jueves, 20 de julio de 2023

CALLES CARNÍVORAS

 

Recuerdo que la primera vez que visité Toledo quedé hipnotizado. La ciudad de las tres culturas me maravilló desde el principio, y eso que casi me encierran por propinarle un tremendo empujón a Teodoro Obiang, presidente de Guinea Ecuatorial, cuando salía corriendo a la calle después de contemplar El entierro del conde de Orgaz, famoso cuadro de El Greco que se encuentra expuesto en la iglesia de Santo Tomé (si aún no la sabéis, ya os contaré esa historia). Fue en un viaje familiar con padres, tíos y abuelos (todos a una). La segunda fue justo dos años después con el colegio, en 8º de EGB (los más jóvenes os preguntaréis qué coño es eso, pero os aseguro que es algo posterior al pleistoceno). En uno de esos dos viajes (ahora no recuerdo en cuál) nos adentramos en una maraña de callejuelas. El guía, todo digno, nos dijo que eran tan estrechas que, si poníamos los brazos en cruz, seríamos capaces de tocar las paredes de los dos lados de la calle. Así que todos, con cara de asombro, nos pusimos a ello. Bueno, todos no; yo también estaba sorprendido, pero precisamente de lo contrario: de que nadie dijera que en nuestra Calahorra también podíamos hacer eso mismo en varias calles.

Y es que es cierto. Si nos adentramos en el casco antiguo calagurritano (dejemos ya Toledo atrás), comprobaremos la gran estrechez de algunas calles, hasta el punto de notar que las paredes se te echan encima mientras caminas.

De pequeño había escuchado a algunos abuelos una historia sobre calles carnívoras. Calles que se comían a los niños que paseaban por ellas a horas intempestivas o no muy aptas para ellos. Al principio, como es natural, te crees todo. Con el tiempo y la madurez vas descubriendo que son simples cuentos para aterrar a los chavales e intentar que no salgan solos a ciertas horas. Pero ¿cómo os quedaríais si os digo que es verdad?



Veréis. Estaba embelesado contemplando la catedral y el magnífico paisaje que se divisa desde los nuevos miradores de San Francisco cuando, de repente, recordé esa historia que tantas veces había escuchado de pequeño. Serían aproximadamente las seis de la tarde de hace un par de domingos, si no recuerdo mal. Como ya pudisteis comprobar en mis anteriores aventuras (sobre todo con la puerta de San Jerónimo), mis ansias por descubrirlo todo no me dejan parar. Así que me dirigí a la calle San Sebastián, a muy poquitos metros de allí. Entré por el ala izquierda, dejando a mi derecha el edificio del Deán Palacios, y caminé despacio. Enseguida noté una leve presión en las sienes. Me detuve y respiré hondo. Miré a izquierda y derecha, arriba y abajo, pero no vi nada raro. Continué. A medida que avanzaba, el dolor se hacía más y más fuerte, hasta hacerme cerrar los ojos para soportarlo mejor. No entendía nada de lo que me estaba sucediendo. Un par de minutos antes me encontraba perfectamente y ahora… “Se pasará” pensé y decidí seguir adelante. Me fui hacia la derecha y luego otra vez de frente. En ese punto la calle se estrechaba aún más, pero era mi cabeza lo que estaba a punto de reventar. Intenté acelerar el paso sin conseguirlo. Finalmente me detuve. Todo me daba vueltas, aunque había algo que estaba a punto de hacerme entrar en pánico: las paredes de ambos lados venían hacia mí. Me puse de perfil. Seguían avanzando. Morir aplastado por una calle del casco antiguo, y quién sabe si engullido por ella, no era la mejor manera de dejar este mundo, por muy cabrón que fuera a veces. Intenté rezar, pero entre el dolor tan intenso que sentía y el pánico, no pude completar ni la primera frase del padrenuestro. Abandonado a mi suerte y sin fuerzas, cerré los ojos y esperé la llegada de la parca. Me pregunté qué ser querido, ya fallecido, vendría a mi encuentro y cómo sería el túnel del que tanto hablan los que han vivido experiencias cercanas a la muerte. Oscuridad. Silencio. Más oscuridad. Más silencio.

