domingo, 17 de octubre de 2021

2027: EL GRAN CATACLISMO

 


"En 2027 un enorme meteorito de 24 kilómetros de longitud impactará contra la Tierra, estrellándose al oeste de las Bermudas y causando la friolera de mil doscientos millones de muertos en apenas cuarenta y ocho horas". Este anuncio apocalíptico no es cosa mía, es obra del célebre y prolijo escritor Juan José Benítez, que en Gog, uno de sus más de sesenta libros escritos, explica con detalle como “el impacto creará un cráter de enorme dimensiones en el fondo del océano, empujando el magma hacia las antípodas, sobre todo Nueva Zelanda, donde existen noventa volcanes que entrarán simultáneamente en erupción provocando una nube de ceniza que cubrirá la Tierra durante nueve años aproximadamente. Años de oscuridad, sin agricultura, sin ganadería, sin comunicaciones, sin orden ni concierto y temperaturas gélidas de -20 grados”. El autor de la saga Caballo de Troya afirma que “la NASA no avisará para evitar el caos que produciría el pánico y porque son conscientes de que los que sobrevivan a tan magno desastre podrían ser los amos del mundo”.

Después de lo que estamos presenciando en el último año y medio, nada es imposible. Una pandemia mundial que ha causado millones de muertos, incendios devastadores, erupciones volcánicas sin precedentes en los últimos tiempos… Hay hasta quien se está ya construyendo un búnker en el jardín de su casa y lo está llenando de rollos de papel higiénico, latas de conserva y cervezas por doquier. 

Los aficionados al misterio y los que no lo son tanto conocen sobradamente la trayectoria de J. J. Benítez. Este escritor, uno de los pioneros en la investigación del fenómeno OVNI, no deja a nadie indiferente. Alabado y vilipendiado a partes iguales, Benítez es contundente en sus afirmaciones. Asegura que, como buen periodista, filtra y comprueba escrupulosamente la información que le llega para luego darla a conocer en sus numerosos libros. Cierto es que no habla por hablar; el autor ha investigado miles de casos sobre el terreno en todo el mundo, recogiendo testimonios de los protagonistas, pero no me desviaré mucho más del tema y trataré a continuación de comprobar (si es que es posible hacerlo) las posibilidades reales de que se pueda producir el anuncio del que trata este texto.

Si alguna organización puede aseverar semejante predicción, esa es la NASA y, por ahora, la principal preocupación de esta índole que tiene la agencia norteamericana es para dentro de ciento catorce años. Me explico: gracias a la misión Osiris-Rex , se conoce, con una precisión de dos metros, cuál será la trayectoria del meteorito Bennu en los próximos siglos y también se sabe que, en el 2135, pasará más cerca de la Tierra que de la mismísima Luna. Será entonces cuando la gran roca espacial podría pasar por un “ojo de cerradura gravitacional”, que es un espacio donde la gravedad de un planeta altera la órbita de un asteroide, y en consecuencia cambiar su trayectoria para dirigirse directo a nuestro planeta. Pero la probabilidad de que pueda ocurrir algo así es prácticamente nula. La NASA ha señalado que desde ahora hasta el 2300 la posibilidad de chocar es de 1 entre 1.750 (0,057%).  

Si la NASA sólo menciona este caso como el más “importante” de entre los posibles impactos futuros, entonces sólo caben dos respuestas en cuanto a la profecía de Benítez:

1. Que la NASA lo oculta.

2. Que es una estratagema más del escritor para seguir vendiendo libros como rosquillas.

Ahí lo dejo. Juzguen ustedes. Lo que sí deseo fervientemente es que cesen de una vez esta serie de cataclismos concatenados que están asolando el planeta en los últimos meses. ¡Salud!


lunes, 12 de julio de 2021

EL SENTIDO DE LA VIDA

 


