EL GATO DE LA CALLE ZOQUERO

Todo comenzó la noche de Halloween de hace 3 años. Carmen salió a las diez a tirar la basura. Lo hacía habitualmente a esa hora, justo unos minutos antes de comenzar la película y siempre con la misma parafernalia: sacaba la bolsa del cubo, la ataba, cogía la llave de casa de una bandejita de plata que había sobre el taquillón de la entrada y cerraba la puerta simplemente con el resbalón. El contenedor estaba a escasos veinte metros. La anciana, viuda desde hacía cinco años, levantó la tapa y dejó caer la bolsa.

 

Hasta aquí es todo lo que sabemos hoy, tras la exhaustiva investigación policial que se llevó a cabo los días posteriores, porque Carmen no regresó nunca a su casa y desapareció sin dejar el más mínimo rastro. Nadie la vio ni oyó nada. Su hija entró dos días después. Le extrañó que estuvieran las luces del pasillo y del salón encendidas y el televisor a todo volumen cuando eran las nueve de la mañana. Pero allí no había nadie. Buscó y buscó... y nada, ni pista de su madre. Después, lo dicho, la consiguiente denuncia por desaparición y la correspondiente investigación de un caso que, tres años más tarde, sigue sin esclarecerse. Hay un dato curioso que se me quedó grabado al leer el informe de la Policía. Dice que en las tres ocasiones que reconstruyeron los hechos para intentar averiguar cada uno de los pasos dados por Carmen, un gato, con excesiva parsimonia, subía y bajaba  constantemente por la cuesta de la calle Zoquero, la que da a la calle Arrabal, muy cerca del contenedor de la basura.

 

Todavía coleaba en la ciudad el caso de la anciana cuando un año después, el mismo día, aunque esta vez un poco antes (sobre las ocho y media de la tarde), ocurrió algo parecido. Tres niños de unos trece años, Mateo, Lucas y Juan (qué coincidencia, sólo falta Marcos), vecinos del barrio, recorrían las calles próximas a sus casas llamando a todos los timbres que encontraban a su paso. "¿Truco o trato?" preguntaban sin cesar. Algunas señoras les daban dulces, caramelos o incluso unas pocas monedas, pero la mayoría, aunque les eran conocidos, los despedía con cara de pocos amigos. El caso es que iban repartiéndose equitativamente el botín obtenido, sin disputa alguna y alegrándose de estar superando lo conseguido el pasado año, cuando decidieron visitar la última vivienda antes de irse a cenar. Era el número 77 de la calle Arrabal, justo antes de la esquina con Zoquero, donde seguían estando los contenedores de basura. Juan, el de mayor altura, era el encargado de llamar y dar la cara primero, quizá pensando en imponer algo más de respeto y sacar más tajada. Una joven abrió la puerta y sonrió. Parecía estar esperando ese momento. Los chicos formularon la pregunta y ella se giró para coger algo que tenía sobre una pequeña mesa. Cuando fue a entregarles una bolsa con chucherías, el semblante de la chica cambió y, sorprendida, preguntó por el muchacho que faltaba. Juan y Mateo miraron hacia atrás. Lucas no estaba, se había esfumado. Miraron a ambos lados de la calle y nada, ni rastro. Lo buscaron a voz en grito durante un buen rato, pero Lucas no apareció. Los vecinos, horas más tarde y con linternas, peinaron la zona desde Bellavista hasta el parque del Cidacos sin resultado positivo. Efectivos de la Guardia Civil y Policía Nacional, llegados de diferentes puntos del país y expertos en este tipo de casos, estuvieron durante dos días consecutivos rastreando hasta el más recóndito lugar e interrogando a todas las personas cercanas y  susceptibles de ser sospechosas de la desaparición del niño. Nada, al igual que el año anterior con Carmen, no se encontró.

 


En esta ocasión no vi nada que me llamara la atención en el informe policial que me filtró un buen amigo del cuerpo. No di con ninguna pista que me pusiera siquiera en alerta, y eso que lo leí una y mil veces. Sin embargo, cuatro meses después del suceso, logré entrevistar a Juan y Mateo (mi fama de experto en temas de misterio es siempre una importante tarjeta de visita, como último recurso, cuando nada de lo demás ha dado resultado). Sus padres estaban presentes. Les pedí  que me dijeran cualquier detalle de lo acontecido en los instantes previos a la desaparición, por nimio que fuera, que no hubieran recordado hasta la fecha. Pensaron durante tanto rato que a los padres se les hizo eterno (a mí no, ya estoy acostumbrado). Finalmente Mateo señaló algo: "cuando íbamos hacia el número 77, sonaba una canción de Rosarillo en la casa de enfrente. El volumen no era muy alto, pero se oía perfectamente". Juan asintió con vehemencia. Mis vellos se erizaron cuando dijo qué canción era: "Uyuyuy mi gato hace uyuyuy".

