jueves, 27 de febrero de 2020

NOVELA POR ENTREGAS. CAPÍTULO 3 (SEGUNDA PARTE)



El hijo de Marcel entra en el Stickers a las 11.30. Ha estado esperando, nervioso, por los alrededores hasta que ha visto a José Antonio abrir la verja del establecimiento.
—Buenos días. Soy Roger Badía, hijo de Marcel. Mi padre viene a comer aquí casi todos los días. Me gustaría hablar unos minutos con el propietario.
El dueño le estrecha la mano y le señala un taburete que hay junto a la barra.
—Su padre es una gran persona. No tengo mucho tiempo, ya sabe cómo es esto de la hostelería, aquí no se puede relajar uno. Me llamo José Antonio. ¿Desea tomar algo?
—No, gracias. Iré al grano para no molestarle demasiado.
—Le escucho con atención. —El dueño del restaurante se sienta en otro taburete próximo.
—Mi padre ha desaparecido voluntariamente.
José Antonio da un respingo y se remueve inquieto.
—Ha dejado una nota al marcharse para que la leyera la cuidadora de mi madre.
—¿Entonces ha puesto dónde se ha ido?
—No sería una desaparición, ¿no cree?
—Disculpe, no le había entendido.
—Mire, sé que mi padre come aquí todos los días con otro señor.
—Jaime —apunta el hostelero.
—¿Sabe dónde vive?
—Sí, aquí al lado —dice señalando a su derecha. Dos números más allá.
Roger se incorpora.
—Espere. —José Antonio lo frena con la mano—. Debe saber algo que ocurrió ayer.
El dueño del Stickers le cuenta la discusión que tuvieron los dos jubilados y como tuvo que intervenir él para poner paz. No obstante, no le da demasiada importancia y le señala que, conociéndolos tan bien como los conoce, pronto olvidarán el tema.
—Buenos días.
Silvia, la camarera, llega a trabajar. Su jefe se dirige a ella.
—Silvia, antes de nada, ¿me harías el favor de llamar en casa del señor Torrado? Si está, dile que el hijo de Marcel pregunta por él.
La joven sale y regresa cinco minutos después.
—No contesta. Habrá salido.
—Es posible que haya ido a comprar algo —apunta José Antonio mirando a Roger—. No creo que tarde. Puede esperarle en su portal o, si lo prefiere, venir sobre la una y media. A esa hora ya estará aquí sentado.
—Saldré fuera, gracias —dice marchándose—. Por cierto, ¿ha notado estos últimos días algo raro en el comportamiento de mi padre?
—No. Estaba como siempre. De todos modos… Nada, déjelo.
—No, no, dígame.
—Creo que eso debería ser más cosa suya, ¿no cree?
—Yo  vivo en Gerona, no sé si lo sabe. Además, esa apreciación ha sobrado.
—Bueno, yo solo…
El abogado abandona el restaurante dando un pequeño portazo.
—Vaya humos —dice Silvia—. ¿Qué ha pasado con Marcel?
—Se ha debido largar sin decir a donde.
—¡Eso es genial! —La joven aprieta su puño derecho—. Tiene todo el derecho del mundo a ser feliz.
—Bueno, son cosas muy delicadas. —José Antonio se rasca la barba de tres días—. La situación de su mujer no es nada fácil.
—Pues ahora que apechugue el hijo, que ya le vale.
—No es asunto nuestro, Silvia.
—¿Y Jaime? ¿No se habrá ido con él?
—Es una posibilidad, pero no tenemos medio de saberlo hasta la hora de comer.
—Vive muy solo. Si le pasa algo, no se enteraría nadie.
—Espera un momento. —El hostelero comprueba la lista de contactos en su teléfono.
—No me irás a decir que…
—Sí, aquí está. Tengo el número de su hijo. Recuerdo que me lo dio hace mucho tiempo, cuando comenzó a venir, por si le pasaba algo.
—¿El que vive en Alemania?
—No tiene otro. Su hija falleció en un accidente.
—¡Madre mía! —Silvia se mesa los cabellos—. ¿Y qué piensas hacer?
—De momento, solo esperar. Si al final no aparece, le daré el número al hijo de Marcel para que llame él.
—¿Y si tampoco sabe nada?
—¡Ya está bien! —José Antonio da un pequeño golpe en el mostrador—. No es asunto nuestro. Vete montando las mesas, que se hace tarde.