Todos nos hemos preguntado en alguna ocasión cuál es el sentido de nuestra existencia. ¿Para qué vivimos? ¿Qué hacemos aquí? Como dijo el psicoanalista Erich Fromm, “el sentido de la vida no es más que el acto de vivir en uno mismo”. Estamos aquí para experimentar cada minuto que vivimos. Sentir, adquirir conocimiento… todo eso, que no es poco, es lo que nos llevamos al más allá cuando morimos, sobre todo para los que creemos en la vida después de la muerte (prefiero decir la vida después de la vida). Acumular riqueza material y aferrarse a ella de nada sirve si al cruzar al otro lado todo eso se queda aquí. Claro que es muy fácil hablar así cuando se tiene poco o nada, pero es la realidad. También supongo que será mucho más sencillo experimentar y vivir sensaciones en el primer mundo que en el tercero, pero al fin y al cabo es lo que nos llevamos. Como he dicho en más de una ocasión, ser nacionalista acérrimo y aferrarse a una bandera no tiene mucho sentido, básicamente porque no elegimos dónde nacer. No se nos da la opción de elegir país ni raza ni sexo; todo ello nos viene impuesto. Ese debería ser el principal razonamiento para respetarnos los unos a los otros. Nadie es superior a nadie porque sea de un color o haya venido al mundo en un lugar privilegiado.

Durante el sinuoso y complicado camino de la vida, uno se encuentra situaciones de todo tipo. Alegrías, penas, aciertos, errores, fracasos y demás van marcando nuestro devenir. Hay momentos en los que la vida pesa demasiado. Te ves inmerso en un pozo del cual ves muy difícil salir. Se produce principalmente al sufrir una pérdida humana. La material también causa dolor, pero eso, como he comentado anteriormente, es algo que no preocupa demasiado. La pérdida de un ser querido no siempre es por su fallecimiento, aunque lógicamente sí la más dolorosa. La hay también por ruptura o alejamiento, y si ésta viene dada por un error nuestro y asumido, el dolor de corazón es también de gran intensidad. No vemos esa falta hasta que no se ha producido. Cuando todo va viento en popa, nos creemos que durará siempre y es ahí donde está el error. Es en esa situación de prosperidad emocional donde hay que colocar la sirena de aviso y pensar que quizá todo es efímero y que, si además no cuidamos lo que poseemos con el mimo y cariño necesarios, es posible que se nos escape algún día.

Como decía esa vieja canción: “el que tenga un amor que lo cuide, que lo cuide. La salud y la fatiga que no la tire, que no la tire”. Eso se puede aplicar a un amor y una amistad, porque creedme, las relaciones personales entre seres humanos constituyen el principal abono para el cultivo de nuestra vida. Pero antes de entablar una relación afectiva con otra persona es sumamente importarte conocernos a nosotros mismos. De nada sirve abrirnos emocionalmente al prójimo sin saber cuáles son nuestras virtudes, defectos o miedos. Hablemos a nuestro yo y preguntémosle qué busca en su vida. Sólo de esta manera conseguiremos, al menos por nuestra parte, comenzar una amistad limpia. Tengamos también siempre muy presente frases como “vive y deja vivir” o “no juzguéis y no seréis juzgados”. Pues ¡hala, a vivir, que son dos días!

