sábado, 30 de enero de 2021

EL POSTIGO

Cuesta del Postigo, Calahorra
Cuesta del Postigo, Calahorra
Hace pocos días terminé de leer La Puerta, la última novela de Manel Loureiro. Trata sobre una supuesta puerta ancestral situada en lo alto del monte Seixo, en Galicia, y que según los lugareños tiene ciertos poderes sobrenaturales. A raíz de esta lectura, recordé que en Calahorra también tenemos (bueno, más bien teníamos) puertas la mar de antiguas, concretamente las pertenecientes a la ciudad amurallada de Calagurris. Según la tradición calagurritana que recogen los historiadores, la muralla nacería en El Sequeral (actual calle Murallas), siguiendo por la calle Cabezo, continuaría por encima de la Cárcava, Planillo de San Andrés, Alforín, Cuesta de Juan Ramos, Justo Aldea, Cavas, Santiago el Viejo, Portillo de la Plaza, Cuesta de la Catedral y se cerraría debajo de San Francisco. Constaría de cinco puertas: el Arco de El Sequeral, bajo la Ciudadela; El Portillón o Arco del Planillo (arco de medio punto compuesto por catorce dovelas más clave); una tercera puerta situada junto al cementerio viejo; la llamada Puerta Vieja, en la calle Grande; y, por último, El Postigo, en la cuesta del mismo nombre.

Una vez ubicadas las puertas, todo era cuestión de probar si, como la del libro de Loureiro, aún poseían el magnetismo de la historia, algún otro tipo de atracción o quién sabe si extraños poderes. Así que tomé un dibujo de la muralla calagurritana y contemplé sus accesos detenidamente. Descarté en primer lugar el del Planillo (precisamente el único arco que queda en pie) por tener tras de sí numerosas leyendas, como la que os conté recientemente de la Virgen Lobera. No estaba por la labor de sufrir otro episodio de locura transitoria como el que tuve en la Puerta de San Jerónimo, ¿recordáis? La puerta que estuvo en la calle Grande tampoco me apetecía probar. “¿Qué hace este chalado haciendo el gilipollas en medio de la calle?” hubiera dicho alguien. Me quedé definitivamente con la del Postigo. Que fuera la más pequeña (de ahí su nombre) y estuviera algo alejada del mundanal ruido tuvo mucho que ver en mi decisión.


Hay lugares de nuestra ciudad donde la historia, como si fuera una espesa niebla, te atrapa y termina envolviéndote. Es lo que me sucedió a mí en plena Cuesta del Postigo. Después de subir los ciento veintiocho escalones de esta empinada calle, me detuve donde supuse debió estar la puerta más pequeña de acceso a la ciudad amurallada. En un primer momento no me sucedió nada. Subí y baje los peldaños como si entrara y saliera. Nada. Luego me paré un poco más abajo por si me había equivocado en uno o dos metros. Pensativo, mirando a derecha e izquierda, arriba y abajo, noté una ráfaga de aire repentina, como cuando agitas violentamente un gran  abanico o… cuando se cierra una puerta a tu espalda. ¡Bloom! Escuché a continuación el ruido de un portazo y el correr de un enorme cerrojo. Miré asustado a mi espalda. La situación era la misma que hace escasos segundos: nada. Me di cuenta de que aunque hubiera querido escapar de allí, no habría podido, al menos hacia arriba. Algo, una fuerza extraña me impedía subir hacia la Plaza Doctor García Antoñanzas. Por mucho que lo intentaba me era imposible. Decidí bajar, sin correr, pero sobrecogido. A pocos metros me encontré un niño llorando. Estaba sentado y con la cabeza entre las piernas.

—¿Qué te ocurre? —le pregunté.

El pequeño, de unos once años, levantó la cabeza y me miró extrañado.

—Me han cerrado la puerta y no me dejan pasar —contestó señalando hacia arriba.

Llevaba puesto un atuendo muy raro para un chico de su edad: una especie de vestido de una sola pieza, atado con un cordel a la cintura, y unas sandalias marrones. Dirigí la vista hacia donde me había indicado el muchacho, pero continuaba sin ver nada.

—¿Qué puerta? —pregunté extrañado.

—¡Esa, cuál va a ser! Antonio no me quiere abrir.

—¿Antonio? —Yo seguía en completo fuera de juego.

—Sí, el vigía. —El chaval, ya algo más calmado, me miró nuevamente de arriba abajo—. Usted no es de por aquí, ¿verdad?

—Claro que soy de aquí. El que no tiene pinta de serlo eres tú. ¿Te has perdido?

—Nos tienen prohibido salir solos, pero aproveché que unos mayores iban a río para escabullirme detrás de ellos. Me vieron y me delataron. Y ahora, como castigo, no me deja entrar…

—Antonio.

