Todo
comenzó la noche de Halloween de hace 3 años. Carmen salió a las diez a tirar
la basura. Lo hacía habitualmente a esa hora, justo unos minutos antes de
comenzar la película y siempre con la misma parafernalia: sacaba la bolsa del
cubo, la ataba, cogía la llave de casa de una bandejita de plata que había
sobre el taquillón de la entrada y cerraba la puerta simplemente con el
resbalón. El contenedor estaba a escasos veinte metros. La anciana, viuda desde
hacía cinco años, levantó la tapa y dejó caer la bolsa.
Todavía
coleaba en la ciudad el caso de la anciana cuando un año después, el mismo día,
aunque esta vez un poco antes (sobre las ocho y media de la tarde), ocurrió
algo parecido. Tres niños de unos trece años, Mateo, Lucas y Juan (qué
coincidencia, sólo falta Marcos), vecinos del barrio, recorrían las calles
próximas a sus casas llamando a todos los timbres que encontraban a su paso.
"¿Truco o trato?" preguntaban sin cesar. Algunas señoras les daban
dulces, caramelos o incluso unas pocas monedas, pero la mayoría, aunque les
eran conocidos, los despedía con cara de pocos amigos. El caso es que iban
repartiéndose equitativamente el botín obtenido, sin disputa alguna y
alegrándose de estar superando lo conseguido el pasado año, cuando decidieron
visitar la última vivienda antes de irse a cenar. Era el número 77 de la calle
Arrabal, justo antes de la esquina con Zoquero, donde seguían estando los
contenedores de basura. Juan, el de mayor altura, era el encargado de llamar y
dar la cara primero, quizá pensando en imponer algo más de respeto y sacar más
tajada. Una joven abrió la puerta y sonrió. Parecía estar esperando ese
momento. Los chicos formularon la pregunta y ella se giró para coger algo que
tenía sobre una pequeña mesa. Cuando fue a entregarles una bolsa con chucherías,
el semblante de la chica cambió y, sorprendida, preguntó por el muchacho que
faltaba. Juan y Mateo miraron hacia atrás. Lucas no estaba, se había esfumado.
Miraron a ambos lados de la calle y nada, ni rastro. Lo buscaron a voz en grito
durante un buen rato, pero Lucas no apareció. Los vecinos, horas más tarde y
con linternas, peinaron la zona desde Bellavista hasta el parque del Cidacos
sin resultado positivo. Efectivos de la Guardia Civil y Policía Nacional,
llegados de diferentes puntos del país y expertos en este tipo de casos,
estuvieron durante dos días consecutivos rastreando hasta el más recóndito
lugar e interrogando a todas las personas cercanas y susceptibles de ser sospechosas de la
desaparición del niño. Nada, al igual que el año anterior con Carmen, no se
encontró.
En
esta ocasión no vi nada que me llamara la atención en el informe policial que
me filtró un buen amigo del cuerpo. No di con ninguna pista que me pusiera
siquiera en alerta, y eso que lo leí una y mil veces. Sin embargo, cuatro meses
después del suceso, logré entrevistar a Juan y Mateo (mi fama de experto en
temas de misterio es siempre una importante tarjeta de visita, como último
recurso, cuando nada de lo demás ha dado resultado). Sus padres estaban
presentes. Les pedí que me dijeran
cualquier detalle de lo acontecido en los instantes previos a la desaparición,
por nimio que fuera, que no hubieran recordado hasta la fecha. Pensaron durante
tanto rato que a los padres se les hizo eterno (a mí no, ya estoy
acostumbrado). Finalmente Mateo señaló algo: "cuando íbamos hacia el
número 77, sonaba una canción de Rosarillo en la casa de enfrente. El volumen
no era muy alto, pero se oía perfectamente". Juan asintió con vehemencia.
Mis vellos se erizaron cuando dijo qué canción era: "Uyuyuy mi gato hace
uyuyuy".