Me despertó el sonido de un televisor a todo volumen. Era un plasma de unas 50 pulgadas, algo demasiado grande para una sala tan pequeña. Tampoco pegaba nada en una decoración con muebles viejos y un papel pintado de rombos cubriendo las paredes. Me recordó mucho a mi infancia, a aquella España de finales de los setenta. Estaba aturdido y algo mareado. Pestañeé con fuerza un par de veces para ver si lo que estaba viendo era real. Allí seguía. Por más que miraba, más extraña me resultaba la estancia. Salvo la tele, todo lo que allí había era de hace medio siglo, incluso el sofá donde estaba tumbado era idéntico al que había en casa de mis abuelos. Lo sorprendente era que todo parecía nuevo o muy poco usado. Era como si hubieran detenido el tiempo, pero… ¿quién? Allí no había nadie. Intenté incorporarme y ponerme en pie. No pude. Estaba tremendamente débil, así que volví a acostarme.

—¿Hola? —saludé con hilo de voz—. ¿Hay alguien aquí?

Nadie respondió. El dolor de cabeza no me dejaba pensar ni averiguar qué demonios podía ser todo aquello. Entonces recordé cómo había llegado allí… las paredes aplastándome… Me entró pánico y grité.

—¿Qué coño es esto? —Ahora mi tono de voz era más fuerte, aunque poco firme—. ¿Dónde estoy?

De repente la televisión comenzó a parpadear y, tras una niebla de unos segundos, una anciana apareció en pantalla. Vestía una chaqueta azul, un pañuelo a juego y llevaba el pelo blanco recogido en un gran moño. Un excesivo maquillaje no impedía camuflar la tira de años que podría tener aquella mujer. Noventa, cien… quizá más. Sonrió mientras miraba fijamente a la pantalla.

—Hola —dijo saludando a cámara—. Te hablo a ti, al que se encuentra medio tumbado en el sofá.

Miré a izquierda y derecha, y muerto de miedo pregunté señalándome el pecho.

—¿Me dice a mí?

—Sí, claro. Tú eres el que busca respuestas.

Pensé en lo absurdo de la situación, pero una sensación terrorífica recorría todo mi cuerpo.

—¿Qui-qui-quién es usted?

La mujer puso los ojos en blanco, sonrió maliciosamente y respondió.

—Soy la calle.

 

jueves, 16 de febrero de 2023

AMOR Y GUERRA EN BERLÍN

 


Hace mucho frío en Berlín. Corren los últimos días de 1944 y el Ejército Rojo se aproxima a la ciudad. Ritter ha quedado con Leyna cerca de la casa de esta. Tiene que decirle algo muy importante.

—¿Estás bien? —pregunta ella—. Te noto un poco pálido.

—Me han reclutado.

—¿Cómo? Pero si solo tienes dieciséis años.

—Mandaron una notificación a casa. Han llamado a filas a todos los hombres de entre dieciséis y sesenta años.

—No lo entiendo. —La joven no sale de su asombro—. ¿No tenemos el mejor ejército del mundo?

—Teníamos —corrige él—. Desde agosto hasta ahora hemos perdido nuestras conquistas en Francia, Yugoslavia, Bélgica y Grecia, aunque ahora estamos luchando en las Ardenas, pero no pinta bien la cosa. Una cosa es lo que diga la radio y otra la verdad. Lo que parece claro es que los soviéticos están a las puertas de Berlín y el Führer nos necesita a todos.

—¿Y qué sabes tú de armas?

—Eso no importa. Han creado la milicia nacional para instruirnos lo más rápidamente posible. Cuando empezó la guerra yo era un niño, pero ahora ya soy un hombre y para mí es un honor defender a mi país.

—Entonces ya no nos veremos en mucho tiempo, ¿no?

Ritter la abraza fuertemente mientras ella llora desconsolada. Se conocen desde hace año y medio, cuando el muchacho comenzó a ayudar a un tío de Leyna en el reparto del correo. Desde entonces no se han dejado de ver ni un solo día.

—Toma esto —dice Ritter entregándole una cajita verde que ha sacado del bolsillo de su pantalón—. Pero tienes que prometerme algo.

—¿Qué? —pregunta ella sorprendida.

—Que solo la abrirás si me pasa algo y no nos volvemos a ver.

Leyla vuelve a llorar con más fuerza.

—No quiero perderte, Ritter.

—Siempre estaremos juntos —responde él—. Ahora debo irme. Mañana tengo que estar muy temprano en el centro de reclutamiento.

Se despiden con un largo beso mezclado con lágrimas.

