Recibí
un paquete hace un par de meses. Flor, la cartera, me lo trajo a media mañana.
Le facilité mi DNI porque era certificado. Es algo habitual para mí, pero en
este caso no esperaba ninguno. No tenía ni la más remota idea de qué podía ser.
Mi nombre y dirección estaban correctamente escritos. Leí el remitente, que
figuraba por detrás:
L. M. T. E.
Avda. del Mengue, 66
49002 Zamora
Me
puse a pensar, pero no conocía a nadie de Zamora. Supuse que pudiera tratarse
de publicidad, así que rompí el papel de color marrón y me encontré ante una
caja roja de cartón en forma de cubo. La abrí con facilidad y extraje otra caja
del mismo color. Mi curiosidad iba en aumento. Abrí la segunda caja y vi otra
igual en su interior. “Esto es como las muñecas rusas” pensé mientras
manipulaba la tercera. Una cuarta, una quinta y hasta seis cajas rojas coloqué
sobre la mesa. La verdad es que como idea propagandística de algún producto no
estaba nada mal, ya que había conseguido llamar totalmente mi atención. Mi semblante
cambió por completo al abrir la última caja (tan pequeña como un sello de
correos) y sacar lo que había dentro. Podéis decir mil cosas, pero nunca
adivinaríais el contenido. Ya os lo digo: dos pastillas ovaladas del tamaño de
un guisante. Nada más. Ni prospecto ni indicación alguna. Las toqué. Eran como
una especie de cápsulas con algo en su interior porque al agitarlas sonaba,
pero estaban cubiertas por una capa de hule color marrón que me impedía verlo.
Todo muy extraño, sí. Me vinieron a la cabeza muchas ideas acerca de qué podía
ser todo aquello. ¿Caramelos? ¿Fármacos? El caso es que no había nada que
pudiera desvelar el enigma, ni siquiera un mínimo indicio. Terminé pensando que
podría tratarse de una broma. Pero ¿de quién? Y, lo más importante, ¿para qué?
No
le di más vueltas al tema y opté por lo más fácil: desprenderme de aquello. Así
que tiré todo a la basura. Bueno, todo no; me quedé un par de cajitas que me
venían bien para guardar algunas cosas.
Pasó
el tiempo, y al cabo de unos doce días, Flor entró con dos cartas y un paquete
certificado. Esa vez sí esperaba algo, pero aquello me pareció pequeño para lo
que tenía que recibir. Entonces recordé lo de la caja roja y miré el remitente.
Era el mismo de la vez anterior. “¡Otra vez no!” dije para mis adentros. Abrí
el paquete y, efectivamente, todo era igual: seis cajas rojas, una dentro de
otra, y la última con dos pastillas en su interior. Exactamente lo mismo. “¿Y
ahora qué hago?” me pregunté. Busqué algo de información en internet, pero no
sabía por qué hilo tirar. Tecleé la dirección de Zamora para comprobar si
realmente existía: Avenida del Mengue,
66. Allí estaba. Incluso la vi a través del Street View de Google Maps,
aunque el número no me permitía saber qué podía haber. Volví a escribir el
nombre de la calle: Mengue. Lo que
apareció en pantalla me dejó helado: Nombre
masculino. Coloquialmente diablo o demonio.
Me quedé unos minutos en shock. Esto empezaba a ser una broma demasiado pesada. Continúe indagando. Ahora tocaba el nombre, en este caso las iniciales: L. M. T. E. Podían tener infinitas posibilidades. Luis Miguel Torres Esparza, Luis María Tebas Elizalde… Vete tú a saber. Me levanté y comencé a pasear nervioso perdido. Entonces vi algo en una esquina de la mesa. Allí estaban las dos cartas que también me había entregado la cartera hacía un rato. En la de abajo acerté a leer Zamora. La cogí y ¿a qué no sabéis que remitente figuraba? Ese mismo: L. M. T. E. Abrí la misiva. Contenía un folio escrito a máquina antigua. Solo fui capaz de leer la línea que encabezaba el texto antes de caer desplomado al suelo: L. M. T. E. (La Muerte Te Espera).