La
llegada del 31 de octubre de 2019 puso en guardia a toda la población. Después
de lo sucedido los dos años anteriores, la mayoría de los ciudadanos, alertados
por el miedo y por las recomendaciones de las autoridades, se encerró en sus
casas en cuanto cayó la tarde. Se prohibió cualquier iniciativa privada para
celebrar Halloween y apenas un puñado de vecinos, supongo que con niños en
casa, adornaron sus balcones con motivos terroríficos. Ni que decir tiene que
nada se sabía de los paraderos de Carmen y Lucas. Los responsables de las
investigaciones no habían encontrado hasta la fecha una sola pista que les
condujera a resolver algunos de los dos casos, y no será porque no habían
indagado meticulosamente en el barrio ni porque no estuvieran lo
suficientemente preparados. Dicen que los miembros de la Brigada de Homicidios
y Desaparecidos de la Policía Nacional son los más reputados de toda Europa; al
menos, tienen un alto porcentaje de éxitos en comparación con sus colegas
europeos. Tanto ellos como la Policía Científica no habían dejado un solo día
de trabajar en las desapariciones y visitaban nuestra ciudad con asiduidad.
Cené
temprano y me bajé al Arrabal. Esta vez no podía perderme cualquier cosa que
pudiera suceder. Tenía miedo, naturalmente. Uno no es de piedra, pero mis
ansias de saber y de observar podían mucho más. Vehículos de la Policía Local
cortaban la entrada y salida del barrio. También había Guardia Civil y, como
no, los de la Brigada eran los que llevaban la voz cantante. Como no me iban a
dejar pasar por la calle Arrabal, en su acceso junto a la catedral, subí hasta
El Planillo y bajé por la Cuesta del Rufo (supuse que si lo hacía por la Cuesta
de las Monjas tampoco me dejarían, ya que habría allí otro control). Giré a la
izquierda, por allí iban y venían agentes de uno y otro cuerpo. Un guardia
civil me echó el alto, pero un municipal, conocido mío, le dijo que yo también
formaba parte de la investigación. Tengo una lista llena de favores que debo ir
devolviendo sin falta. Me dirigí a la casa que hay en frente de los
contenedores de basura, donde desapareció Carmen, y también en frente del
número 77, donde se esfumó Lucas. Toqué al timbre, pero no sonó. Golpeé la
puerta sin mucho escándalo (no quería llamar la atención de los policías) y
esperé unos segundos. Nadie contestó. Empujé la puerta y parecía moverse, así
que hice más fuerza y se abrió. Entré y cerré tras de mí para no levantar
sospechas fuera. Todo estaba a oscuras, ahí no parecía haber nadie. Pero el
olor… Sí, olía a animales. Saqué el móvil y encendí la linterna. Una escalera
llevaba al piso de arriba. Me dispuse a subir con cuidado para no tropezar,
pero me di cuenta de que mis piernas no respondían; estaba cagado de miedo. Me
di la vuelta para largarme y no hacer más el tonto cuando, de repente, una
tenue luz se encendió arriba.
—¿Hola?
—saludé—. ¿Hay alguien ahí?
Nadie
contestó. Esperé unos segundos más por si acaso, pero nada. Intenté subir
mientras hablaba para aplacar el miedo.
—Soy
investigador privado. Simplemente me gustaría hacerle unas preguntas. Será solo
un par de minutos.
Llegué arriba y me dirigí hacia la habitación de donde provenía la luz. La puerta estaba entreabierta. Volví a preguntar sin éxito. Entré.
Allí
estaban Carmen y Lucas, que ni se inmutaron al verme. Había más gente que no
conocía. No entendía nada. Abajo se oían ruidos y se encendieron muchas luces.
Alguien subía por las escaleras. Dos agentes de la Guardia Civil entraron en la
habitación y miraron de arriba abajo.
—Vámonos
—dijo uno de ellos—. Aquí solo hay gatos y huelen que apestan.
Horror,
no me habían visto. Qué altos eran esos tíos. No, esperad un momento, no es que
fueran altos, es que yo era muy pequeño. ¿Qué cojones estaba pasando? Y de
repente sentí un hambre felina.
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