La
verdad es que me da apuro contar esta historia. No he hablado nunca de ella, principalmente
porque nadie me creería y hasta es posible que me tildaran de loco.
Fue
un domingo de hace cuatro años. Los últimos trazos del invierno todavía se
hacían notar. Aproveché los escasos rayos de sol de la tarde para salir a
pasear por el casco antiguo. Descendí por la calle Mediavilla y llegué a la
catedral. Esta vez, en lugar de detenerme ante la fachada principal, bajé al
foso en dirección a la puerta de San Jerónimo. Allí estuve un rato
contemplándola. Después fijé la vista en el teléfono móvil que el cantero esculpió
en la reforma de 1996. Alargué la mano para tocarlo pero la volví a guardar en
el bolsillo. “Es una idea tonta” pensé. Pero ¿por qué no? Así que, al azar,
toqué el botón inferior izquierdo. Lógicamente no sucedió nada. Negué con la
cabeza y sonreí. “Estoy loco” me dije, y me dispuse a seguir mi paseo. De
pronto, cuando me encontraba a escasos tres metros, escuché algo. Me detuve,
nada, continué. Dos pasos y otra vez. Esta vez más claro. Volví. Escuché una
voz femenina en un idioma para mí desconocido. Era la tercera vez. El sonido
parecía venir de ultratumba y no precisamente de una línea telefónica, pero se
oía perfectamente. No sabía qué decir.
—Hola,
¿con quién hablo?
—sjkgjhgjtyfjjxv.
—Lo
siento, no entiendo nada de lo que dice.
Estaba
verdaderamente acojonado. Esperé un poco pero ya no hubo respuesta. Me fui.
Caminé un poco mientras caía la tarde pensando en lo ocurrido. Al final extraje
la conclusión de que aquello no había sido real. Llegué a casa preocupado, no
por aquella voz sino por mis paranoias.
Por
la noche sentí la curiosidad de informarme sobre la catedral de Calahorra y más
concretamente sobre la puerta de San Jerónimo. Me pregunté qué había podido
pasar por la cabeza del cantero que la restauró para esculpir un teléfono Nokia
de aquellos años. Al final lo encontré. El cantero le dijo a don Ángel Ortega,
archivero-canónigo de la catedral, que si en Salamanca habían puesto un astronauta,
por qué no podía él hacer lo mismo con un móvil. En fin, el caso es que el
objeto en cuestión está allí y ahora es incluso protagonista en las visitas de
los turistas.
En
la cama volví a darle vueltas a la voz de mujer que escuché por tres veces. Tenía
muchas y serias dudas sobre lo ocurrido, pero había una cosa que no acababa de
encajar. No era muy coherente (si es que puede ser coherente un sueño) que
durante una distorsión de la realidad (lo llamaré así porque estaba despierto),
alguien me hablara en un idioma que no pudiera entender. No tenía mucho
sentido, la verdad. No podía dejarlo así. Tenía que volver a comprobarlo. Y
volví, vaya que sí volví.
Al
día siguiente decidí acudir al lugar nada más salir del trabajo. Era noche
cerrada e intenté no encontrarme con personas conocidas que pudieran
entretenerme. No lo logré, como podéis suponer. Un viejo amigo, al que no veía
hace tiempo, me formuló la clásica pregunta que se hace por estos lares: “¿qué
vida?”. Para los que no seáis de por aquí, significa “¿dónde vas?” o “¿qué vas
a hacer?”. No se usa en plan de cotilleo (que también), sino más bien como un
saludo muletilla. Le respondí amigablemente que iba a dar un paseo para
despejarme un poco y me despedí. ¿Os imagináis su cara si le hubiera dicho que iba
a conversar con una puerta? Sí, puerta histórica, pero puerta al fin y al cabo.
Continúo, que me pierdo en banalidades. Llegué a la puerta del fosal (también
se llama así porque fue la entrada a un antiguo cementerio. Cómo me he
estudiado el tema, ¿eh?) Sin más dilación alargué el brazo y toqué la misma
tecla del día anterior. Esperé un par de minutos. Al no recibir respuesta,
volví a darle. Ahora sí. Surgió un sonido poco agradable, como traído por el
viento de la noche. Parecía muy lejano y, la verdad, acojonaba un poco.
—¿Hola?
—saludé.
El
mismo sonido.
—Te
estaba esperando.
“¡La
Virgen!” dije para mí y nunca mejor dicho. Di un respingo y me quedé
paralizado. Ni hui ni grité; básicamente porque no podía mover las piernas ni
abrir la boca para articular palabra alguna.
—Tranquilo
—prosiguió la voz—, no tienes nada que temer.
Esta
vez entendía todo con claridad. Su castellano era perfecto y, por el tono, supe
enseguida que se trataba de la misma mujer que me habló el día anterior.
—¿Qui-qui-quién
es usted? —acerté a preguntar.
—¿No
sabes quién soy? Pero si me has llamado tú.
—Yo
sólo he tocado…
—No
sé qué has hecho, pero me has llamado y ahora tengo que acudir a tu llamada.
La
mujer parecía algo enojada.
