jueves, 23 de enero de 2020

NOVELA POR ENTREGAS. CAPÍTULO 1 (PRIMERA PARTE)

Si hace apenas cinco días puse en marcha este blog, hoy quiero introducir una sección semanal nueva. Se trata de una novela por entregas que iré publicando cada jueves a partir de las diez de la noche, si no hay razón imperiosa que me lo impida. Voy escribiendo sobre la marcha... A ver hasta dónde llegamos escritor y lectores. Deseadme suerte; la voy a necesitar.


1

Jaime no teme a la muerte. Ha recibido ya tres veces su visita: la primera, llevándose a su hija en un accidente de tráfico con tan solo veintisiete años; la segunda, haciendo lo propio con su mujer tras un rápido cáncer de páncreas, justo cuando comenzaban a disfrutar la jubilación; y la tercera se encuentra aún con él, porque Jaime, a sus ochenta y dos, está muerto en vida.
—Aquí tiene su barra —dice la panadera entregándole el pan—. Y a ver cuándo se recoge, que está usted muy solo. Necesita compañía y alguien que le atienda.
—Prefiero vivir entre mis recuerdos, por tristes que sean, que ver cómo limpian los mocos y el culo a los demás en una residencia.
Jaime usa el pan para la cena. Suele hacerse sopas de ajo un día sí y otro no. A comer acude al restaurante Stickers, en la calle Consell de Cent esquina con Bailén. Sus dueños pusieron hace tres años un menú especial para la tercera edad a seis euros, cuando el normal cuesta tres más. Es una comida compuesta por platos de cuchara muy bajos en sal. También lo sirven para llevar. Allí comparte mesa con Marcel, otro jubilado con el que ha hecho buenas migas.

Jaime Torrado llegó a Barcelona siendo un niño de doce años. Nació en Villanueva de la Serena, provincia de Badajoz, desde donde se trasladó con su familia. Era el menor de cuatro hermanos.  Su padre encontró trabajo en Can Sala, una mítica fábrica del Bon Pastor, gracias a una tía que había servido muchos años en casa de los dueños. Al principio vivieron en la propia fábrica, junto a otros obreros, hasta que pudieron ocupar una de las viviendas construidas para ellos en el barrio. El propio Jaime comenzó su andadura laboral en esa empresa cuando cumplió los catorce. Estuvo casi cuatro temporadas, pero no le gustaba. No soportaba el olor tan fuerte del tinte, y eso que les obligaban a beber leche para evitar que se desmayaran. En cuanto pudo se marchó. Conoció a una muchacha de Cornellá en una fiesta. Sus padres regentaban un bar en esa localidad del Llobregat y le ofrecieron trabajo de camarero. Después pasaron los años, se casaron y heredaron el negocio hostelero. Trabajaron mucho y les fue muy bien. La trágica muerte de su hija supuso un mazazo terrible y originó grietas en el matrimonio, pero la intensa y constante labor que requería el bar les ayudó a soportarlo. Carlos, el hijo pequeño, no quiso saber nada del negocio familiar, en el que echaba una mano siempre que podía, y se marchó a Alemania. Allí se casó y tiene dos hijos. Es ingeniero y trabaja en Siemens, dentro del departamento de investigación y desarrollo. Hace mucho que no viene a España. Su hija pequeña, de siete años, aún no conoce a su abuelo. El matrimonio Torrado se mudó a Barcelona tras la jubilación de Jaime. Tuvieron la suerte de vender el bar en pleno funcionamiento y comprarse un piso en el Ensanche, donde siempre quiso vivir Carmen. Pero la mala suerte quiso que dos años después la mujer enfermara y falleciera a los pocos meses.

Marcel Badía está sentado en la mesa de siempre. Espera la llegada de su amigo leyendo La Vanguardia. Hace un mes cumplió setenta y nueve años, pero no los aparenta. Es alto, delgado y con un fuerte pelo cano peinado impecablemente a raya. Trabajó toda su vida en banca: primero en Banca Catalana y después en El Banco de Vizcaya, que se había hecho con la mayoría de acciones de la entidad catalana tras la crisis de esta en 1983. Se prejubiló sin cumplir los sesenta, cuando ostentaba el cargo de director de una sucursal del entonces BBV. Dos años después, su mujer contrajo una enfermedad de las denominadas raras que disminuyó bastante sus facultades mentales y la dejó postrada en una silla de ruedas hasta hoy. Todos los planes de viajes que habían diseñado se vinieron abajo. Tienen un único hijo, que posee un bufete de abogados en Gerona, y dos nietas al las que ven en contadas ocasiones.

