Me
gusta observar las estrellas y la luna, escuchar el discurrir del agua del río,
percibir el olor de la hierba mojada… Pertenezco a la diversidad de este
grandioso mundo. Soy calagurritano, riojano y español. Me enorgullece mucho
serlo, no lo voy a negar, sobre todo lo primero. Sin embargo, al igual que el
resto de mortales, no escogí dónde nacer. Ya nos viene impreso en una etiqueta
invisible de un origen desconocido cuando llegamos al interior de nuestras
madres. Es como si alguien lanza unas cuantas fichas sobre un tablero y cada
una cae donde cae. Todo esto vino a mi mente siendo aún un niño. Escuchaba Madrid, una canción de primeros años de
los ochenta del grupo Mecano que en
su comienzo dice así: “A unos les toca en Gambia y a otros en Pekín, y a mí me
tocó nacer en Madrid. Y no es un trauma ni un orgullo para mí, porque no me
dejaron elegir”. Comencé a preguntarme qué hubiera sido de mí de haber venido
al mundo en otro lugar, como por ejemplo en la ciudad senegalesa de Saint
Louis, donde miles de niños sin hogar piden limosna a diario; o en cualquier
aldea de Corea del Norte… o en Gaza, y estar ahora escapando de la muerte sin
nada en los bolsillos. La misma pregunta surge con el tiempo: ¿Y si hubiera
nacido en esa España previa a la Guerra Civil? Nacer es entrar a formar parte
de un mundo de relaciones, de discursos y de normas que no hemos elegido. Se nos
impone el lugar, la época y el sexo, entre otras cosas; solo por eso estamos
obligados a respetarnos.
Recuerdo
mi primera salida al extranjero, también de niño, donde descubrí que, a pesar
de hablar distinto, la gente tenía ojos, boca, nariz, brazos y piernas como yo;
que comían y bebían como yo; que lloraban y reían como yo. Desde entonces solo
veo personas allá donde voy. No veo negros, pobres, ricos, gays, hombres,
mujeres… No, solo veo personas y, quizá, la única catalogación que haga de
ellas sea si son o no buenas personas, lo demás me da igual.
Creernos
propietarios de una ciudad, región o país por el mero hecho de haber
nacido o
pagar impuestos en ellos es un gran error. Todos somos iguales y todos
tenemos derecho a vivir dignamente en un planeta que tiene recursos para abastecer
a la totalidad de la población. ¿Utopía? Llamadle como queráis. Estamos aquí de
paso, y eso nos obliga a respetar y mantener lo mejor posible el lugar donde
vivimos. Las futuras generaciones no deben pagar nuestro egoísmo. Nadie es más
que nadie, aunque los sistemas que nos gobiernan practiquen lo contrario, y
aquellos que tenemos la suerte de vivir en paz y tranquilidad debemos estar y
ser agradecidos, y pensar un poco en los que viven en Gambia, Senegal, Gaza o Corea del Norte, que posiblemente también tengan la oportunidad en algún momento de
sus vidas de observar las estrellas y la luna, escuchar el discurrir del agua
de un río y percibir el olor de la hierba mojada.