Roger va y viene nervioso. A la desaparición de su padre se le suma el trabajo. No ha despegado el teléfono de su oreja desde que ha salido del Stickers. Está inmerso en un caso muy mediático y que va a seguir siéndolo por bastante tiempo. Se encarga de la defensa del concejal de urbanismo del ayuntamiento de Olot, en un proceso en el que se acusa al edil de malversación de caudales públicos, cohecho y prevaricación. Es consciente de la dificultad que entraña la empresa, pero también del prestigio y beneficio económico que supondría una victoria en el caso. Ahora, que no puede distraerse ni un ápice, le llega la huida de su padre. No había momento peor. Piensa un segundo en si todo esto se hubiera producido de haber prestado más atención a sus progenitores. Pero solo es un instante. No se siente en absoluto culpable de la situación. Estudio mucho para acabar Derecho y trabajó durante cuatro años en el despacho de un abogado amigo de Marcel. Le tocó hacer de todo: desde ir a por café hasta ponerse la toga en un juicio y ganarlo contra pronóstico. Eso le dio mucho rédito dentro del gremio, que aprovechó para, con ayuda nuevamente de papá, montar un bufete en Gerona con otro socio al que conocía de la facultad. Eligieron esa ciudad por su falta de despachos y la posibilidad de mercado que se abría. Después de casi seis años han crecido mucho. Ahora tienen a tres abogados más, como empleados, y a dos personas en labores de administración.

Un señor de avanzada edad busca entre sus llaves para abrir la puerta del portal.
—¡Espere! —grita Roger a lo lejos.
El anciano no oye e introduce la llave en la cerradura. Roger echa a correr. Está a unos veinte metros.
—¡No cierre!
El hombre acierta por fin a abrir y entra. La puerta se va cerrando lentamente a su espalda. El abogado llega justo a tiempo y accede al portal.
—Disculpe un momento.
El anciano se gira.
—¿Es a mí?
—Perdone, ¿es usted el señor Torrado?
—No —responde girándose—. Se ha equivocado de persona.
—¿Sabe usted dónde puede estar? Estoy llamando a su piso desde hace rato y no contesta.
—No tengo ni idea —dice sin volverse.
—Gracias por su amabilidad.
Roger se despide con retintín y regresa al restaurante. Silvia está ya atendiendo cuando lo ve. Le hace una señal para que espere y entra en la cocina. Al rato sale José Antonio con un papelito en la mano.
—¿Nada? —pregunta.
El hijo de Marcel niega con la cabeza.
—Tome. —José Antonio le hace entrega de la nota—. Es el número de teléfono del hijo de Jaime. Vive en Alemania. Será mejor que hable con él. Quizá estén en la misma situación y puedan ayudarse.
—¿Da por hecho entonces que se han ido juntos?
—Ya me gustaría saberlo. Creo que es mejor que lo averigüe usted.
—Está bien. —Roger saca una tarjeta de visita del bolsillo interior de su chaqueta—. Tome, llámeme si averigua algo.
El abogado se despide con un frío apretón de manos y sale del local. Se encamina a casa de sus padres. Poco antes de llegar se detiene, sacude el papelito mientras mira al suelo y piensa qué va a decir exactamente. Finalmente marca el número y escucha el primer tono… y el segundo. Cuelga. Niega con la cabeza; las dudas le asaltan. Espera unos instantes y vuelve a marcar. Esta vez se mantiene firme con el aparato pegado a la oreja. Un tono, dos, tres, cuatro…
Hallo?
—Buenos días, señor Torrado. Mi nombre es Roger Badía, le llamo desde Barcelona.
Unos segundos interminables transcurren antes de que el hijo de Jaime vuelva a hablar.
—Sí... Hola, ¿qué es lo que desea?
—Verá, su padre y el mío son amigos del barrio y suelen comer juntos la mayoría de los días en un restaurante cercano. —Hace una pausa para ver si su interlocutor dice algo. Nada. Prosigue—. El caso es que mi padre ha desaparecido, bueno… se ha ido sin decirme a dónde, y estoy preocupado.
—Entiendo… Me llamo Carlos, puedes tutearme.
—Yo soy Roger. Me dio tu número precisamente el dueño del restaurante. Al parecer, tu padre se lo facilitó por si le ocurría algo.
—Roger, escucha, ¿no se apuntó tu padre también al viaje ese del barrio?
El abogado tarda un poco en contestar. Está sorprendido.
—¿A qué viaje te refieres?

