Si hace apenas cinco días puse en marcha este blog, hoy quiero
introducir una sección semanal nueva. Se trata de una novela por entregas que
iré publicando cada jueves a partir de las diez de la noche, si no hay razón
imperiosa que me lo impida. Voy escribiendo sobre la marcha... A ver hasta
dónde llegamos escritor y lectores. Deseadme suerte; la voy a necesitar.
1
Jaime no teme a la muerte.
Ha recibido ya tres veces su visita: la primera, llevándose a su hija en un
accidente de tráfico con tan solo veintisiete años; la segunda, haciendo lo
propio con su mujer tras un rápido cáncer de páncreas, justo cuando comenzaban
a disfrutar la jubilación; y la tercera se encuentra aún con él, porque Jaime,
a sus ochenta y dos, está muerto en vida.
—Aquí tiene su barra —dice
la panadera entregándole el pan—. Y a ver cuándo se recoge, que está usted muy
solo. Necesita compañía y alguien que le atienda.
—Prefiero vivir entre mis
recuerdos, por tristes que sean, que ver cómo limpian los mocos y el culo a los
demás en una residencia.
Jaime usa el pan para la
cena. Suele hacerse sopas de ajo un día sí y otro no. A comer acude al
restaurante Stickers, en la calle Consell de Cent esquina con Bailén. Sus
dueños pusieron hace tres años un menú especial para la tercera edad a seis
euros, cuando el normal cuesta tres más. Es una comida compuesta por platos de
cuchara muy bajos en sal. También lo sirven para llevar. Allí comparte mesa con
Marcel, otro jubilado con el que ha hecho buenas migas.
Jaime Torrado llegó a
Barcelona siendo un niño de doce años. Nació en Villanueva de la Serena,
provincia de Badajoz, desde donde se trasladó con su familia. Era el menor de
cuatro hermanos. Su padre encontró trabajo en Can Sala, una mítica
fábrica del Bon Pastor, gracias a una tía que había servido muchos años en casa
de los dueños. Al principio vivieron en la propia fábrica, junto a otros
obreros, hasta que pudieron ocupar una de las viviendas construidas para ellos
en el barrio. El propio Jaime comenzó su andadura laboral en esa empresa cuando
cumplió los catorce. Estuvo casi cuatro temporadas, pero no le gustaba. No
soportaba el olor tan fuerte del tinte, y eso que les obligaban a beber leche
para evitar que se desmayaran. En cuanto pudo se marchó. Conoció a una muchacha
de Cornellá en una fiesta. Sus padres regentaban un bar en esa localidad del
Llobregat y le ofrecieron trabajo de camarero. Después pasaron los años, se
casaron y heredaron el negocio hostelero. Trabajaron mucho y les fue muy bien.
La trágica muerte de su hija supuso un mazazo terrible y originó grietas en el
matrimonio, pero la intensa y constante labor que requería el bar les ayudó a
soportarlo. Carlos, el hijo pequeño, no quiso saber nada del negocio familiar,
en el que echaba una mano siempre que podía, y se marchó a Alemania. Allí se
casó y tiene dos hijos. Es ingeniero y trabaja en Siemens, dentro del
departamento de investigación y desarrollo. Hace mucho que no viene a España.
Su hija pequeña, de siete años, aún no conoce a su abuelo. El matrimonio
Torrado se mudó a Barcelona tras la jubilación de Jaime. Tuvieron la suerte de
vender el bar en pleno funcionamiento y comprarse un piso en el Ensanche, donde
siempre quiso vivir Carmen. Pero la mala suerte quiso que dos años después la
mujer enfermara y falleciera a los pocos meses.
Marcel Badía está sentado en
la mesa de siempre. Espera la llegada de su amigo leyendo La Vanguardia. Hace
un mes cumplió setenta y nueve años, pero no los aparenta. Es alto, delgado y
con un fuerte pelo cano peinado impecablemente a raya. Trabajó toda su vida en
banca: primero en Banca Catalana y después en El Banco de Vizcaya, que se había
hecho con la mayoría de acciones de la entidad catalana tras la crisis de esta
en 1983. Se prejubiló sin cumplir los sesenta, cuando ostentaba el cargo de
director de una sucursal del entonces BBV. Dos años después, su mujer contrajo
una enfermedad de las denominadas raras que disminuyó bastante sus facultades mentales
y la dejó postrada en una silla de ruedas hasta hoy. Todos los planes de viajes
que habían diseñado se vinieron abajo. Tienen un único hijo, que posee un
bufete de abogados en Gerona, y dos nietas al las que ven en contadas
ocasiones.
Jaime llega y se sienta en
la silla que viene ocupando desde hace casi tres años. Su figura no es tan
estilizada como la de su compañero de mesa; un botón de la camisa situado justo
encima del cinturón parece estar a punto de saltar por los aires. Su altura no
alcanza el metro setenta y el pelo gris apenas le cubre las sienes y la nuca.
