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6
—¿Qué estatua es esa? —pregunta Jaime señalando una pequeña figurita sobre una alta peana que hay en la esquina de la cafetería.
—¿En serio no la conoces? —El
profe muestra incredulidad.
—Representa a la justicia,
¿no?
—Mira, tú amigo sí lo
sabía.
—Hombre, está claro —dice
Marcel recostándose en la silla—, con la balanza y tal…
—¿Y no puedo preguntar?
—Claro que sí, Jaime. Solo
que me ha extrañado que no supieras qué es.
Jaime se pone la mano en
la boca para disimular un bostezo. No ha dormido la siesta. Marcel, sin
embargo, ha descansado y ha tenido un sueño bastante reparador. Después se han
decidido por dar un pequeño paseo y sentarse en una terraza. Carlo, que se
encontraba en el hall del hotel, se ha unido a ellos, como no podía ser menos.
—Los egipcios la llamaron
Maat, para los griegos fue la diosa Themis y los romanos la denominaron
Justitia.
—¿Por qué lleva una venda
en los ojos?
—Eso es en lo primero que
nos fijamos todos —continúa el italiano—. Es una referencia más que obvia a la
imparcialidad. Y también es una memez mayúscula, porque en esta vida nadie es
imparcial.
—Eso es verdad —corrobora
Jaime.
—Lo de la espada sí que
tiene cojones. Representa la condena y un castigo rápido y hasta mortal, como
ha sucedido a lo largo de la historia. Pero, ya veis, solo ella que es el
sistema puede llevarlo a cabo. El sistema, queridos amigos, tiene derecho a
usar esa espada, pero nosotros no.
—Es que sería un caos si
cada uno se tomara la justicia por su mano —apunta Marcel.
El Profe se encoge de
hombros.
—Bueno, ¿pedimos o no? —pregunta
Jaime levantando el brazo para captar la atención del camarero.
—¡Pero si has empezado tú!
—Marcel le señala con el dedo.
—Yo soy la balanza, que es
lo que me queda de explicar —dice Carlo sonriendo—. Represento el equilibrio
entre vosotros dos: acusación y defensa.
—¿Qué desean estos abueletes?
—pregunta el camarero.
—¡Qué niño tan simpático!
—dice Marcel con ironía.
—¿Acaso miente? —Carlo
mira a sus dos compañeros de mesa.
—Dejémonos de chorradas
—sentencia Jaime—. Tráenos una gran jarra de sangría y unos vasos.
—¿Sangría? —pregunta
Marcel desconcertado.
—¡Alegría, alegría! —El Profe
levanta los brazos.
—No sé si habrá alguna
ambulancia cerca —dice el camarero mirando a su izquierda.
—Oye, chaval —Jaime apoya
las dos manos en la mesa en señal de levantarse—. ¿Quieres probar un buen
jarabe para la tontería?
Marcel sujeta a su amigo
del brazo.
—Qué poco sentido del
humor tiene usted, buen hombre —dice el joven marchándose—. Los extranjeros son
más receptivos.
—Los extranjeros no
entenderán esos comentarios, pero yo sí.
—Vale, no hace falta
gritar.
—¡Laura! —El italiano llama
a una muchacha que pasea con su perro.
La joven se acerca.
—¡Profe!
Carlo se levanta y la
saluda con dos besos y un abrazo.
—¡Qué guapa estás! Anda,
siéntate un poco con nosotros.
—He salido para que ande
un poco Logan —dice señalando al perro—.
—Venga, será solo un
ratito.
Laura se acomoda en la
silla que hay libre. Es alta, morena y lleva el pelo recogido en una larga
coleta. Tiene un pequeño hoyuelo en la barbilla que la hace aún más atractiva.
Viste tejanos pitillos y camiseta entallada y algo escotada, que funciona como
un imán a los ojos de quien se cruza con ella. Si eso no es suficiente, sus
grandes ojos verdes, adornados de prominentes pestañas, rematan una belleza
como pocas.
—Te presento a Jaime y
Marcel. Nos conocimos en el tren. Ellos son nuevos aquí.
Los tres se incorporan
para saludarse con dos besos.
—¡Qué tendrá Benidorm que
atrae tanto a los adolescentes de pelo blanco! —Laura levanta la mano en señal
de excusa—. Me gusta llamaros así. Sois como niños descubriendo una segunda
pubertad.
—Reconozco que es gracioso
—dice Jaime.
Marcel se limita a sonreír
levemente.
—Ya la veis —señala
Carlo—. Además de guapa, ingeniosa.
—Y, como dice la canción
—Marcel se toca la barbilla atraído quizá por el hoyuelo de la chica—, ¿qué
hace una chica como tú en un sitio como este?
—Es una historia un tanto
extraña, ¿verdad, Profe?
El camarero llega con la
bandeja.
—Nos traes un vaso más
cuando puedas —le pide el italiano.
—No faltaba más —dice el
joven dejando la jarra en la mesa sin quitar la vista de Laura.
—¡Anda, cómo os cuidáis! —La
muchacha agarra la cuchara de madera y da vueltas al líquido—. Así da gusto
sentarse. Acercadme los vasos, yo os sirvo.
—Pues sí —asiente Carlo—,
la historia de esta chica tiene su miga.
—¿Más que la tuya?
—pregunta Jaime.
—Eso es imposible —apunta
Marcel.
—Digamos que lo dejó todo
por amor. —El Profe mira a Laura con ojos tiernos y da un buen trago de sangría—.
Pero la cosa se complicó un poquito.
—Ojalá hubiera sido un
poquito…
El camarero trae el vaso
que faltaba.
—Yo te sirvo, guapa.
La chica le da las gracias
y espera a que se marche para comenzar su relato.
—Estaba haciendo segundo
de Periodismo en la Universidad de Valencia. No es que fuera muy aplicada, pero
iba avanzando. El caso es que conocí a Diego, un chico guapísimo y rico; el más
popular de la facultad. Su padre era constructor en pleno apogeo de la burbuja
inmobiliaria. Me enamoré perdidamente. ¿Qué chica no hubiera sucumbido a ello?
Él era un pésimo estudiante. Un día me dijo que dejaba los estudios. Su padre,
que lo necesitaba en la empresa, le puso un despacho y un gran sueldo. La cosa
fue a más muy rápidamente. Enseguida se hizo popular entre los colegas del
gremio. Tenía carisma y era buen vendedor.
—No hacía falta ser muy bueno
—apunta Jaime, cortando el relato de la joven—. Entonces se vendía todo y a precio
de oro, hasta lo más cutre.
—Eso es cierto— afirma Laura—.
El caso es que además triunfaba entre las señoras de la alta sociedad.
—Vaya, esto se pone interesante.
—¡Qué manía tienes con no dejar
hablar! —Marcel mueve la cabeza en señal de desesperación.
Continuará.
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