miércoles, 17 de febrero de 2021

SIGLO XVI. UN PAPA EN CALAHORRA Y UNAS PROFECÍAS ALUCINANTES


Es domingo, 22 de marzo. Hace frío y estoy helado. ¡Maldito aire! Calahorra viste sus mejores galas para recibir la visita del que muy pronto será el nuevo Papa de la Iglesia Católica. Todos los vecinos, con las autoridades al frente, nos agolpamos ante el arco del Arrabal. Ya están preparados los gigantes, los niños que van a bailar y hasta se ha traído desde Arnedo una gran colección de fuegos artificiales. Adriano de Utrecht hace su entrada en la ciudad entre grandes vítores. Hace dos meses que recibió la noticia de su elección como sucesor al trono de San Pedro. Se encontraba en Vitoria, desde donde dirigía el asedio a Fuenterrabía, ocupada por tropas francesas. El cónclave de cardenales, reunido en Roma, le eligió Papa a primeros de año. La ciudad eterna es su destino final. Allí debe ser proclamado. Antes está realizando un periplo por varias localidades que le llevará a Tarragona, donde embarcará para cruzar el Mediterráneo. Adriano saluda a la multitud. Viene de Santo Domingo de la Calzada, lugar que escogió para pernoctar y visitar la tumba del Santo. Ha pasado también por Nájera, Casalarreina y Logroño, hasta llegar a nuestra ciudad. Le acompaña un gran séquito entre los que sobresale Fadrique de Portugal, actual obispo de Sigüenza y que lo fue también de Calahorra durante cinco años. Fue precisamente en esa época cuando el obispo portugués abandonó la ciudad de los Santos Mártires unos días para acudir junto al lecho de muerte de la reina Isabel I, con quien le unía una estrecha relación de amistad; de hecho, se convirtió en uno de los testigos que firmó el testamento real. Después fue consejero del rey Fernando y ahora lo es de su nieto, Carlos I (que también estuvo aquí hace dos años). Don Fadrique ha influido mucho en el nuevo Papa, no solo para que visitara Calahorra, sino para que además lo hiciera en domingo y poder así oír Misa en la Catedral de Santa María. Aunque el gran templo calagurritano se encuentra en obras: en junio, el Cabildo encargó a su hombre de confianza, Pedro de Olabe, la disposición de un lugar de custodia segura para las reliquias de los Santos Mártires y la riqueza artística de la catedral, y aún no ha terminado. También se está llevando a cabo la construcción de un reloj por parte del señor Arnao, afamado relojero. Pero no hay mal que por bien no venga, ya que el Cabildo aprovecha la situación para pedir al futuro Sumo Pontífice nuevas gracias en favor del templo. Con todo y con ello, no hay un solo asiento libre. La expectación es máxima y los allí presentes somos conscientes de estar viviendo un día que pasará a los anales de la historia de Calahorra.

 

Todo esto será, con toda seguridad, recogido en los libros, pero se está dando un hecho tan importante o más que el relatado, que muy posiblemente no quede reflejado por escrito, al menos en su mayor parte. Por eso me encuentro aquí yo: para dar fe de ello. Acaba de entrar en la catedral, cojeando ostensiblemente, un militar de unos treinta años. Se coloca entre los primeros bancos, justo delante de mí. Parece que dispone de un espacio reservado. Saluda al religioso que tiene a su derecha.

—Buenos días —dice inclinando un poco la cabeza—. Soy Íñigo López de Loyola.

—¿Es usted el militar de Azpeitia que hirieron los franceses en Pamplona?

—El mismo.

—¡Le dieron por muerto! —exclama el cura.

—Pues ya ve que no.

—¿Cómo se encuentra?

—Hecho una piltrafa. Una bala de cañón me fracturó una pierna y me lesionó la otra. Pero aquí estoy, con más ganas que nunca de vivir.

—¿Piensa usted volver a los campos de batalla?

—No, padre. Estoy decidido a encaminar mi vida por otros derroteros mucho más pacíficos.

—¿Ya lo saben sus superiores?

—Al primero que se lo dije fue a mi amo; aquel que está allí —dice señalando levemente—, al lado de don Adriano.

—¿El Duque de Nájera?

—Exacto. Don Antonio ha sido, precisamente, quien me invitó a esta ceremonia al saber que yo pasaría por aquí camino de Montserrat.

—¿Va usted al monasterio? Quizá necesiten monjes…

—Ya no. Desde que el rey don Fernando enviara catorce monjes procedentes de Valladolid, la situación es mucho más tranquila. Pero no me quedaré allí, mi meta es Tierra Santa.

—Tiene usted las miras muy elevadas.

Íñigo se lleva la mano a la boca en señal de silencio. El futuro Adriano VI entra solemnemente en la catedral, bajo palio y secundado por autoridades eclesiásticas y civiles. El órgano suena majestuoso. Don Juan Castellanos de Villalba, Obispo de Calahorra y La Calzada, se dispone a oficiar la Misa. Su aspecto es la de una persona enferma. Antes saluda al futuro Papa y a sus acompañantes.

In nomine Patris, et Filii, et Spirictus Sancti. Amen. Introibo ad altare Dei.

Ad Deum qui laetificat juventutem meam —responde el público.

—Qué malito está el obispo —le susurra el cura al oído—, pero quería a toda costa estar presente para recibir al nuevo Papa. No en vano, tras conocer el fallo del cónclave a través de un mensajero, fue el que facilitó un guía para que fuera a Vitoria a comunicar a don Adriano la noticia de su elección.

—Parece un buen hombre —apunta Íñigo.

—Lo es, pero me temo que no nos va a durar mucho en el cargo.