—Yo
no he llamado a nadie, se lo juro —dije con más miedo en el cuerpo que una
hormiga en mitad de la pista de un hipódromo.
—Levanta
la cabeza y mira bien la puerta. Yo estoy ahí. Cada tecla del teléfono
corresponde a uno de los que nos encontramos representados en ella.
—Disculpe,
señora, pero… quitando a Cristo, la Virgen y nuestros Santos Patronos, no
conozco a nadie.
—Ese
no es mi problema. Deberás averiguarlo para mañana.
—¿Y
qué ocurrirá si no lo hago?
—Lo harás. Por tu vida lo harás.
Esa
noche no pude pegar ojo. Nada más llegar a casa me senté frente al ordenador con
la intención de buscar información y esclarecer el enigma. Imprimí varias
fotografías de la puerta de San Jerónimo (una que hice yo y otras que figuran
por la red) y repasé visualmente todo su contenido. La puerta constaba de dos
partes. La más antigua, y donde se encontraban las imágenes, era la mitad
superior. Databa de 1520 y era de estilo gótico. Debajo de varios arcos había
una imagen de la Virgen, flanqueada por los santos Emeterio y Celedonio. Dos
ángeles sostenían una gran concha sobre la cabeza de María. Seguí la vista
hacia arriba y me detuve en el arco superior. Conté trece figuras. Arriba, en
el centro, Cristo resucitado, y a cada lado suyo, tres santos acompañados de
otros tantos ángeles. Aquí tenía que estar la solución. Los seis santos eran,
vistos de abajo arriba y de izquierda a derecha, Margarita de Antioquía,
Catalina de Alejandría, Lucía, Isabel de Hungría, Perpetua y Felicidad. Todo
mujeres, “empezamos bien” pensé. ¿A cuál de ellas representaría la tecla que
toqué? Imprimí también una foto del teléfono y puse las dos sobre la mesa.
Busqué una imagen de un Nokia de finales de los noventa; pero, por más que la
observaba, los números no me cuadraban. Finalmente decidí hacer lo más
sencillo: trazar un arco a partir de la tecla en cuestión (como podéis ver en
las fotografías de más abajo). Así me salían siete posiciones que, descartando a los ángeles
acompañantes, corresponderían a las seis santas, con Cristo en el centro. Por
lo tanto, la número uno debía ser Santa Margarita de Antioquía.
No le di más vueltas y me centré en leer todo lo que pude sobre la mujer elegida. Tenía que estar lo más preparado posible ante cualquier pregunta que pudiera plantearme. Al final me venció el sueño cuando las primeras luces del día hacían su aparición.
Llegó
la hora y me presenté a la cita. Estaba cagado de miedo, pero también decidido
a no parecerlo (si es que se podía engañar a una santa, que eso es potra cosa).
Toqué la tecla con más firmeza que nunca. No contestó nadie. Al cabo de unos interminables
segundos escuché una voz a mi espalda.
—Estoy
aquí.
No
la veía, pero la sentía cerca, así que salí del foso y entonces apareció ante
mis ojos. Estaba sentada al final de la Cuesta de la Catedral, junto al Palacio
Episcopal. Vestía ropa rara, supongo que de su época (siglos III y IV) y era de
una gran belleza.
—La
verdad es que tenía muchas ganas de visitar esta hermosa tierra. Yo, al igual
que vuestros santos, también fui decapitada.
—¡Santa
Margarita! —exclamé.
La
mujer asintió con dulzura.
—Me
hicieron sufrir mucho antes de que me mataran. No sabes bien lo que fue vivir
en aquellos años de persecución de los cristianos. Ahora no estáis nada mal y
encima os quejáis continuamente.
Estaba
embelesado escuchando a la santa cuando, de repente, se oyó un rugido
espantoso. Provenía del río y allí dirigí la mirada. Ella ni se inmutó. Me miró
y sonrió.
—¿Qué
ha sido eso? —pregunté.
—Ponte
a cubierto si no quieres morir. Es un dragón. Yo ya estoy cansada de luchar
contra él.
Y
allá que venía el bicho gigante, echando más fuego por la boca que yo cuando
como alegrías.
—¡Joder,
qué mascotas teníais en aquel siglo! —acerté a decir.
Intenté
correr, pero no pude. Así que me volví a bajar al foso, junto a la puerta,
rezando con todas mis fuerzas a mis Santos, a Cristo y a la Virgen, y
olvidándome de santas extrañas y completamente locas. Al no lograr esconderme,
traté de traspasar la puerta concentrando todo el poder de mi mente, pero nada.
Dejé de escuchar el terrorífico rugido del dragón justo en el momento que me tocaban
el hombro.
—¿Quiere
hacer usted el favor de dejar de pegar cabezazos a la puerta? Se va a romper la
crisma. Es la cuarta vez que le veo merodeando por aquí. La próxima llamaré a
la policía.
Mi
cara debía denotar una mezcla de asombro y bochorno a partes iguales. Miré a
todos los lados como buscando algo. Finalmente agaché la cabeza y me despedí de
don Ángel Ortega, pidiéndole disculpas por lo sucedido. Comencé a subir la
cuesta de la Catedral y la cuesta de mi extraña vida.
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