 

Durante la semana siguiente, Ritter recibe clases intensivas junto a cientos de hombres, muchos de los cuales no han cogido un arma en su vida. A los ocho días de instrucción, el joven ya sabe utilizar el panzerfaust, un lanzagranadas antitanque de funcionamiento muy sencillo. El panzerfaust supone un grave peligro para los acorazados soviéticos. Debido a la escasez de soldados, Ritter participa también en la fortificación de la ciudad, cortando calles mediante edificaciones de tierra y piedras. Otros compañeros son mientras tanto enviados a explosionar los puentes sobre el río Spree para dificultar el avance de los rojos cuando entren y poder ganar tiempo. Durante este periodo de preparación, los jóvenes enamorados no pueden verse, como ya habían previsto, pero Ritter logra enviar cartas a Leyna. La muchacha las guarda todas como un tesoro junto a la enigmática cajita verde. En ellas Ritter le habla del futuro juntos, de formar una familia y vivir en paz en una Alemania aún grandiosa.

 

El dieciséis de abril de1945 entran por fin en Berlín las tropas del Ejército Rojo. Ritter se encuentra en el sector Rangsdorf, uno de los nueve en los que los alemanes  han dividido la ciudad para su defensa. Su posición es en el interior, próximo a la Ciudadela, en el centro de la capital, donde están los edificios gubernamentales. Entre ellos sobresale la Cancillería del Reich, en cuyo sótano se encuentra el búnker de Hitler. Este se divide a su vez en dos partes: el Vorbunker (parte delantera construida en 1936) y el Führerbunker, de ejecución reciente y donde se alojan Hitler y Goebbels bajo la protección de una plancha de hormigón de casi cinco metros de espesor.

 

Cuatro días después, el 20 de abril, Ritter es llamado a las inmediaciones de la Cancillería. Allí, junto a los combatientes más jóvenes del ejército alemán, es felicitado por Adolf Hitler. El Führer quiere así rendir homenaje a estos muchachos en el día de su 56 cumpleaños. El joven está muy nervioso. Nunca ha visto al gran líder tan cerca. Sin embargo, al llegar a su altura para estrecharle la mano, se da cuenta de que su mirada ya no es tan intimidatoria y parece algo perdida, como si estuviera bajo la influencia de sustancias estupefacientes. Además es de estatura parecida a la suya: 1,75. Es como si Hitler, tras doce años en el poder, desde aquel 30 de Enero de 1933 en el que fue nombrado Canciller, ya supiera que su imperio se desmorona por completo y que el final se aproxima, más aún desde que el Ejército Rojo entrara el 12 de enero en territorio alemán durante la ofensiva del Vístula-Óder y avanzara hacia el oeste a una gran velocidad, de hasta cuarenta kilómetros al día, y en febrero comenzaran los bombardeos masivos de los aliados sobre Dresde. Ritter entra en pánico. Nunca pensó que eso llegara a ocurrir. Nadie podía imaginar que la mayor potencia militar del mundo cayera algún día. Pero eso, en definitiva, no parece importarle mucho si lo compara con Leyna. Nada sería peor que no poder volver a ver a su amiga inseparable, a su único amor. Esto le duele aún más que cualquier herida de guerra que pueda tener.

 

Los siguientes días son caóticos. Los defensores alemanes, dirigidos principalmente por Helmuth Weidling, en agotadas, mal equipadas y desorganizadas divisiones de la Wehrmacht y las Waffen-SS, a las que se suman muchos voluntarios extranjeros de las SS, entre ellos más de trescientos españoles  y un puñado de franceses de la División Charlemagne, y voluntarios mal entrenados de las Juventudes Hitlerianas y el Volkssturm, apenas ofrecen resistencia a los soviéticos, que avanzan rápidamente a través de las calles de Berlín hasta llegar al centro de la ciudad. Allí los combates se empiezan a librar cuerpo a cuerpo y casa por casa. El 30 de abril, Ritter y doce compañeros se ven sorprendidos en una emboscada soviética mientras intentaban cargar sus panzerfaust en lo alto de un edificio. Son acribillados literalmente por continuas descargas de ametralladora PPSh-41 que acaba con sus vidas. El inconveniente principal del panzerfaust es su limitado alcance en campo abierto; sin embargo, en la ciudad resulta más fácil. De ahí que los combatientes del Volkssturm se escondan en los edificios y abran fuego desde las ventanas. Esta vez no les ha salido bien. Las calles y casas de la capital alemana se encuentran llenas de cadáveres, la gran mayoría de los caídos en acciones de guerra son de hombres reclutados a finales de 1944 que, como Ritter, no tenían experiencia en el combate. Pero también hay muchas víctimas civiles, ya que el Alto mando alemán, con Goebbels al frente, ha decidido no evacuar a la población y prohibido salir a cualquier persona de la ciudad. Solo los altos funcionarios con un permiso especial han logrado hacerlo. Esto ha ocasionado muchas muertes por falta de provisiones, sobre todo de comida y medicinas.

