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Cuesta del Postigo, Calahorra |
Una vez ubicadas las puertas, todo era cuestión de probar si, como la del libro de Loureiro, aún poseían el magnetismo de la historia, algún otro tipo de atracción o quién sabe si extraños poderes. Así que tomé un dibujo de la muralla calagurritana y contemplé sus accesos detenidamente. Descarté en primer lugar el del Planillo (precisamente el único arco que queda en pie) por tener tras de sí numerosas leyendas, como la que os conté recientemente de la Virgen Lobera. No estaba por la labor de sufrir otro episodio de locura transitoria como el que tuve en la Puerta de San Jerónimo, ¿recordáis? La puerta que estuvo en la calle Grande tampoco me apetecía probar. “¿Qué hace este chalado haciendo el gilipollas en medio de la calle?” hubiera dicho alguien. Me quedé definitivamente con la del Postigo. Que fuera la más pequeña (de ahí su nombre) y estuviera algo alejada del mundanal ruido tuvo mucho que ver en mi decisión.
Hay
lugares de nuestra ciudad donde la historia, como si fuera una espesa niebla,
te atrapa y termina envolviéndote. Es lo que me sucedió a mí en plena Cuesta
del Postigo. Después de subir los ciento veintiocho escalones de esta empinada
calle, me detuve donde supuse debió estar la puerta más pequeña de acceso a la
ciudad amurallada. En un primer momento no me sucedió nada. Subí y baje los
peldaños como si entrara y saliera. Nada. Luego me paré un poco más abajo por
si me había equivocado en uno o dos metros. Pensativo, mirando a derecha e izquierda,
arriba y abajo, noté una ráfaga de aire repentina, como cuando agitas
violentamente un gran abanico o… cuando
se cierra una puerta a tu espalda. ¡Bloom!
Escuché a continuación el ruido de un portazo y el correr de un enorme cerrojo.
Miré asustado a mi espalda. La situación era la misma que hace escasos
segundos: nada. Me di cuenta de que aunque hubiera querido escapar de allí, no habría
podido, al menos hacia arriba. Algo, una fuerza extraña me impedía subir hacia
la Plaza Doctor García Antoñanzas. Por mucho que lo intentaba me era imposible.
Decidí bajar, sin correr, pero sobrecogido. A pocos metros me encontré un niño
llorando. Estaba sentado y con la cabeza entre las piernas.
—¿Qué
te ocurre? —le pregunté.
El
pequeño, de unos once años, levantó la cabeza y me miró extrañado.
—Me
han cerrado la puerta y no me dejan pasar —contestó señalando hacia arriba.
Llevaba
puesto un atuendo muy raro para un chico de su edad: una especie de vestido de
una sola pieza, atado con un cordel a la cintura, y unas sandalias marrones.
Dirigí la vista hacia donde me había indicado el muchacho, pero continuaba sin
ver nada.
—¿Qué
puerta? —pregunté extrañado.
—¡Esa,
cuál va a ser! Antonio no me quiere abrir.
—¿Antonio?
—Yo seguía en completo fuera de juego.
—Sí,
el vigía. —El chaval, ya algo más calmado, me miró nuevamente de arriba abajo—.
Usted no es de por aquí, ¿verdad?
—Claro
que soy de aquí. El que no tiene pinta de serlo eres tú. ¿Te has perdido?
—Nos
tienen prohibido salir solos, pero aproveché que unos mayores iban a río para
escabullirme detrás de ellos. Me vieron y me delataron. Y ahora, como castigo,
no me deja entrar…
—Antonio.
—Sí,
¿lo conoce? Hable con él, por favor. Mis padres me darán una buena reprimenda.
Le
ayudé a levantarse y subimos. Yo lo hacía medio metro por detrás, un poco a la
defensiva. El chico alzó la mano derecha y dio tres golpes al aire. Yo estaba
alucinado.
—Abrid,
por favor. Este señor quiere entrar.
Parece que se ha perdido.
—¿Qué
haces, chaval? —pregunté sin salir de mi asombro.
—¿Es
que no lo ves? —El muchacho continuaba hablando, mirando hacia arriba—. Está
aquí conmigo. Lleva una ropa muy rara.
—¿Con
quién demonios hablas? —quise saber.
—Con
Antonio.
—Joder,
con Antonio. Anda tira para arriba.
Imposible.
Mis piernas no obedecían la orden de pisar un escalón superior.
—Deje de dar patadas a la puerta, que ya nos van a abrir —me dijo el chico todo serio.
Tras dar las gracias, el pequeño echó a correr y se perdió de mi vista. Yo me dispuse a avanzar y sí, esta vez mis pies obedecieron y me dirigí a casa, no sin antes observar con detenimiento cualquier cosa que pudiera hacerme creer que allí había una puerta y alguien llamado Antonio para abrirla. Pero nada llamó mi atención.
Esa noche no pude dormir. Me preguntaba una y otra vez si aquello había sido fruto de mi bulliciosa imaginación o una especie de salto en el tiempo. Pero, si la respuesta era lo segundo, no tenía mucho sentido, porque ¿quién había cambiado de época? ¿El muchacho o yo? Yo había visto a alguien de otro tiempo en un escenario actual, pero a él le ocurría exactamente lo mismo: había hablado con alguien del futuro (yo) dentro de su misma era.
A
la mañana siguiente, bajé en el ascensor junto con el hijo pequeño de mis
vecinos. Al salir a la calle, lo estaba esperando un amigo para ir juntos al
colegio. Al ver al chico se me heló la sangre. Era él. Era el muchacho que había
visto en la Cuesta del Postigo. Me despedí de mi "vecinillo" y tomamos caminos
diferentes. Después de unos metros, me giré para ver cómo se iban. El amigo
de mi vecino también se volvió y saludó con la mano, al tiempo que me guiñaba un
ojo.
FIN
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