Escuché
ruidos y desperté aturdido. Me senté y leí la carta detenidamente. En ella me
instaban a elegir entre las dos pastillas: la de la inmortalidad o la de la
muerte. No hace falta que os explique sus significados. Debía tomar una de
ellas obligatoriamente o un familiar muy cercano aparecería sin vida en menos
de una hora. Me indicaban que me tenían totalmente vigilado, que conocían todos
y cada uno de mis movimientos y que, por nada del mundo, se me ocurriera acudir
a la policía. Levanté la vista hacia las cámaras de seguridad. También miré el
móvil y la cámara del ordenador. Me podían estar controlando perfectamente.
Estaba entre la espada y la pared. No podía tomarme el asunto en broma. La vida
de un ser querido podía estar en peligro. Miré las pastillas y cogí una con los
dedos. “Que sea lo que Dios quiera” me dije. La introduje en la boca y la
tragué con un poco de agua. Cerré los ojos unos segundos. Los abrí. Pasaron un
par de minutos. Seguía vivo. “He debido tomar la de la inmortalidad” pensé. No
obstante, la curiosidad y la preocupación, a partes iguales, hicieron que
cogiera la otra pastilla y me fuera a visitar a un amigo que trabaja en un
laboratorio. Cuando iba a salir, recordé que en una de las dos cajas que había
guardado la vez anterior también dejé las otras dos cápsulas. Las eché al
bolsillo y me fui.
Le
pedí que analizara el contenido de las pastillas sin contarle la historia. Me
notó nervioso, pero intenté disimular. Diseccionó la primera que le di, la que
no había ingerido. Fue rápido.
—¿Qué
juego es este? —preguntó.
Puse
cara de circunstancias y continuó.
—Está
llena de minúsculas bolitas de anís.
Debió
notarme palidecer, porque casi me caigo. Si esa era la buena, ¿cuál había
tomado? Para averiguarlo, debíamos esclarecer también la composición de las
otras dos. Si lo que decía la carta era verdad, una de ellas tenía que ser
mortal. Abrió la siguiente también con cautela.
—Lo
mismo —dijo encogiéndose de hombros. ¿Me traes caramelos para analizar?
Ya
teníamos dos resultados. Faltaban otros dos, pero uno lo llevaba yo ya en mi
interior. Le di la última. La que supuestamente debía tener lo mismo que la que
yo había tomado. Su cara cambió. Esparció cuidadosamente el contenido y lo
analizó durante unos minutos. Eran como granos de sal. Después tecleó algo en
su ordenador y observó la pantalla.
—¿De
dónde coño has sacado esto?
Puse
cara de póquer y de pánico al mismo tiempo.
—Es
cianuro de potasio —dijo mirándome a los ojos. —Cantidad suficiente para matar
a una persona en pocos minutos.
Me
senté abatido. No entendía nada. Yo debía estar muerto hacía mucho rato. Le
conté por fin todo lo sucedido. Con los ojos como platos, se levantó cuando
hube terminado mi exposición y me gritó cogiéndome por el pecho.
—¿Cómo
te has tomado esa pastilla?
—Por
la boca —respondí sin entender la pregunta.
—Que
me digas cómo te la has tomado, ¡joder!
—Tragándomela
—acerté a contestar—, como hago con el ibuprofeno.
Entonces
me soltó y se dejó caer en su silla. Respiró aliviado.
—Se
trata de la famosa pastilla del suicidio. Es una píldora letal que nunca se
acciona si se traga completa. Es necesario morderla para quebrarla y liberar el
veneno de rápida acción contenido dentro. La muerte cerebral ocurre
en minutos y los latidos del corazón cesan poco después.
—Así
que estoy vivo de milagro —dije mirando al cielo.
—Exacto.
Esta píldora, tragada sin ser antes rota con los dientes, puede pasar a través
del tracto digestivo sin causar ningún daño. De todos modos, nos vamos al
hospital. Es conveniente que te exploren bien y hagan un lavado de estómago si
lo consideran necesario.
Bueno,
os diré que, gracias a Dios, todo salió bien. Ahora no abro un solo paquete si
no estoy completamente seguro de conocer al remitente. Os lo recomiendo también
a vosotros. Por cierto, se me olvidaba: al salir del laboratorio a toda prisa,
vi a la chica de la mesa de recepción romper el envoltorio de un paquete y
mirar sorprendida mientras sostenía en las manos una gran caja roja.
FIN
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