 

Al terminar la ceremonia, volvemos todos a vitorear al Papa en el atrio de la catedral. El cabildo le hace entrega de un hermoso par de mulas que el futuro Santo Padre recibe con agrado y una gran sonrisa.

 

A unos dos mil kilómetros de allí, en Knaresborough, una pequeña localidad inglesa situada en el condado de Yorkshire del Norte, Úrsula Shipton, más conocida como Madre Shipton, comienza a escribir una serie de profecías. Esto lo supe poco después, pero aprovecho ahora que estoy redactando este acontecimiento para incluirlo aquí por si, por casualidad, pudiera ser relevante. Veamos algunas de ellas:

 


“Los carruajes andarán sin caballos y los accidentes llenarán al mundo de dolor. Los pensamientos volarán alrededor de la tierra en un abrir y cerrar de ojos. Qué extraño y, sin embargo, se harán realidad”.

“Los hombres amarillos ganarán el gran poder del oso poderoso, a quien ellos ayudarán. Estos tiranos no tendrán éxito en dividir el mundo en dos, más de estos actos nacerá un gran peligro. Y una fiebre intermitente dejará muchos muertos”.

 

Yo, la verdad, si os soy sincero, en el año de Nuestro Señor de 1522, no tengo ni la más remota idea de lo que quiere decir esta mujer. ¿Cómo demonios van a andar los coches sin caballos? Y, peor aún, ¿cómo va a conocer alguien, por ejemplo del nuevo mundo, lo que tú pienses en el mismo instante que lo haces? Esto es de locos. Y lo de los hombres amarillos y la fiebre intermitente… ¡Ay, Madre Shipton, cuánta imaginación tiene usted!

 

A mí, sinceramente, lo que me gustaría saber en estos momentos es qué será de este tal Íñigo de Loyola, que tan docto parece, y cuánto durará en el cargo Adriano VI. Seguro que vosotros, cuando leáis esto, ya lo sabréis. Igual hasta ha acertado Madre Shipton con sus otras predicciones, quién sabe.

 

FIN


*Nota aclaratoria: Este no es un relato al uso. Es un hecho histórico, contado a mi loca manera, de lo que ocurrió y pudo ocurrir en Calahorra el 22 de marzo de 1522. La llegada de un Papa recién elegido es un hecho documentado por los historiadores, así como toda la parafernalia que os narro. El otro célebre personaje que sale en el relato (más importante aún que el mismísimo Papa y que deberéis saber de quién se trata)  también pasó por Calahorra esos días, aunque yo me he tomado la licencia de introducirlo de lleno en esa misma jornada. Acabo con las profecías de Madre Shipton, que la verdad he conocido muy recientemente, por ser de la misma época, aunque se publicaron tiempo después, y que tanto me han impactado. Todos conocemos algunas de Nostradamus, que además vivió también en el mismo siglo, pero de las de esta señora no tenía ni la más remota idea.



sábado, 30 de enero de 2021

EL POSTIGO

Cuesta del Postigo, Calahorra
Cuesta del Postigo, Calahorra
Hace pocos días terminé de leer La Puerta, la última novela de Manel Loureiro. Trata sobre una supuesta puerta ancestral situada en lo alto del monte Seixo, en Galicia, y que según los lugareños tiene ciertos poderes sobrenaturales. A raíz de esta lectura, recordé que en Calahorra también tenemos (bueno, más bien teníamos) puertas la mar de antiguas, concretamente las pertenecientes a la ciudad amurallada de Calagurris. Según la tradición calagurritana que recogen los historiadores, la muralla nacería en El Sequeral (actual calle Murallas), siguiendo por la calle Cabezo, continuaría por encima de la Cárcava, Planillo de San Andrés, Alforín, Cuesta de Juan Ramos, Justo Aldea, Cavas, Santiago el Viejo, Portillo de la Plaza, Cuesta de la Catedral y se cerraría debajo de San Francisco. Constaría de cinco puertas: el Arco de El Sequeral, bajo la Ciudadela; El Portillón o Arco del Planillo (arco de medio punto compuesto por catorce dovelas más clave); una tercera puerta situada junto al cementerio viejo; la llamada Puerta Vieja, en la calle Grande; y, por último, El Postigo, en la cuesta del mismo nombre.