—Has venido pronto hoy —dice
al acomodarse.
—Quería leer un poco la
prensa.
—Ya veo que no has tenido
una mañana tranquila.
—Como todas, pero… —Marcel
hace un gesto con la mano para exagerar sus palabras.
—Llevas un montón de tiempo
así.
—Gracias por recordármelo.
—No me malinterpretes. Solo
que…
—¿Qué? ¿Qué quieres que
haga, Jaime? Tú has sufrido la pérdida de dos seres queridos y estarás muy
jodido, pero puedes hacer lo que te plazca. Yo no.
—¿Otra vez? Hemos hablado
muchas veces de esto y siempre acabamos discutiendo.
—¿No llevo razón?
—Sal más de casa, Marcel. Tu
mujer está bien atendida.
—Mi dinero me cuesta. ¿Y qué
quieres que haga? Ya como aquí contigo para cambiar de aires y poder hablar con
alguien.
—Eres un hombre que tiene
don de gentes. Podrías echar una mano en alguna ONG, hacerte de alguna
asociación o de algún club…
—Sí, del de petanca. ¡Venga,
ya! ¿Por qué te empeñas en resolverme la vida cuando tú ni siquiera vives?
—Igual es porque te aprecio,
¿no crees?
—Joder, y yo a ti. Pero ¿por
eso tenemos que amargarnos la comida?
La camarera hace aparición
con los primeros platos.
—¿Ya están otra vez
discutiendo? A comer y a callar, que se va a enfriar la sopa.
Los dos sonríen y comienzan
a usar la cuchara.
Cuando abrió sus puertas el
Stickers, Marcel contempló la posibilidad de evadirse unas horas de casa y
respirar otro ambiente. El cuidado de Montse, su mujer, llevaba atándole las
veinticuatro horas del día desde hacía quince años. Pese a contar con dos
señoras que la atienden desde el amanecer hasta el anochecer, el empleado de
banca jubilado no veía bien abandonarla ni un minuto. Su arraigado fervor
religioso y su conciencia le impedían el más mínimo disfrute fuera del hogar, y
eso que su hijo le instaba a ello. Todo cambió al entrar por primera vez en el
restaurante y ver a Jaime. Conocía su situación, ya que habían coincidido varias
veces en la panadería o comprando el periódico. Desde aquel día comparten mesa,
confidencias y discusiones, bien sea por política, fútbol o por la situación
personal de cada uno, como hemos visto. Nunca dos personas tan antagónicas han
hecho tan buenas migas. Marcel es conservador, votante de la derecha
nacionalista y seguidor del Barça, mientras que Jaime es socialista y perico.
Se lanzan las clásicas puyas para picarse el uno al otro, pero sin perderse en
ningún momento el respeto.
—No sé cómo puedes comerte
la sopa con lo que quema —dice Marcel dejando la cuchara en el plato.
—Mira que eres finolis,
macho.
—No es cuestión de ser
finolis, pero mi lengua está abrasada.
—¿Desde cuándo no hablas con
Guillem? —pregunta Jaime mirándole fijamente a los ojos.
—¡Alto! —Marcel levanta la
mano—. Dijimos que no hablaríamos de los hijos.
—Solo te he hecho una
pregunta.
—No, Jaime. Intentas meter
el dedo en la llaga. Yo también podría preguntarte lo mismo y no lo hago.
—El mío está en Alemania.
—¿Y qué?
—Joder, pues que no pueden
venir así como así. Sin embargo…
—Siete años, Jaime, siete
años. ¿No ha podido venir en todo ese tiempo para que conocieras a tu nieta?
Jaime deja de comer y retira
el plato. Seca su frente y el resto de la despoblada cabeza con la propia
servilleta mientras baja la mirada para no ver a su amigo.
—¿Lo ves? —Marcel le agarra
del brazo—. Si quedamos en no sacar más este tema, es por algo. No tienen
disculpa, ni el tuyo ni el mío, estén donde estén. Les importamos una mierda.
—Son las nueras.
—¡Y dale! Te equivocas en
eso. Ellos son nuestros hijos y si quisieran ver a sus padres, vendrían todos
sin rechistar. Y más a ti que estás solo.
—¿Y tú? —dice Jaime
señalándole—. ¿Cómo estás tú?
Marcel mueve la cabeza, más
que como negación, en señal de no entender nada.
—Lo siento. —Torrado se ha
dado cuenta de su error—. No quise decir eso.
—Pero lo has dicho.
—Te pido disculpas. Yo…
—¿Sabes que te digo? —Marcel
se pone en pie y arroja la servilleta al suelo—. Que me voy.
—No, espera —dice Jaime
intentando frenarle sin conseguirlo—. Me conoces bien y sabes que no he querido
dañarte.
Todos los comensales se han
percatado de lo ocurrido y permanecen en silencio. También José Antonio, el
dueño, que ha salido de la cocina disparado.
Continuará.
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