Todos los sueños de un chaval de dieciséis años se ven esfumados por la locura de un hombre que se creyó todopoderoso y llevó a su país a una guerra por conquistar el mundo. En el camino han quedado millones de víctimas inocentes y un exterminio sin precedentes.

 

El mismo día de la muerte de Ritter, el 30 de abril, Hitler y su prometida, al ver todo perdido, se suicidan en el búnker. Al día siguiente, Goebbels, el sucesor, hace lo mismo. El comandante Weidling informa a los soviéticos de la muerte del Führer y trata de acordar un armisticio, pero Stalin se niega y ordena la rendición incondicional. Por ello, en la madrugada del 2 de mayo, Weidling detiene la resistencia y se entrega junto a sus hombres al Ejército Rojo, poniendo fin a la batalla por Berlín y prácticamente a la guerra.

 

Pasan unos cuantos días de tensión e incertidumbre hasta que se dan a conocer los nombres de los fallecidos en combate. La familia de Ritter no sabe nada del muchacho desde hace días e intuyen lo peor. Se publican unas interminables listas y se colocan a los pies de los edificios que aún quedan en pie. Leyna es una de las muchas chicas que se agolpan para poder leer los nombres que, en muchos casos, no aparecen ni por orden alfabético, lo cual dificulta mucho más la búsqueda. Finalmente lo encuentra y se aleja poco a poco. No grita, no llora, solo camina en silencio cabizbaja hasta llegar a su casa. Hace escasos dos días que sus padres han abandonado el sótano y han vuelto a ocupar la vivienda. Su casa, a diferencia de otras, no ha sufrido daños considerables, solo algún cristal roto y más grietas de las que ya había. La joven se encierra en su habitación, un cuarto aún frío y poco acogedor en la ya primavera alemana. Se desploma boca abajo sobre su cama y comienza a llorar. Llora sin parar lo que se ha tenido que contener estos días. Todo se ha terminado: los sueños, las ilusiones y un futuro que parecía prometedor. Maldita guerra, ¿por qué nos ha tenido que suceder a nosotros? Se pregunta una y otra vez. Así pasa una hora, recordando momentos felices junto a Ritter, recuerdos que nada ni nadie podrán borrar. Después se levanta y abre el cajón de su escritorio. Allí está la cajita verde. La mira, la toca, pero no la abre. Es como si negara lo ocurrido. Todavía no se siente preparada.

 

Pasan los días y se van conociendo datos. La entrada en Berlín del ejército Rojo ha ocasionado más de ciento ochenta mil muertos. La ciudad está prácticamente en ruinas. Los escombros se amontonan por todas las calles. El 13 de mayo, once días después de la rendición alemana, el general en jefe de la Administración Militar Soviética, mariscal Grigori Zukov, confirmaba en su cargo a los nuevos miembros del Ayuntamiento de Berlín nombrados por el comandante soviético de la ciudad, general Bersarin. Los elegidos tomaron posesión de su cargo en seis días. Al mes, Berlín queda dividida en dos sectores: el occidental, ocupado por norteamericanos, británicos y franceses, con cuatrocientosochenta kilómetros cuadrados de extensión y más de dos millones de habitantes, y el soviético, con cuatrocientos kilómetros cuadrados y un millón de habitantes.

 

Ha llegado el momento. El calor parece mitigar un poco las penas. Amanece un día de agosto en el Berlín de después de la guerra. Leyna se levanta con ganas, decide ser fuerte y abrir la cajita verde que le entregó su novio cuando fue alistado. Hay una hoja perfectamente doblada en muchas partes. La saca y ve que debajo se agolpan unos cuantos pétalos de margarita. Una lágrima comienza a resbalar por su mejilla, pero desdobla con cuidado el papel y lee:

 

Querida Leyna:

Si estás leyendo esto, es que nuestros caminos se han separado definitivamente. Cuando vas a una guerra sabes que tienes muchas posibilidades de no regresar con vida, aunque estés muy cerca de casa. ¿Recuerdas cuando deshojaste una margarita el día que te pedí salir? Yo recogí los pétalos, como puedes ver. Ese fue el inicio y hoy es el final. Procura ser feliz, aunque me lleves siempre en tu recuerdo, porque las bombas y balas podrán ganar una guerra, pero nunca podrán destruir el amor.

Te quiero.

Ritter

 

Leyna seca sus lágrimas, vuelve a doblar la carta y la mete, junto a los pétalos, en la cajita. Después se arregla y sale a la calle con la cabeza alta y la mirada risueña. Hoy comienza a trabajar en una peluquería. Siempre tuvo la ilusión de ser una gran peluquera. La vida sigue, aunque ya nada será igual que antes de la guerra.