Una vez ubicadas las puertas, todo era cuestión de probar si, como la del libro de Loureiro, aún poseían el magnetismo de la historia, algún otro tipo de atracción o quién sabe si extraños poderes. Así que tomé un dibujo de la muralla calagurritana y contemplé sus accesos detenidamente. Descarté en primer lugar el del Planillo (precisamente el único arco que queda en pie) por tener tras de sí numerosas leyendas, como la que os conté recientemente de la Virgen Lobera. No estaba por la labor de sufrir otro episodio de locura transitoria como el que tuve en la Puerta de San Jerónimo, ¿recordáis? La puerta que estuvo en la calle Grande tampoco me apetecía probar. “¿Qué hace este chalado haciendo el gilipollas en medio de la calle?” hubiera dicho alguien. Me quedé definitivamente con la del Postigo. Que fuera la más pequeña (de ahí su nombre) y estuviera algo alejada del mundanal ruido tuvo mucho que ver en mi decisión.


Hay lugares de nuestra ciudad donde la historia, como si fuera una espesa niebla, te atrapa y termina envolviéndote. Es lo que me sucedió a mí en plena Cuesta del Postigo. Después de subir los ciento veintiocho escalones de esta empinada calle, me detuve donde supuse debió estar la puerta más pequeña de acceso a la ciudad amurallada. En un primer momento no me sucedió nada. Subí y baje los peldaños como si entrara y saliera. Nada. Luego me paré un poco más abajo por si me había equivocado en uno o dos metros. Pensativo, mirando a derecha e izquierda, arriba y abajo, noté una ráfaga de aire repentina, como cuando agitas violentamente un gran  abanico o… cuando se cierra una puerta a tu espalda. ¡Bloom! Escuché a continuación el ruido de un portazo y el correr de un enorme cerrojo. Miré asustado a mi espalda. La situación era la misma que hace escasos segundos: nada. Me di cuenta de que aunque hubiera querido escapar de allí, no habría podido, al menos hacia arriba. Algo, una fuerza extraña me impedía subir hacia la Plaza Doctor García Antoñanzas. Por mucho que lo intentaba me era imposible. Decidí bajar, sin correr, pero sobrecogido. A pocos metros me encontré un niño llorando. Estaba sentado y con la cabeza entre las piernas.

—¿Qué te ocurre? —le pregunté.

El pequeño, de unos once años, levantó la cabeza y me miró extrañado.

—Me han cerrado la puerta y no me dejan pasar —contestó señalando hacia arriba.

Llevaba puesto un atuendo muy raro para un chico de su edad: una especie de vestido de una sola pieza, atado con un cordel a la cintura, y unas sandalias marrones. Dirigí la vista hacia donde me había indicado el muchacho, pero continuaba sin ver nada.

—¿Qué puerta? —pregunté extrañado.

—¡Esa, cuál va a ser! Antonio no me quiere abrir.

—¿Antonio? —Yo seguía en completo fuera de juego.

—Sí, el vigía. —El chaval, ya algo más calmado, me miró nuevamente de arriba abajo—. Usted no es de por aquí, ¿verdad?

—Claro que soy de aquí. El que no tiene pinta de serlo eres tú. ¿Te has perdido?

—Nos tienen prohibido salir solos, pero aproveché que unos mayores iban a río para escabullirme detrás de ellos. Me vieron y me delataron. Y ahora, como castigo, no me deja entrar…

—Antonio.

—Sí, ¿lo conoce? Hable con él, por favor. Mis padres me darán una buena reprimenda.

Le ayudé a levantarse y subimos. Yo lo hacía medio metro por detrás, un poco a la defensiva. El chico alzó la mano derecha y dio tres golpes al aire. Yo estaba alucinado.

—Abrid, por favor. Este señor quiere entrar.  Parece que se ha perdido.

—¿Qué haces, chaval? —pregunté sin salir de mi asombro.

—¿Es que no lo ves? —El muchacho continuaba hablando, mirando hacia arriba—. Está aquí conmigo. Lleva una ropa muy rara.

—¿Con quién demonios hablas? —quise saber.

—Con Antonio.

—Joder, con Antonio. Anda tira para arriba.

Imposible. Mis piernas no obedecían la orden de pisar un escalón superior.

—Deje de dar patadas a la puerta, que ya nos van a abrir —me dijo el chico todo serio.

