
Es
domingo, 22 de marzo. Hace frío y estoy helado. ¡Maldito aire! Calahorra
viste sus mejores galas para recibir la visita del que muy pronto será el nuevo
Papa de la Iglesia Católica. Todos los vecinos, con las autoridades al frente, nos
agolpamos ante el arco del Arrabal. Ya están preparados los gigantes, los niños
que van a bailar y hasta se ha traído desde Arnedo una gran colección de fuegos
artificiales. Adriano de Utrecht hace su entrada en la ciudad entre grandes
vítores. Hace dos meses que recibió la noticia de su elección como sucesor al
trono de San Pedro. Se encontraba en Vitoria, desde donde dirigía el asedio a
Fuenterrabía, ocupada por tropas francesas. El cónclave de cardenales, reunido
en Roma, le eligió Papa a primeros de año. La ciudad eterna es su destino
final. Allí debe ser proclamado. Antes está realizando un periplo por varias localidades
que le llevará a Tarragona, donde embarcará para cruzar el Mediterráneo.
Adriano saluda a la multitud. Viene de Santo Domingo de la Calzada, lugar que
escogió para pernoctar y visitar la tumba del Santo. Ha pasado también por
Nájera, Casalarreina y Logroño, hasta llegar a nuestra ciudad. Le acompaña un
gran séquito entre los que sobresale Fadrique de Portugal, actual obispo de
Sigüenza y que lo fue también de Calahorra durante cinco años. Fue
precisamente en esa época cuando el obispo portugués abandonó la ciudad de los
Santos Mártires unos días para acudir junto al lecho de muerte de la reina
Isabel I, con quien le unía una estrecha relación de amistad; de hecho, se
convirtió en uno de los testigos que firmó el testamento real. Después fue
consejero del rey Fernando y ahora lo es de su nieto, Carlos I (que también estuvo
aquí hace dos años). Don Fadrique ha influido mucho en el nuevo Papa, no solo
para que visitara Calahorra, sino para que además lo hiciera en domingo y poder
así oír Misa en la Catedral de Santa María. Aunque el gran templo calagurritano
se encuentra en obras: en junio, el Cabildo encargó a su hombre de confianza,
Pedro de Olabe, la disposición de un lugar de custodia segura para las
reliquias de los Santos Mártires y la riqueza artística de la catedral, y aún
no ha terminado. También se está llevando a cabo la construcción de un reloj
por parte del señor Arnao, afamado relojero. Pero no hay mal que por bien no
venga, ya que el Cabildo aprovecha la situación para pedir al futuro Sumo
Pontífice nuevas gracias en favor del templo. Con todo y con ello, no hay un
solo asiento libre. La expectación es máxima y los allí presentes somos
conscientes de estar viviendo un día que pasará a los anales de la historia de
Calahorra.
Todo
esto será, con toda seguridad, recogido en los libros, pero se está dando un
hecho tan importante o más que el relatado, que muy posiblemente no quede
reflejado por escrito, al menos en su mayor parte. Por eso me encuentro aquí
yo: para dar fe de ello. Acaba de entrar en la catedral, cojeando
ostensiblemente, un militar de unos treinta años. Se coloca entre los primeros
bancos, justo delante de mí. Parece que dispone de un espacio reservado. Saluda
al religioso que tiene a su derecha.
—Buenos
días —dice inclinando un poco la cabeza—. Soy Íñigo López de Loyola.
—¿Es
usted el militar de Azpeitia que hirieron los franceses en Pamplona?
—El
mismo.
—¡Le
dieron por muerto! —exclama el cura.
—Pues
ya ve que no.
—¿Cómo
se encuentra?
—Hecho
una piltrafa. Una bala de cañón me fracturó una pierna y me lesionó la otra. Pero aquí estoy, con
más ganas que nunca de vivir.
—¿Piensa
usted volver a los campos de batalla?
—No,
padre. Estoy decidido a encaminar mi vida por otros derroteros mucho más
pacíficos.
—¿Ya
lo saben sus superiores?
—Al
primero que se lo dije fue a mi amo; aquel que está allí —dice señalando
levemente—, al lado de don Adriano.
—¿El
Duque de Nájera?
—Exacto.
Don Antonio ha sido, precisamente, quien me invitó a esta ceremonia al saber
que yo pasaría por aquí camino de Montserrat.