Jaime llega y se sienta en la silla que viene ocupando desde hace casi tres años. Su figura no es tan estilizada como la de su compañero de mesa; un botón de la camisa situado justo encima del cinturón parece estar a punto de saltar por los aires. Su altura no alcanza el metro setenta y el pelo gris apenas le cubre las sienes y la nuca.
—Has venido pronto hoy —dice al acomodarse.
—Quería leer un poco la prensa.
—Ya veo que no has tenido una mañana tranquila.
—Como todas, pero… —Marcel hace un gesto con la mano para exagerar sus palabras.
—Llevas un montón de tiempo así.
—Gracias por recordármelo.
—No me malinterpretes. Solo que…
—¿Qué? ¿Qué quieres que haga, Jaime? Tú has sufrido la pérdida de dos seres queridos y estarás muy jodido, pero puedes hacer lo que te plazca. Yo no.
—¿Otra vez? Hemos hablado muchas veces de esto y siempre acabamos discutiendo.
—¿No llevo razón?
—Sal más de casa, Marcel. Tu mujer está bien atendida.
—Mi dinero me cuesta. ¿Y qué quieres que haga? Ya como aquí contigo para cambiar de aires y poder hablar con alguien.
—Eres un hombre que tiene don de gentes. Podrías echar una mano en alguna ONG, hacerte de alguna asociación o de algún club…
—Sí, del de petanca. ¡Venga, ya! ¿Por qué te empeñas en resolverme la vida cuando tú ni siquiera vives?
—Igual es porque te aprecio, ¿no crees?
—Joder, y yo a ti. Pero ¿por eso tenemos que amargarnos la comida?
La camarera hace aparición con los primeros platos.
—¿Ya están otra vez discutiendo? A comer y a callar, que se va a enfriar la sopa.
Los dos sonríen y comienzan a usar la cuchara.

Cuando abrió sus puertas el Stickers, Marcel contempló la posibilidad de evadirse unas horas de casa y respirar otro ambiente. El cuidado de Montse, su mujer, llevaba atándole las veinticuatro horas del día desde hacía quince años. Pese a contar con dos señoras que la atienden desde el amanecer hasta el anochecer, el empleado de banca jubilado no veía bien abandonarla ni un minuto. Su arraigado fervor religioso y su conciencia le impedían el más mínimo disfrute fuera del hogar, y eso que su hijo le instaba a ello. Todo cambió al entrar por primera vez en el restaurante y ver a Jaime. Conocía su situación, ya que habían coincidido varias veces en la panadería o comprando el periódico. Desde aquel día comparten mesa, confidencias y discusiones, bien sea por política, fútbol o por la situación personal de cada uno, como hemos visto. Nunca dos personas tan antagónicas han hecho tan buenas migas. Marcel es conservador, votante de la derecha nacionalista y seguidor del Barça, mientras que Jaime es socialista y perico. Se lanzan las clásicas puyas para picarse el uno al otro, pero sin perderse en ningún momento el respeto. 

—No sé cómo puedes comerte la sopa con lo que quema —dice Marcel dejando la cuchara en el plato.
—Mira que eres finolis, macho.
—No es cuestión de ser finolis, pero mi lengua está abrasada.
—¿Desde cuándo no hablas con Guillem? —pregunta Jaime mirándole fijamente a los ojos.
—¡Alto! —Marcel levanta la mano—. Dijimos que no hablaríamos de los hijos.
—Solo te he hecho una pregunta.
—No, Jaime. Intentas meter el dedo en la llaga. Yo también podría preguntarte lo mismo y no lo hago.
—El mío está en Alemania.
—¿Y qué?
—Joder, pues que no pueden venir así como así. Sin embargo…
—Siete años, Jaime, siete años. ¿No ha podido venir en todo ese tiempo para que conocieras a tu nieta?
Jaime deja de comer y retira el plato. Seca su frente y el resto de la despoblada cabeza con la propia servilleta mientras baja la mirada para no ver a su amigo.
—¿Lo ves? —Marcel le agarra del brazo—. Si quedamos en no sacar más este tema, es por algo. No tienen disculpa, ni el tuyo ni el mío, estén donde estén. Les importamos una mierda.
—Son las nueras.
—¡Y dale! Te equivocas en eso. Ellos son nuestros hijos y si quisieran ver a sus padres, vendrían todos sin rechistar. Y más a ti que estás solo.
—¿Y tú? —dice Jaime señalándole—. ¿Cómo estás tú?
Marcel mueve la cabeza, más que como negación, en señal de no entender nada.
—Lo siento. —Torrado se ha dado cuenta de su error—. No quise decir eso.
—Pero lo has dicho.
—Te pido disculpas. Yo…
—¿Sabes que te digo? —Marcel se pone en pie y arroja la servilleta al suelo—. Que me voy.
—No, espera —dice Jaime intentando frenarle sin conseguirlo—. Me conoces bien y sabes que no he querido dañarte.
Todos los comensales se han percatado de lo ocurrido y permanecen en silencio. También José Antonio, el dueño, que ha salido de la cocina disparado.


Continuará.

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