Tras dar las gracias, el pequeño echó a correr y se perdió de mi vista. Yo me dispuse a avanzar y sí, esta vez mis pies obedecieron y me dirigí a casa, no sin antes observar con detenimiento cualquier cosa que pudiera hacerme creer que allí había una puerta y alguien llamado Antonio para abrirla. Pero nada llamó mi atención.


Esa noche no pude dormir. Me preguntaba una y otra vez si aquello había sido fruto de mi bulliciosa imaginación o una especie de salto en el tiempo. Pero, si la respuesta era lo segundo, no tenía mucho sentido, porque ¿quién había cambiado de época? ¿El muchacho o yo? Yo había visto a alguien de otro tiempo en un escenario actual, pero a él le ocurría exactamente lo mismo: había hablado con alguien del futuro (yo) dentro de su misma era.


A la mañana siguiente, bajé en el ascensor junto con el hijo pequeño de mis vecinos. Al salir a la calle, lo estaba esperando un amigo para ir juntos al colegio. Al ver al chico se me heló la sangre. Era él. Era el muchacho que había visto en la Cuesta del Postigo. Me despedí de mi "vecinillo" y tomamos caminos diferentes. Después de unos metros, me giré para ver cómo se iban. El amigo de mi vecino también se volvió y saludó con la mano, al tiempo que me guiñaba un ojo.

 

 FIN

domingo, 10 de enero de 2021

EL HOMBRE LOBO DE CALAHORRA


El lobo es un animal magnífico que ya puso en valor el gran Félix Rodríguez de la Fuente. ¿Sabíais que el lobo, una vez se aparea con una hembra, no vuelve a acoplarse a ninguna otra y le guarda eterna fidelidad? Pero si algo caracteriza a este animal es su leyenda negra. En la Edad Media, con el despoblamiento forestal, tuvo que buscar comida y sustento en las aldeas próximas a los bosques. Lo más sencillo para él era entrar de noche en los cementerios, sacar los cadáveres recién enterrados y comérselos, dejando un escenario dantesco a su paso, lo que le granjeó mala fama y una gran animadversión por parte de la sociedad.

 

Quiero dejar muy claro que el relato que os cuento a continuación está formado, en primer lugar y a modo de introducción, por un hecho histórico (puede que con el tiempo agrandado a leyenda) que ocurrió en Calahorra en la primera mitad del siglo XVIII y que ha sido narrado por varios historiadores en distintas publicaciones (como don Pedro Gutiérrez Achútegui en su libro de 1959 Historia de la muy noble antigua y leal ciudad de Calahorra); y por una segunda parte de ficción, donde pueden darse nombres y situaciones reales (las menos), pero que nada tiene que ver con la realidad. Espero que, a pesar de su dureza, al menos paséis un rato agradable con la lectura.

 


Hace tres siglos, concretamente el 31 de enero de 1720, al poco de caer la noche, un lobo rabioso entró en la ciudad de Calahorra sembrando el pánico entre sus vecinos. En poco rato atacó y mordió a más de cuarenta personas. Varios hombres salieron en su busca armados con escopetas y hachas encendidas. Se colocaron luminarias por numerosas calles con el fin de divisar bien a la bestia. Finalmente, unos arcabuceros, tras pedir amparo a la Virgen del Planillo (llamada la Llovedora), lograron dar muerte al animal bajo el arco donde estaba (y está) ubicada la imagen de Nuestra Señora. Desde aquel momento, la Llovedora pasó a denominarse también Virgen Lobera.

 

De aquellos polvos vienen estos lodos, como dice el dicho. Aquel lobo llevaba algo más que rabia en su interior. Y si no, que se lo pregunten a… No, no lo voy a descubrir, al menos de momento. Lo cierto es que la vida de una de las cuarenta personas que fue mordida por el citado animal cambiaría por completo aquella misma noche invernal de 1720, aunque él aún no lo sabía. Se trataba de un varón de complexión fuerte y mediana edad (unos treinta años de la época) y cuyo nombre verdadero omito. Antonio (desde ahora lo llamaré así) fue tratado en un primer momento, junto al resto de víctimas, con ungüentos, hierbas y brebajes, pero sobre todo por la providencia. Los que, como él, después de varios días todavía seguían padeciendo la rabia fueron instados por los médicos a bañarse en el mar. En aquella época se empezaba a mirar al mar como una fuente de salud inagotable tanto para el cuerpo como para el alma. Esta posibilidad, vista por primera vez en Inglaterra, se fue extendiendo por Europa y llegó también a España, donde los bañistas visitaban con asiduidad las playas del norte. Claro que en aquel entonces no era coger el coche y plantarse en San Sebastián. El viaje hacia la playa suponía una aventura de varios días y muchos sufrimientos. Como la mayoría de los nueve que iban no disponían de posibles suficientes para dicha empresa, recibieron donaciones de personas y estamentos de la ciudad para poder llevarla a cabo.