—Mi padre me telefoneó anoche. Como no tiene teléfono móvil, dijo que ya me iría llamando para darme noticias suyas, que se iba una semana con la asociación cultural del barrio. Han debido organizar un tour por Andalucía.


Continuará.

jueves, 20 de febrero de 2020

NOVELA POR ENTREGAS. CAPÍTULO 3 (PRIMERA PARTE)












3


Roger acaba de llegar al domicilio de sus padres. En apenas una hora ha recorrido la distancia existente entre Gerona, ciudad donde vive, y Barcelona. Conchita, siguiendo las instrucciones dejadas por Marcel, aunque con mucho nerviosismo, lo telefoneó sin perder un segundo.
—¿Qué mierda es esta? —pregunta arrojando de malas maneras la chaqueta al sofá.
La mujer se encoje de hombros. Está temblando.
—Dejó esto para usted. —Conchita le hace entrega de la nota que va dirigida a él.
—¡Joder! ¿Cómo está mi madre? —dice mientras se encamina a su habitación.
—Como siempre. La cosa no ha empeorado mucho, gracias a Dios.
Roger contempla a su madre desde el final de la cama. No se acerca ni dice nada. Permanece unos instantes de pie. Su estado de crispación parece ir en aumento. Sale y vuelve la puerta.
—¡Cómo ha podido hacernos esto! —Roger aprieta los puños—. ¡Por qué!
Conchita se derrumba y comienza a llorar desconsoladamente.
—Llorando no solucionamos nada. —El hijo de Marcel se pasea por el salón pensativo—. ¿Tienes idea de si alguien más puede conocer el paradero de mi padre? ¿Dónde suele ir? ¿Con quién habla?
—Come todos los días en el Stickers, el restaurante de la esquina. —La afligida mujer seca sus lágrimas con un pañuelo de papel—. Abre un poco más tarde.
—¿A qué hora?
—Sobre las once y media.
—Está bien —dice poniéndose la chaqueta y guardando la nota doblada en su bolsillo interior—. Iré a tomarme un café mientras. Tú no te muevas de aquí y cuida de mi madre.
—No hace falta que me lo diga, lo hago siempre.

