lanzan las clásicas puyas para picarse el uno al otro, pero sin perderse en ningún momento el respeto. 

—No sé cómo puedes comerte la sopa con lo que quema —dice Marcel dejando la cuchara en el plato.
—Mira que eres finolis, macho.
—No es cuestión de ser finolis, pero mi lengua está abrasada.
—¿Desde cuándo no hablas con Guillem? —pregunta Jaime mirándole fijamente a los ojos.
—¡Alto! —Marcel levanta la mano—. Dijimos que no hablaríamos de los hijos.
—Solo te he hecho una pregunta.
—No, Jaime. Intentas meter el dedo en la llaga. Yo también podría preguntarte lo mismo y no lo hago.
—El mío está en Alemania.
—¿Y qué?
—Joder, pues que no pueden venir así como así. Sin embargo…
—Siete años, Jaime, siete años. ¿No ha podido venir en todo ese tiempo para que conocieras a tu nieta?
Jaime deja de comer y retira el plato. Seca su frente y el resto de la despoblada cabeza con la propia servilleta mientras baja la mirada para no ver a su amigo.
—¿Lo ves? —Marcel le agarra del brazo—. Si quedamos en no sacar más este tema, es por algo. No tienen disculpa, ni el tuyo ni el mío, estén donde estén. Les importamos una mierda.
—Son las nueras.
—¡Y dale! Te equivocas en eso. Ellos son nuestros hijos y si quisieran ver a sus padres, vendrían todos sin rechistar. Y más a ti que estás solo.
—¿Y tú? —dice Jaime señalándole—. ¿Cómo estás tú?
Marcel mueve la cabeza, más que como negación, en señal de no entender nada.
—Lo siento. —Torrado se ha dado cuenta de su error—. No quise decir eso.
—Pero lo has dicho.
—Te pido disculpas. Yo…
—¿Sabes que te digo? —Marcel se pone en pie y arroja la servilleta al suelo—. Que me voy.
—No, espera —dice Jaime intentando frenarle sin conseguirlo—. Me conoces bien y sabes que no he querido dañarte.
Todos los comensales se han percatado de lo ocurrido y permanecen en silencio. También José Antonio, el dueño, que ha salido de la cocina disparado.


Continuará.

lunes, 20 de enero de 2020

MI EXPERIENCIA CERCANA A LA MUERTE



Estoy seguro de que habréis escuchado decenas de testimonios de personas que han vivido una o más ECM (experiencia cercana a la muerte). YouTube, por ejemplo, está plagado de vídeos con este tipo de casos, si bien es cierto que no todos son serios y rigurosos, sí los hay que sorprenden. La ciencia intenta dar su explicación, pero existen situaciones que escapan a ella y a la razón. Muchas personas aseguran haber visto su cuerpo material tendido en la mesa de operaciones de un quirófano desde una posición algo elevada. Y no solo eso, sino que han descrito con todo lujo de detalles lo que allí acontecía. Todo ello, naturalmente, mientras estaban  inconscientes, monitorizadas y algunas incluso después de haber sido reanimadas tras sufrir una parada cardiorrespiratoria.

Tina Hines, vecina de Arizona (Estados Unidos), sufrió un infarto en febrero de 2018. Su marido le práctico durante diez minutos una RCP (reanimación cardiopulmonar) mientras llegaba la ambulancia. Durante el trayecto hacia el hospital le aplicaron el desfibrilador hasta en tres ocasiones, y otras tantas cuando llegaron. Finalmente, tras casi media hora, los médicos consiguieron revertir el paro cardíaco de la paciente. Tina abrió los ojos, pidió papel y lápiz y escribió: It,s real. La mujer había estado exactamente 27 minutos con su corazón parado y lo primero que quiso hacer es dejar constancia por escrito de algo que explicaría más adelante. Aseguró que vio como salía de su cuerpo e iba hacia el techo de la habitación. Desde allí dijo ver una figura de pie junto a una puerta oscura que daba paso a una luz brillante. Según ella, todo era muy real y los colores muy vivos.

La Universidad de Míchigan realizó un estudio científico con roedores donde, como conclusión, se detectó elevada actividad eléctrica en el cerebro después de la muerte clínica. El estudio confirma que el cerebro se activa cuando estamos muriendo y sufre un notable incremento de su actividad.

Después de esta introducción, voy a contaros mi experiencia personal de "ECM". Entrecomillo las siglas porque, en mi caso, ni tuve la percepción de abandonar el cuerpo físico ni de verlo desde arriba ni de siquiera ver la luz al final del tunel. Por eso no sé exactamente cómo denominarlo, aunque realmente sí me ocurrió algo extraño. Veréis:

Era una tarde de verano de hace treinta años. El coche donde viajaba con un amigo se salió de la carretera por el margen derecho (es lo último que recuerdo). Dimos varias vueltas de campana y salí despedido. Perdí el conocimiento durante veintitantos minutos, fruto del traumatismo craneal que sufrí. Se considera traumatismo craneoencefálico leve aquel cuya pérdida de conciencia no llega a la media hora; rondando estuve. Como consecuencia del accidente me fracturé varias costillas y me extirparon el bazo. Es algo frecuente en situaciones de este tipo. Pero ¿qué sentí durante el tiempo que estuve inconsciente? Me lo han preguntado muchas veces y, quitando a familiares, nunca lo he contado.
Me encontraba durmiendo plácidamente en mi cama de casa de mis padres, donde vivía entonces. Era el sueño más dulce y placentero que jamás he tenido en mi vida. Yo no me veía desde fuera, como ya he dicho, pero sentía estar allí plenamente, era muy real, estaba metido en mi cama. Es más, creo que tuve sueños muy bellos, pero al igual que ocurre en la realidad, no los recordé al despertar. Sentía el roce de la sábana, el hundimiento de la almohada, el ruido al moverme. No tenía ganas de despertar, estaba tan bien... Juraría que hasta abrí los ojos en determinado momento y vi mi habitación como siempre, con la ropa en la silla, con los posters en las paredes, el escritorio a mi derecha, las cortinas de la ventana... ¡Era todo tan real!
Y digo "era" porque oí voces y desperté. Me zarandeaban levemente mientras miraba a uno y otro lado. Yo estaba aturdido, no comprendía nada. No estaba en mi cuarto. Me encontraba tumbado boca arriba en la cuneta de una carretera, junto a una madre de agua, de la que después me enteré que me habían sacado a tiempo. ¿Cómo era posible? ¡Si yo estaba tan tranquilo en mi cama! ¿Qué coño hacía yo allí tirado en el suelo? ¿Por qué me miraban todos con preocupación? ¿Por qué escuchaba sollozos? Después me vi en una ambulancia. Escuchaba la sirena. No me dolía nada, la verdad. Seguía algo aturdido y no comprendía por qué el conductor decía por radio que se prepararan las urgencias a su llegada, que llevaba un posible cadáver...

Nunca hablé del asunto, aunque reconozco que siempre me ha acompañado. Cuando te ocurre algo así, amas la vida todavía con más fuerza. Te das cuenta de que no merece la pena discutir por banalidades ni amasar una fortuna, pero lo más importante es asimilar que la muerte es el proceso más natural que existe y que después, cuando sea, ojalá que dentro de muchos años, habrá algo incluso mejor. ¿Por qué no pensarlo?

sábado, 18 de enero de 2020

Y PASA LA VIDA SIN DARNOS CUENTA


Vivimos sumidos en una vorágine diaria y a un ritmo tan trepidante que nos impide ver la realidad de nuestra existencia o, lo que es lo mismo, vivir. Tanto el trabajo como las actividades lúdicas a las que nos apuntamos para, curiosamente, desestresarnos hacen que nuestra mente transcurra siempre por el carril equivocado. No vemos o dejamos de lado, ya sea consciente o inconscientemente, la vía de la tranquilidad y el sosiego. No digo que haya que ir siempre por ahí, ni mucho menos, pero sí debería ser nuestro camino principal en una vida que no sabemos a qué destino nos lleva ni cuánto tardaremos en llegar. 

Sé que es muy fácil decirlo, pero creo que todos deberíamos buscar un tiempo diario para la desconexión. Unos minutos para sentarnos y hablar con nosotros mismos, hacernos unas cuantas preguntas, buscar el sentido a nuestra existencia... Y quizá no sea la cama, en los últimos momentos del día, el lugar más adecuado para hacer dicho ejercicio de reflexión. Llegamos tan cansados a ella que nuestra mente solo está en modo off. Otro día hablaré de los sueños; hoy no toca. Puede no ser sencillo encontrar unos minutos libres al día donde establecer un paréntesis, pero los hay. Tampoco el ánimo es muchas veces el más adecuado para ponerse a mirar al más allá, todo es cuestión de práctica en esta vida. Lo que está claro es que necesitamos una luz que nos ilumine en los momentos más amargos, pero esa luz también hay que ganársela. No podemos dar continuamente la espalda a la realidad y pretender después una rauda solución a nuestros problemas.

Todas las religiones nacieron para dar respuesta al porqué de nuestra existencia y para hablarnos de trascendencia. No voy a entrar en materia de si hay vida después de la muerte (prefiero decir vida después de la vida), al menos en este post; tiempo habrá para ello, no lo dudéis. El texto de hoy es para plantearnos, por si no nos habíamos dado cuenta, lo tremendamente rápido que pasa la vida. Lógicamente, hasta que no se llega a cierta edad no le da a uno por pensar en este tipo de cuestiones. Y, además, se necesitan motivos para ello. Uno es ver crecer a los hijos (si se tienen, por supuesto). Es el ejemplo más claro del transcurrir frenético de la vida. No merece la pena fustigarse por haber o no hecho tal o cual cosa. Está bien repasar la vida que lleva uno; pero lo hecho, hecho está. Más bien esa revisión sirve para el futuro más inmediato, para sacar el máximo provecho de una vida cuyo límite no conocemos, para disfrutar de cada segundo que se nos ha regalado en este mundo. Porque, independientemente de que creamos o no en la existencia de otra vida después de ésta, no hay motivos para dejarla pasar como si nada. Un simple banco en medio de un parque, entre árboles, susurros del viento, cantos de pájaros e incluso gritos alegres de niños, es suficiente para comenzar de verdad a vivir.