—Sí, ¿lo conoce? Hable con él, por favor. Mis padres me darán una buena reprimenda.

Le ayudé a levantarse y subimos. Yo lo hacía medio metro por detrás, un poco a la defensiva. El chico alzó la mano derecha y dio tres golpes al aire. Yo estaba alucinado.

—Abrid, por favor. Este señor quiere entrar.  Parece que se ha perdido.

—¿Qué haces, chaval? —pregunté sin salir de mi asombro.

—¿Es que no lo ves? —El muchacho continuaba hablando, mirando hacia arriba—. Está aquí conmigo. Lleva una ropa muy rara.

—¿Con quién demonios hablas? —quise saber.

—Con Antonio.

—Joder, con Antonio. Anda tira para arriba.

Imposible. Mis piernas no obedecían la orden de pisar un escalón superior.

—Deje de dar patadas a la puerta, que ya nos van a abrir —me dijo el chico todo serio.

Tras dar las gracias, el pequeño echó a correr y se perdió de mi vista. Yo me dispuse a avanzar y sí, esta vez mis pies obedecieron y me dirigí a casa, no sin antes observar con detenimiento cualquier cosa que pudiera hacerme creer que allí había una puerta y alguien llamado Antonio para abrirla. Pero nada llamó mi atención.


Esa noche no pude dormir. Me preguntaba una y otra vez si aquello había sido fruto de mi bulliciosa imaginación o una especie de salto en el tiempo. Pero, si la respuesta era lo segundo, no tenía mucho sentido, porque ¿quién había cambiado de época? ¿El muchacho o yo? Yo había visto a alguien de otro tiempo en un escenario actual, pero a él le ocurría exactamente lo mismo: había hablado con alguien del futuro (yo) dentro de su misma era.


A la mañana siguiente, bajé en el ascensor junto con el hijo pequeño de mis vecinos. Al salir a la calle, lo estaba esperando un amigo para ir juntos al colegio. Al ver al chico se me heló la sangre. Era él. Era el muchacho que había visto en la Cuesta del Postigo. Me despedí de mi "vecinillo" y tomamos caminos diferentes. Después de unos metros, me giré para ver cómo se iban. El amigo de mi vecino también se volvió y saludó con la mano, al tiempo que me guiñaba un ojo.

 

 FIN

domingo, 10 de enero de 2021

EL HOMBRE LOBO DE CALAHORRA


El lobo es un animal magnífico que ya puso en valor el gran Félix Rodríguez de la Fuente. ¿Sabíais que el lobo, una vez se aparea con una hembra, no vuelve a acoplarse a ninguna otra y le guarda eterna fidelidad? Pero si algo caracteriza a este animal es su leyenda negra. En la Edad Media, con el despoblamiento forestal, tuvo que buscar comida y sustento en las aldeas próximas a los bosques. Lo más sencillo para él era entrar de noche en los cementerios, sacar los cadáveres recién enterrados y comérselos, dejando un escenario dantesco a su paso, lo que le granjeó mala fama y una gran animadversión por parte de la sociedad.

 

Quiero dejar muy claro que el relato que os cuento a continuación está formado, en primer lugar y a modo de introducción, por un hecho histórico (puede que con el tiempo agrandado a leyenda) que ocurrió en Calahorra en la primera mitad del siglo XVIII y que ha sido narrado por varios historiadores en distintas publicaciones (como don Pedro Gutiérrez Achútegui en su libro de 1959 Historia de la muy noble antigua y leal ciudad de Calahorra); y por una segunda parte de ficción, donde pueden darse nombres y situaciones reales (las menos), pero que nada tiene que ver con la realidad. Espero que, a pesar de su dureza, al menos paséis un rato agradable con la lectura.

 


Hace tres siglos, concretamente el 31 de enero de 1720, al poco de caer la noche, un lobo rabioso entró en la ciudad de Calahorra sembrando el pánico entre sus vecinos. En poco rato atacó y mordió a más de cuarenta personas. Varios hombres salieron en su busca armados con escopetas y hachas encendidas. Se colocaron luminarias por numerosas calles con el fin de divisar bien a la bestia. Finalmente, unos arcabuceros, tras pedir amparo a la Virgen del Planillo (llamada la Llovedora), lograron dar muerte al animal bajo el arco donde estaba (y está) ubicada la imagen de Nuestra Señora. Desde aquel momento, la Llovedora pasó a denominarse también Virgen Lobera.