 

Con dos caballos y un gran carro partieron a finales de mayo.  Y lo que os quería contar sucedió al terminar la primera etapa. A media tarde la comitiva se detuvo al entrar en Pamplona y solicitó alojamiento, cosa que resultó complicada. La mayoría de las posadas estaban completas, así que tuvieron que repartirse y descansar por separado: cuatro en una y cinco en otra con los caballos. A Antonio y a otro de los viajeros les tocó dormir en la primera. Era un cuarto de la planta baja de la casa, a las afueras de la ciudad, con un gran ventanal abierto, sin nada que lo pudiera cerrar. Solo un pequeño resto de lo que algún día fue un marco de madera dejaba claro que aquello hace mucho tiempo que estaba así. Y llegó la noche. Desde su jergón, Antonio, con los ojos como platos, divisaba una luna llena esplendorosa. Comenzó a sentir convulsiones, pero no le dio mayor importancia. Las venía padeciendo desde el día de la mordedura, aunque después de un par de minutos se terminaban marchando. Esa vez no fue así. El recio hombre veía como sus uñas crecían, su cuerpo, cada vez con más vello, se iba encorvando y sus colmillos se afilaban salivando desmesuradamente. Su compañero de habitación dormía ajeno a tan horrenda transformación. De pronto, Antonio, o lo que fuera en ese momento, saltó sobre él y le mordió en el cuello tan fuertemente que, sin poner apenas resistencia, murió desangrado en un abrir y cerrar de ojos. Después aprovechó para devorar con tranquilidad las vísceras de su víctima y saciar su apetito de bestia durante un buen rato. Al terminar, saltó por la ventana y se perdió en la oscuridad. Nunca más se supo de él. Y nadie sabría de esta historia si no fuera por la persona que me la contó.

 


Aquella posada fue cerrada y su dueño multado por no tener el alojamiento en condiciones óptimas. El caso se cerró rápidamente. No había lugar a dudas: un lobo había entrado por la ventana y dado muerte a uno de los huéspedes mientras él otro había conseguido huir hacia el campo, muriendo poco después atacado probablemente por ese y otros lobos de su manada.

 

Lo cierto es que Antonio no regresó nunca a casa. Y no por lo que le pudiera pasar (nadie podría sospechar de su condición de licántropo) si no para evitar hacer daño a sus seres queridos. Con el tiempo se fue dando cuenta que su transformación no era fruto de un día y que se repetía con bastante frecuencia. No obstante, su condición humana imperaba sobre la animal, lo que le hizo volver a casarse y tener más hijos. Y fue precisamente el primer vástago que tuvo siendo ya hombre lobo el que heredó su condición de mitad humano, mitad animal. Y así seguiría ocurriendo hasta nuestros días. Precisamente uno de sus descendientes, creo que un bisnieto afincado en Valencia, estuvo con el famoso Romasanta durante cinco días atacando y comiéndose a varias personas “porque teníamos hambre”, tal y como declararía el célebre hombre lobo de Allariz al ser capturado.

 

Sí, amigos, los licántropos siguen existiendo, y muy probablemente un sucesor de la estirpe del protagonista de nuestra historia se transforme en hombre lobo en las noches de luna llena. Así que cuidado con los asientos de al lado si viajáis de noche en un avión, barco o tren. Permaneced muy atentos porque las garras acechan.

 

Ah, se me olvidaba. La persona que me contó esta historia ya no está entre nosotros. Fue asesinada brutalmente la semana pasada. Quizá sabía demasiado… por eso he querido ponerla en vuestro conocimiento para, por si acaso, que no se pierda en la espesura del bosque ni en la negrura de la noche.


FIN