Hace mucho frío en Berlín. Corren los últimos días
de 1944 y el Ejército Rojo se aproxima a la ciudad. Ritter ha quedado con Leyna
cerca de la casa de esta. Tiene que decirle algo muy importante.
—¿Estás bien? —pregunta ella—. Te noto un poco
pálido.
—Me han reclutado.
—¿Cómo? Pero si solo tienes dieciséis años.
—Mandaron una notificación a casa. Han llamado a
filas a todos los hombres de entre dieciséis y sesenta años.
—No lo entiendo. —La joven no sale de su asombro—.
¿No tenemos el mejor ejército del mundo?
—Teníamos —corrige él—. Desde agosto hasta ahora
hemos perdido nuestras conquistas en Francia, Yugoslavia, Bélgica y Grecia,
aunque ahora estamos luchando en las Ardenas, pero no pinta bien la cosa. Una
cosa es lo que diga la radio y otra la verdad. Lo que parece claro es que los
soviéticos están a las puertas de Berlín y el Führer nos necesita a todos.
—¿Y qué sabes tú de armas?
—Eso no importa. Han creado la milicia nacional
para instruirnos lo más rápidamente posible. Cuando empezó la guerra yo era un
niño, pero ahora ya soy un hombre y para mí es un honor defender a mi país.
—Entonces ya no nos veremos en mucho tiempo, ¿no?
Ritter la abraza fuertemente mientras ella llora
desconsolada. Se conocen desde hace año y medio, cuando el muchacho comenzó a
ayudar a un tío de Leyna en el reparto del correo. Desde entonces no se han
dejado de ver ni un solo día.
—Toma esto —dice Ritter entregándole una cajita verde
que ha sacado del bolsillo de su pantalón—. Pero tienes que prometerme algo.
—¿Qué? —pregunta ella sorprendida.
—Que solo la abrirás si me pasa algo y no nos
volvemos a ver.
Leyla vuelve a llorar con más fuerza.
—No quiero perderte, Ritter.
—Siempre estaremos juntos —responde él—. Ahora debo
irme. Mañana tengo que estar muy temprano en el centro de reclutamiento.
Se despiden con un largo beso mezclado con
lágrimas.
Durante la semana siguiente, Ritter recibe clases
intensivas junto a cientos de hombres, muchos de los cuales no han cogido un
arma en su vida. A los ocho días de instrucción, el joven ya sabe utilizar el
panzerfaust, un lanzagranadas antitanque de funcionamiento muy sencillo. El
panzerfaust supone un grave peligro para los acorazados soviéticos. Debido a la
escasez de soldados, Ritter participa también en la fortificación de la ciudad,
cortando calles mediante edificaciones de tierra y piedras. Otros compañeros
son mientras tanto enviados a explosionar los puentes sobre el río Spree para
dificultar el avance de los rojos cuando entren y poder ganar tiempo. Durante
este periodo de preparación, los jóvenes enamorados no pueden verse, como ya
habían previsto, pero Ritter logra enviar cartas a Leyna. La muchacha las
guarda todas como un tesoro junto a la enigmática cajita verde. En ellas Ritter
le habla del futuro juntos, de formar una familia y vivir en paz en una
Alemania aún grandiosa.
El dieciséis de abril de1945 entran por fin en
Berlín las tropas del Ejército Rojo. Ritter se encuentra en el sector
Rangsdorf, uno de los nueve en los que los alemanes han dividido la ciudad para su defensa. Su
posición es en el interior, próximo a la Ciudadela, en el centro de la capital,
donde están los edificios gubernamentales. Entre ellos sobresale la Cancillería
del Reich, en cuyo sótano se encuentra el búnker de Hitler. Este se divide a su
vez en dos partes: el Vorbunker (parte delantera construida en 1936) y el
Führerbunker, de ejecución reciente y donde se alojan Hitler y Goebbels bajo la
protección de una plancha de hormigón de casi cinco metros de espesor.