La llegada del 31 de octubre de 2019 puso en guardia a toda la población. Después de lo sucedido los dos años anteriores, la mayoría de los ciudadanos, alertados por el miedo y por las recomendaciones de las autoridades, se encerró en sus casas en cuanto cayó la tarde. Se prohibió cualquier iniciativa privada para celebrar Halloween y apenas un puñado de vecinos, supongo que con niños en casa, adornaron sus balcones con motivos terroríficos. Ni que decir tiene que nada se sabía de los paraderos de Carmen y Lucas. Los responsables de las investigaciones no habían encontrado hasta la fecha una sola pista que les condujera a resolver algunos de los dos casos, y no será porque no habían indagado meticulosamente en el barrio ni porque no estuvieran lo suficientemente preparados. Dicen que los miembros de la Brigada de Homicidios y Desaparecidos de la Policía Nacional son los más reputados de toda Europa; al menos, tienen un alto porcentaje de éxitos en comparación con sus colegas europeos. Tanto ellos como la Policía Científica no habían dejado un solo día de trabajar en las desapariciones y visitaban nuestra ciudad con asiduidad.

Cené temprano y me bajé al Arrabal. Esta vez no podía perderme cualquier cosa que pudiera suceder. Tenía miedo, naturalmente. Uno no es de piedra, pero mis ansias de saber y de observar podían mucho más. Vehículos de la Policía Local cortaban la entrada y salida del barrio. También había Guardia Civil y, como no, los de la Brigada eran los que llevaban la voz cantante. Como no me iban a dejar pasar por la calle Arrabal, en su acceso junto a la catedral, subí hasta El Planillo y bajé por la Cuesta del Rufo (supuse que si lo hacía por la Cuesta de las Monjas tampoco me dejarían, ya que habría allí otro control). Giré a la izquierda, por allí iban y venían agentes de uno y otro cuerpo. Un guardia civil me echó el alto, pero un municipal, conocido mío, le dijo que yo también formaba parte de la investigación. Tengo una lista llena de favores que debo ir devolviendo sin falta. Me dirigí a la casa que hay en frente de los contenedores de basura, donde desapareció Carmen, y también en frente del número 77, donde se esfumó Lucas. Toqué al timbre, pero no sonó. Golpeé la puerta sin mucho escándalo (no quería llamar la atención de los policías) y esperé unos segundos. Nadie contestó. Empujé la puerta y parecía moverse, así que hice más fuerza y se abrió. Entré y cerré tras de mí para no levantar sospechas fuera. Todo estaba a oscuras, ahí no parecía haber nadie. Pero el olor… Sí, olía a animales. Saqué el móvil y encendí la linterna. Una escalera llevaba al piso de arriba. Me dispuse a subir con cuidado para no tropezar, pero me di cuenta de que mis piernas no respondían; estaba cagado de miedo. Me di la vuelta para largarme y no hacer más el tonto cuando, de repente, una tenue luz se encendió arriba.

—¿Hola? —saludé—. ¿Hay alguien ahí?

Nadie contestó. Esperé unos segundos más por si acaso, pero nada. Intenté subir mientras hablaba para aplacar el miedo.

—Soy investigador privado. Simplemente me gustaría hacerle unas preguntas. Será solo un par de minutos.

Llegué arriba y me dirigí hacia la habitación de donde provenía la luz. La puerta estaba entreabierta. Volví a preguntar sin éxito. Entré.

Allí estaban Carmen y Lucas, que ni se inmutaron al verme. Había más gente que no conocía. No entendía nada. Abajo se oían ruidos y se encendieron muchas luces. Alguien subía por las escaleras. Dos agentes de la Guardia Civil entraron en la habitación y miraron de arriba abajo.

—Vámonos —dijo uno de ellos—. Aquí solo hay gatos y huelen que apestan.

Horror, no me habían visto. Qué altos eran esos tíos. No, esperad un momento, no es que fueran altos, es que yo era muy pequeño. ¿Qué cojones estaba pasando? Y de repente sentí un hambre felina.

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