—¿Va
usted al monasterio? Quizá necesiten monjes…
—Ya
no. Desde que el rey don Fernando enviara catorce monjes procedentes de
Valladolid, la situación es mucho más tranquila. Pero no me quedaré allí, mi
meta es Tierra Santa.
—Tiene
usted las miras muy elevadas.
Íñigo
se lleva la mano a la boca en señal de silencio. El futuro Adriano VI entra
solemnemente en la catedral, bajo palio y secundado por autoridades
eclesiásticas y civiles. El órgano suena majestuoso. Don Juan Castellanos de Villalba, Obispo de
Calahorra y La Calzada, se dispone a oficiar la Misa. Su aspecto es la de una
persona enferma. Antes saluda al futuro Papa y a sus acompañantes.
—In nomine
Patris, et Filii, et Spirictus Sancti. Amen. Introibo ad altare Dei.
—Ad Deum qui
laetificat juventutem meam —responde el público.
—Qué malito está el obispo —le susurra el cura al oído—,
pero quería a toda costa estar presente para recibir al nuevo Papa. No en vano,
tras conocer el fallo del cónclave a través de un mensajero, fue el que
facilitó un guía para que fuera a Vitoria a comunicar a don Adriano la noticia
de su elección.
—Parece
un buen hombre —apunta Íñigo.
—Lo
es, pero me temo que no nos va a durar mucho en el cargo.
Al
terminar la ceremonia, volvemos todos a vitorear al Papa en el atrio de la
catedral. El cabildo le hace entrega de un hermoso par de mulas que el futuro Santo
Padre recibe con agrado y una gran sonrisa.
A
unos dos mil kilómetros de allí, en Knaresborough, una pequeña localidad inglesa
situada en el condado de Yorkshire del Norte, Úrsula Shipton, más conocida como
Madre Shipton, comienza a escribir una serie de profecías. Esto lo supe poco
después, pero aprovecho ahora que estoy redactando este acontecimiento para
incluirlo aquí por si, por casualidad, pudiera ser relevante. Veamos algunas de
ellas:
“Los
carruajes andarán sin caballos y los accidentes llenarán al mundo de dolor. Los
pensamientos volarán alrededor de la tierra en un abrir y cerrar de ojos. Qué
extraño y, sin embargo, se harán realidad”.
“Los
hombres amarillos ganarán el gran poder del oso poderoso, a quien ellos
ayudarán. Estos tiranos no tendrán éxito en dividir el mundo en dos, más de
estos actos nacerá un gran peligro. Y una fiebre intermitente dejará muchos
muertos”.
Yo,
la verdad, si os soy sincero, en el año de Nuestro Señor de 1522, no tengo ni
la más remota idea de lo que quiere decir esta mujer. ¿Cómo demonios van a
andar los coches sin caballos? Y, peor aún, ¿cómo va a conocer alguien, por
ejemplo del nuevo mundo, lo que tú pienses en el mismo instante que lo haces?
Esto es de locos. Y lo de los hombres amarillos y la fiebre intermitente… ¡Ay,
Madre Shipton, cuánta imaginación tiene usted!
A
mí, sinceramente, lo que me gustaría saber en estos momentos es qué será de este
tal Íñigo de Loyola, que tan docto parece, y cuánto durará en el cargo Adriano
VI. Seguro que vosotros, cuando leáis esto, ya lo sabréis. Igual hasta ha
acertado Madre Shipton con sus otras predicciones, quién sabe.
FIN
*Nota aclaratoria: Este no es un relato al uso. Es un hecho histórico, contado a mi loca manera, de lo que ocurrió y pudo ocurrir en Calahorra el 22 de marzo de 1522. La llegada de un Papa recién elegido es un hecho documentado por los historiadores, así como toda la parafernalia que os narro. El otro célebre personaje que sale en el relato (más importante aún que el mismísimo Papa y que deberéis saber de quién se trata) también pasó por Calahorra esos días, aunque yo me he tomado la licencia de introducirlo de lleno en esa misma jornada. Acabo con las profecías de Madre Shipton, que la verdad he conocido muy recientemente, por ser de la misma época, aunque se publicaron tiempo después, y que tanto me han impactado. Todos conocemos algunas de Nostradamus, que además vivió también en el mismo siglo, pero de las de esta señora no tenía ni la más remota idea.