 

De aquellos polvos vienen estos lodos, como dice el dicho. Aquel lobo llevaba algo más que rabia en su interior. Y si no, que se lo pregunten a… No, no lo voy a descubrir, al menos de momento. Lo cierto es que la vida de una de las cuarenta personas que fue mordida por el citado animal cambiaría por completo aquella misma noche invernal de 1720, aunque él aún no lo sabía. Se trataba de un varón de complexión fuerte y mediana edad (unos treinta años de la época) y cuyo nombre verdadero omito. Antonio (desde ahora lo llamaré así) fue tratado en un primer momento, junto al resto de víctimas, con ungüentos, hierbas y brebajes, pero sobre todo por la providencia. Los que, como él, después de varios días todavía seguían padeciendo la rabia fueron instados por los médicos a bañarse en el mar. En aquella época se empezaba a mirar al mar como una fuente de salud inagotable tanto para el cuerpo como para el alma. Esta posibilidad, vista por primera vez en Inglaterra, se fue extendiendo por Europa y llegó también a España, donde los bañistas visitaban con asiduidad las playas del norte. Claro que en aquel entonces no era coger el coche y plantarse en San Sebastián. El viaje hacia la playa suponía una aventura de varios días y muchos sufrimientos. Como la mayoría de los nueve que iban no disponían de posibles suficientes para dicha empresa, recibieron donaciones de personas y estamentos de la ciudad para poder llevarla a cabo.

 

Con dos caballos y un gran carro partieron a finales de mayo.  Y lo que os quería contar sucedió al terminar la primera etapa. A media tarde la comitiva se detuvo al entrar en Pamplona y solicitó alojamiento, cosa que resultó complicada. La mayoría de las posadas estaban completas, así que tuvieron que repartirse y descansar por separado: cuatro en una y cinco en otra con los caballos. A Antonio y a otro de los viajeros les tocó dormir en la primera. Era un cuarto de la planta baja de la casa, a las afueras de la ciudad, con un gran ventanal abierto, sin nada que lo pudiera cerrar. Solo un pequeño resto de lo que algún día fue un marco de madera dejaba claro que aquello hace mucho tiempo que estaba así. Y llegó la noche. Desde su jergón, Antonio, con los ojos como platos, divisaba una luna llena esplendorosa. Comenzó a sentir convulsiones, pero no le dio mayor importancia. Las venía padeciendo desde el día de la mordedura, aunque después de un par de minutos se terminaban marchando. Esa vez no fue así. El recio hombre veía como sus uñas crecían, su cuerpo, cada vez con más vello, se iba encorvando y sus colmillos se afilaban salivando desmesuradamente. Su compañero de habitación dormía ajeno a tan horrenda transformación. De pronto, Antonio, o lo que fuera en ese momento, saltó sobre él y le mordió en el cuello tan fuertemente que, sin poner apenas resistencia, murió desangrado en un abrir y cerrar de ojos. Después aprovechó para devorar con tranquilidad las vísceras de su víctima y saciar su apetito de bestia durante un buen rato. Al terminar, saltó por la ventana y se perdió en la oscuridad. Nunca más se supo de él. Y nadie sabría de esta historia si no fuera por la persona que me la contó.

 


Aquella posada fue cerrada y su dueño multado por no tener el alojamiento en condiciones óptimas. El caso se cerró rápidamente. No había lugar a dudas: un lobo había entrado por la ventana y dado muerte a uno de los huéspedes mientras él otro había conseguido huir hacia el campo, muriendo poco después atacado probablemente por ese y otros lobos de su manada.

 

Lo cierto es que Antonio no regresó nunca a casa. Y no por lo que le pudiera pasar (nadie podría sospechar de su condición de licántropo) si no para evitar hacer daño a sus seres queridos. Con el tiempo se fue dando cuenta que su transformación no era fruto de un día y que se repetía con bastante frecuencia. No obstante, su condición humana imperaba sobre la animal, lo que le hizo volver a casarse y tener más hijos. Y fue precisamente el primer vástago que tuvo siendo ya hombre lobo el que heredó su condición de mitad humano, mitad animal. Y así seguiría ocurriendo hasta nuestros días. Precisamente uno de sus descendientes, creo que un bisnieto afincado en Valencia, estuvo con el famoso Romasanta durante cinco días atacando y comiéndose a varias personas “porque teníamos hambre”, tal y como declararía el célebre hombre lobo de Allariz al ser capturado.

 

Sí, amigos, los licántropos siguen existiendo, y muy probablemente un sucesor de la estirpe del protagonista de nuestra historia se transforme en hombre lobo en las noches de luna llena. Así que cuidado con los asientos de al lado si viajáis de noche en un avión, barco o tren. Permaneced muy atentos porque las garras acechan.

 

Ah, se me olvidaba. La persona que me contó esta historia ya no está entre nosotros. Fue asesinada brutalmente la semana pasada. Quizá sabía demasiado… por eso he querido ponerla en vuestro conocimiento para, por si acaso, que no se pierda en la espesura del bosque ni en la negrura de la noche.


FIN