Cuatro días después, el 20 de abril, Ritter es
llamado a las inmediaciones de la Cancillería. Allí, junto a los combatientes
más jóvenes del ejército alemán, es felicitado por Adolf Hitler. El Führer
quiere así rendir homenaje a estos muchachos en el día de su 56 cumpleaños. El
joven está muy nervioso. Nunca ha visto al gran líder tan cerca. Sin embargo,
al llegar a su altura para estrecharle la mano, se da cuenta de que su mirada
ya no es tan intimidatoria y parece algo perdida, como si estuviera bajo la
influencia de sustancias estupefacientes. Además es de estatura parecida a la
suya: 1,75. Es como si Hitler, tras doce años en el poder, desde aquel 30 de
Enero de 1933 en el que fue nombrado Canciller, ya supiera que su imperio se
desmorona por completo y que el final se aproxima, más aún desde que el
Ejército Rojo entrara el 12 de enero en territorio alemán durante
la ofensiva del Vístula-Óder y avanzara hacia el oeste a una gran
velocidad, de hasta cuarenta kilómetros al día, y en febrero comenzaran los
bombardeos masivos de los aliados sobre Dresde. Ritter entra en pánico. Nunca
pensó que eso llegara a ocurrir. Nadie podía imaginar que la mayor potencia
militar del mundo cayera algún día. Pero eso, en definitiva, no parece
importarle mucho si lo compara con Leyna. Nada sería peor que no poder volver a
ver a su amiga inseparable, a su único amor. Esto le duele aún más que cualquier
herida de guerra que pueda tener.
Los siguientes días son caóticos. Los defensores
alemanes, dirigidos principalmente por Helmuth Weidling, en agotadas, mal
equipadas y desorganizadas divisiones de la Wehrmacht y
las Waffen-SS, a las que se suman muchos voluntarios extranjeros de
las SS, entre ellos más de trescientos españoles y un puñado de franceses de la División
Charlemagne, y voluntarios mal entrenados de las Juventudes
Hitlerianas y el Volkssturm,
apenas ofrecen resistencia a los soviéticos, que avanzan rápidamente
a través de las calles de Berlín hasta llegar al centro de la ciudad. Allí los
combates se empiezan a librar cuerpo a cuerpo y casa por casa. El 30 de abril,
Ritter y doce compañeros se ven sorprendidos en una emboscada soviética
mientras intentaban cargar sus panzerfaust en lo alto de un edificio. Son
acribillados literalmente por continuas descargas de ametralladora PPSh-41 que acaba con sus vidas. El
inconveniente principal del panzerfaust es su limitado alcance en campo
abierto; sin embargo, en la ciudad resulta más fácil. De ahí que los
combatientes del Volkssturm se escondan en los edificios y abran fuego desde
las ventanas. Esta vez no les ha salido bien. Las calles y casas de la capital
alemana se encuentran llenas de cadáveres, la gran mayoría de los caídos en
acciones de guerra son de hombres reclutados a finales de 1944 que, como Ritter,
no tenían experiencia en el combate. Pero también hay muchas víctimas civiles,
ya que el Alto mando alemán, con Goebbels al frente, ha decidido no evacuar a
la población y prohibido salir a cualquier persona de la ciudad. Solo los altos
funcionarios con un permiso especial han logrado hacerlo. Esto ha ocasionado
muchas muertes por falta de provisiones, sobre todo de comida y medicinas.
Todos los sueños de un
chaval de dieciséis años se ven esfumados por la locura de un hombre que se
creyó todopoderoso y llevó a su país a una guerra por conquistar el mundo. En
el camino han quedado millones de víctimas inocentes y un exterminio sin
precedentes.
El mismo día de la muerte
de Ritter, el 30 de abril, Hitler y su prometida, al ver todo perdido, se
suicidan en el búnker. Al día siguiente, Goebbels, el sucesor, hace lo mismo.
El comandante Weidling informa a los soviéticos de la muerte del Führer y trata
de acordar un armisticio, pero Stalin se niega y ordena la rendición
incondicional. Por ello, en la madrugada del 2 de mayo, Weidling detiene la
resistencia y se entrega junto a sus hombres al Ejército Rojo, poniendo fin a
la batalla por Berlín y prácticamente a la guerra.