Roger sale del portal y cruza la calle. Tras dar unos pocos pasos entra en el Rincón de Amado, un restaurante cafetería que a esas horas no tiene mucha clientela. Al fondo, apoyado en la barra, un señor de avanzada edad lee con atención el periódico mientras otra solitaria señora, también mayor, degusta un café con leche sentada en una de las mesas.
—¿Me pone un carajillo?
El camarero, sin responder, procede a preparar el encargo.
—¿Sabes que el carajillo es un invento nuestro? —La señora se dirige a Roger.
—¿Cómo dice?
—Sí, los arrieros que esperaban su turno para cargar aquí, en la estación de Francia, como tenían mucha prisa, en lugar de pedir el café y la copa por separado, preferían que se lo mezclaran en un mismo vaso.
—No lo sabía.
—Eres el hijo de Montse y Marcel, ¿verdad?
Roger da un pequeño respingo y cambia la actitud de total indiferencia que tenía hasta ese mismo momento.
 —¿Conoce a mis padres?
—¡Ya lo creo! Pero a ti no te veía desde que eras un chavalín así —dice extendiendo la mano abierta a un metro del suelo—. Eres el vivo retrato de tu padre.
El abogado coge su consumición y se sienta junto a la señora.
—¿Vive usted en el barrio?
—Sí, antes incluso que tus padres.
—Ellos llevan toda la vida.
—Pues imagínate yo, que no he tenido otra casa desde que nací.
—Entonces usted es…
—Sí, hijo, soltera, pero no entera; que a mí me ha gustado mucho vivir la vida, cuando he podido, claro.
Roger sonríe tímidamente. No está para escuchar la vida de la persona que tiene enfrente. Necesita averiguar cuanto antes si puede serle de ayuda para encontrar a su padre.
—¿Suele ver a mi padre por la calle?
—Hay días que me lo encuentro y nos saludamos, pero cada vez menos. Con los años nos hacemos más sedentarios, ya sabes. Por cierto, ¿cómo sigue tu madre?
—Bien, está estable, como siempre.
—Tiene que ser duro para todos, aunque tú nunca has venido mucho. Marcel siempre buscaba una disculpa para justificar tus largas ausencias.
Roger se remueve algo nervioso en la silla.
—Es cierto —dice con la taza en la mano—. Hoy día el trabajo nos tiene a todos prisioneros.
—A todos no. Te daré un pequeño consejo: se trabaja para vivir, no se vive para trabajar.
—Bueno, es fácil decirlo, pero cuando estás metido en plena vorágine…
—Siempre hay por quién vivir, por qué luchar.
—Eso me suena.
—A Julito Iglesias.
Roger da el último trago al carajillo.
—¿Cuándo ha visto por última vez a mi padre?
—¡Uy! Esa pregunta no me suena nada bien.
—¿Puede responderme, por favor?
—Hará un par de días. Supongo que iría a comer al sitio ese donde suele ir.
—¿Hablaron algo?
—Nos saludamos, nada más. Yo venía cargada de la compra.
—¿Le notó algo?
—No, pero ¿por qué me preguntas todo esto? ¿Ha pasado algo?
El abogado echa la espalda hacia atrás, como dándose por vencido.
—Ha desaparecido.
—¡La Mare de Deu!
—Bueno, no exactamente. Se ha fugado y ha dejado una carta.
La mujer asiente con la cabeza.
—Eso es otra cosa. No me extraña. Pobre hombre.
—¿Cómo dice? —pregunta Roger contrariado.
—Tu padre lleva mucho tiempo en esta situación. Tiene que ser muy duro cuidar día y noche de tu madre sin más aliciente en la vida.
—Es lo que le ha tocado —dice dando un pequeño puñetazo en la mesa—. Nadie tiene la culpa de lo que le pasó a mi madre.
—Necesitaba ayuda.
—Que la hubiera pedido. —El abogado se levanta enfadado—. Tengo que irme. Que tenga un buen día.
Roger paga el carajillo y sale del establecimiento. El camarero mira a la señora pidiendo algún tipo de explicación. Ella asiente con la cabeza.
—Sí, yo animé a su padre a que se largara, aunque creí que nunca lo haría.


Continuará.

jueves, 13 de febrero de 2020

NOVELA POR ENTREGAS. CAPÍTULO 2 (SEGUNDA PARTE)

Entrada anterior.


Jaime se toca la barbilla. Tiene muchas más preguntas por hacer. La idea de Marcel le parece algo descabellada, pero entiende su postura. Sin ir más lejos, a él mismo se le han ocurrido cosas peores.
—¿Qué piensas hacer? ¿Cómo vas a vivir?
—Eso no me preocupa. Lo que realmente pretendo es vivir, Jaime, tener libertad para hacer lo que me dé la gana y cuando quiera. La vida es muy corta y se nos pasa sin darnos cuenta. No quiero hacer daño a nadie, pero tengo derecho a ser feliz el tiempo que me quede.
—Das por hecho que encontrarás la felicidad de este modo. ¿Y si no es así?
—No contemplo esa opción, pero si no salen las cosas como espero, regresaré.
—Sabes que te deseo lo mejor. —Jaime alarga el brazo y toca la pierna de su amigo—. Comprendo tu reacción.
—Quiero que vengas conmigo. —Marcel saca otro billete de tren del bolsillo interior de su chaqueta y lo deja sobre la pequeña mesa de cristal—. Tú también lo necesitas, incluso más que yo.
—¡Ni hablar! —Jaime se echa hacia atrás negando con el dedo—. Yo ya no me muevo de aquí.
—Piénsalo, por favor. Podemos ser muy felices y hacer lo que nos venga en gana.
—Gracias, pero no. Mi vida está en la recta final y no tengo otro aliciente que el de esperar.
—¿Cuánto, Jaime? —Marcel se levanta un tanto nervioso—. Estás bien física y mentalmente. ¡Aprovéchalo! Tú también has sufrido mucho y has dado lo indecible por los tuyos. ¿Cómo te lo han pagado? Sé que estás muy jodido, es normal.
—Bueno, eso es cosa mía.
—Acompáñame, amigo. Pasemos página y vivamos el último capítulo de nuestra existencia como nos merecemos. Que les den por el culo a todos.
—Ya no tengo fuerzas para correr ese tipo de aventuras. Quizá hace unos años…
—No sirve de nada lamentarse. —Marcel pasea inquieto—. Se nos termina el tiempo, ya no habrá otra oportunidad.
Jaime niega con la cabeza, se pone en pie y abraza a su amigo.
—Cuídate mucho. Disfruta, pero no hagas tonterías. Sé que volverás.
—Hasta siempre, pequeño extremeño.

