—Si estaban
tan animados hace un rato —apunta la camarera.
Jaime se
sienta sin dar explicaciones y retira la sopa.
—Sácame el
segundo plato cuando puedas, Silvia.
—¿No quiere
que se la vuelva a calentar?
—No —dice
secamente sin apartar la vista de la mesa.
José Antonio
se acomoda en la silla que ocupaba Marcel.
—Jaime, no
te preocupes, todo se arreglará. Ya verás qué pronto se le pasa el enfado.
Silencio
como respuesta.
—No sois
unos críos, joder. A mí me duele mucho esta situación, ¿sabes por qué?
Más
silencio.
—Porque os
quiero, ¡hostia! El día que no venís alguno de los dos —continúa el dueño— se
me cae el alma a los pies. Sé que no lo hacéis por ahorraros tres euros en la
comida, como les pasa a otros. Vosotros en eso no tenéis problema. Sin embargo, sí necesitáis cambiar de aires, hablar con otras personas, ver un
ambiente distinto…
—No he
querido…
—Mira, no sé
que le has dicho, pero estoy convencido de que no has pretendido faltarle. Te
conozco.
Silvia
aparece con el plato.
—El bacalao
está exquisito. Le va a encantar.
—Insinué que
él también se encuentra solo, ya sabes… por la enfermedad de su mujer. Pero no
era mi intención…
—Déjalo,
Jaime. —José Antonio se levanta—. No debes darle más vueltas. Mañana entrará
Marcel como si no hubiera pasado nada.
El anciano
asiente y coge los cubiertos para dar buena cuenta del pescado.
—Anda,
termina tranquilo —dice el dueño regresando a sus quehaceres—. Ah, y avísame
cuando te marches, quiero ver cómo te vas.
Marcel Badía
llega a su casa. Es el número 77 de la calle Bailén, un edificio señorial de
cinco alturas con fachada de piedra y tres balcones por planta. Ha vivido en él
desde que se casó, hace ya cincuenta y cuatro años. Frente al portal tiene un
aparcamiento de motos que siempre está lleno, y dos números más adelante, un
negocio de venta y reparación, también de motos, que ocupa toda la esquina. No
soporta el incesante ruido que hacen esas dichosas máquinas de dos ruedas desde
el alba hasta el ocaso del día e incluso de madrugada. Le crispan los nervios.
Nada comparable a la tranquilidad que se respiraba antes de que aparecieran. Su
piso es el segundo. Conchita, una de las cuidadoras, está dando de comer a
Montse. Después la acuesta y se va. A las cinco suele venir Patricia, que se
hace cargo de ella hasta las diez. La mujer de Marcel padece el síndrome de
Guillain-Barré, un problema de salud grave que ocurre cuando el sistema de
defensa del cuerpo ataca parte del sistema nervioso por error. Lo contrajo hace
veintiocho años. Poco a poco fue perdiendo movilidad hasta llegar a la
parálisis casi total. Todo surgió a raíz de un simple herpes que apareció en su brazo izquierdo. A los pocos días se dio cuenta de que le costaba mucho mover cualquier
parte del cuerpo. Tras un sinfín de pruebas le diagnosticaron la enfermedad. Un
alto porcentaje de los afectados suele recuperarse por completo en menos de un
año, según les dijo el especialista médico. Pero Montse no solo no avanzó en el
tiempo pronosticado, sino que además, tres años más tarde, sufrió un ictus que
le afectó al habla y a otras partes del cerebro.
—Qué pronto
sube hoy —dice Conchita sin dejar lo que está haciendo.
—No tenía
hambre —responde Marcel.
—Pocas veces
tiene y sin embargo no regresa tan temprano.
—No tengo
por qué darte explicaciones. ¿Has terminado?
—¡Vaya por
Dios! Cuando está usted enojado no se le puede ni hablar.
La cuidadora
deja el plato sobre la mesa, limpia la boca de Montse con cuidado y la lleva a
su dormitorio. Allí, con la ayuda de una grúa eléctrica, la levanta de la silla
y la mete en la cama. Ya ha acabado su labor diaria.
—Hasta
mañana, señor. Espero que se le pase pronto el mal humor.
—Adeu,
Conchi. —El anciano se despide sin mirarla.
Marcel entra
a ver a su esposa. Ella lo mira, pero no lo ve; lo oye, pero no lo escucha. Él
la besa en la mejilla, la tapa un poco más y sale del cuarto. Es la misma
escena que se viene repitiendo desde hace veinticinco años. Después se sienta
en su butaca a ver el informativo, da una pequeña cabezada y espera a que
llegue la segunda cuidadora del día. A veces, mientras descansa, le da por
recordar los años felices, las escapadas a Tossa de Mar, donde tenían un
pequeño apartamento con vistas al Mediterráneo y un grupo de amigos, de la
misma urbanización, con los que pasaron una época inolvidable. Tras lo de
Montse, le cedió a su hijo la vivienda veraniega, pero este la vendió hace diez
años y se compró otra en Blanes. A Marcel no le importó. Era consciente de que
aquellos años no iban a volver, de que tenía que aprender a vivir una vida
totalmente distinta sin salir de casa y sin más aliciente que el de comer en el
bar de la esquina. Para un fervoroso creyente como él, Dios lo había querido
así y por ello tenía que aceptarlo de la mejor manera posible. Pero ¿es
necesario entregar más de un tercio de una vida a ese sacrificio? ¿Qué pasaría
si no lo hiciera? Marcel se levanta de repente y entra en el aseo más pequeño
de la casa. Moja su cara y se mira en el espejo. Acaba de tomar una decisión
que no tendrá vuelta atrás.
Continuará.