Pasan unos cuantos días
de tensión e incertidumbre hasta que se dan a conocer los nombres de los
fallecidos en combate. La familia de Ritter no sabe nada del muchacho desde
hace días e intuyen lo peor. Se publican unas interminables listas y se colocan
a los pies de los edificios que aún quedan en pie. Leyna es una de las muchas
chicas que se agolpan para poder leer los nombres que, en muchos casos, no
aparecen ni por orden alfabético, lo cual dificulta mucho más la búsqueda.
Finalmente lo encuentra y se aleja poco a poco. No grita, no llora, solo camina
en silencio cabizbaja hasta llegar a su casa. Hace escasos dos días que sus
padres han abandonado el sótano y han vuelto a ocupar la vivienda. Su casa, a
diferencia de otras, no ha sufrido daños considerables, solo algún cristal roto
y más grietas de las que ya había. La joven se encierra en su habitación, un
cuarto aún frío y poco acogedor en la ya primavera alemana. Se desploma boca
abajo sobre su cama y comienza a llorar. Llora sin parar lo que se ha tenido
que contener estos días. Todo se ha terminado: los sueños, las ilusiones y un
futuro que parecía prometedor. Maldita
guerra, ¿por qué nos ha tenido que suceder a nosotros?
Se pregunta una y otra vez. Así pasa una hora, recordando momentos felices
junto a Ritter, recuerdos que nada ni nadie podrán borrar. Después se levanta y
abre el cajón de su escritorio. Allí está la cajita verde. La mira, la toca,
pero no la abre. Es como si negara lo ocurrido. Todavía no se siente preparada.
Pasan los días y se van conociendo
datos. La entrada en Berlín del ejército Rojo ha ocasionado más de ciento
ochenta mil muertos. La ciudad está prácticamente en ruinas. Los escombros se
amontonan por todas las calles. El 13 de mayo, once días después de la
rendición alemana, el general en jefe de la Administración Militar Soviética,
mariscal Grigori Zukov, confirmaba en su cargo a los nuevos
miembros del Ayuntamiento de Berlín nombrados por el comandante soviético de la
ciudad, general Bersarin. Los elegidos tomaron posesión de su cargo en seis
días. Al mes, Berlín queda dividida en dos sectores: el occidental, ocupado
por norteamericanos, británicos y franceses, con cuatrocientosochenta
kilómetros cuadrados de extensión y más de dos millones de habitantes, y
el soviético, con cuatrocientos kilómetros cuadrados y un millón de
habitantes.
Ha llegado el momento. El
calor parece mitigar un poco las penas. Amanece un día de agosto en el Berlín
de después de la guerra. Leyna se levanta con ganas, decide ser fuerte y abrir
la cajita verde que le entregó su novio cuando fue alistado. Hay una hoja perfectamente
doblada en muchas partes. La saca y ve que debajo se agolpan unos cuantos
pétalos de margarita. Una lágrima comienza a resbalar por su mejilla, pero
desdobla con cuidado el papel y lee:
Querida Leyna:
Si estás leyendo esto, es que nuestros caminos se han separado
definitivamente. Cuando vas a una guerra sabes que tienes muchas posibilidades
de no regresar con vida, aunque estés muy cerca de casa. ¿Recuerdas cuando
deshojaste una margarita el día que te pedí salir? Yo recogí los pétalos, como
puedes ver. Ese fue el inicio y hoy es el final. Procura ser feliz, aunque me
lleves siempre en tu recuerdo, porque las bombas y balas podrán ganar una
guerra, pero nunca podrán destruir el amor.
Te quiero.
Ritter
Leyna seca sus lágrimas,
vuelve a doblar la carta y la mete, junto a los pétalos, en la cajita. Después
se arregla y sale a la calle con la cabeza alta y la mirada risueña. Hoy
comienza a trabajar en una peluquería. Siempre tuvo la ilusión de ser una gran
peluquera. La vida sigue, aunque ya nada será igual que antes de la guerra.