Marcel regresa a su casa cabizbajo. Había sido consciente desde un primer momento de la dificultad que entrañaba convencer a su amigo para que se uniera a la aventura, pero en su fuero interno siempre creyó en poder lograrlo. Ahora el plan se le complica un poco más. Sabe que entre los dos todo sería más sencillo y más divertido. No obstante, piensa que este contratiempo no debe cambiar en absoluto su firme decisión. 

Una luz permanece encendida toda la noche en una habitación del número 77 de la calle Bailén. Marcel ni siquiera se ha acostado. Sentado en la cama, pasa las horas mirando las viejas fotografías que guarda desde hace años y sin orden alguno dentro de una caja de zapatos. Nunca quiso hacer álbumes con ellas, como si de esa manera fuera posible escapar a los recuerdos. Siempre evitó mirar atrás y ver un pasado en color, pese a que la mayoría de las imágenes son en blanco y negro. Ahora, sin embargo, el gris lo envuelve todo. El gris de la monotonía, de la tristeza, de la desesperación… A las cinco en punto deja lo que está haciendo, se asea y se viste. Entra en el cuarto de su esposa y se sienta en la silla que hay al lado de la cama. Allí la observa con ternura, sin apenas luz, solo con la que se filtra por la puerta entreabierta proveniente del salón. Ella duerme plácidamente, ajena a un mundo que ya no percibe.
Te quiero mucho, Montse. Esta es una decisión muy difícil. Sé que tú en mi lugar no lo harías. Hasta yo mismo estoy sorprendido de actuar así. Solo intento vivir un poco, probar nuevamente el sabor de la felicidad, como cuando todo era maravilloso, ¿te acuerdas? —Marcel rompe a llorar cubriéndose el rostro con las dos manos—. Pase lo que pase, siempre te llevaré en mi corazón. Nos volveremos a ver allá arriba, ya lo verás.
Un beso y una lágrima, a modo de despedida, se mezclan en la suave cara de la mujer que continúa durmiendo. En esa habitación, y a esas horas de la madrugada, terminan cincuenta y cinco años de unión ininterrumpida.

El reloj Festina de la estación de Sants marca las 6.40. Marcel observa las pantallas de información con suma atención. En una de las líneas ve su tren. Al poco rato suena la megafonía: 
Euromed con destino Alicante y salida a las 7.00 horas, con paradas en Tarragona, Castellón de la Plana y Valencia-Joaquín Sorolla, hará su entrada por vía 11
El espigado anciano se dirige hacia la puerta que da acceso a la vía indicada. Arrastra una pequeña maleta de ruedas que apenas ha sido usada. En ella ha introducido lo meramente indispensable: ropa interior, un par de camisas, dos pantalones, dos jerséis, calzado y algunos enseres de aseo personal. Está algo cansado; desde que se jubiló, pocas veces ha salido a la calle tan temprano como hoy. Coloca el equipaje en la cinta y pasa por el detector. A continuación, enseña el billete a la operaria.
—Vagón número 12. Sitúese en la parte intermedia del andén. Buen viaje, señor.
Marcel baja por las escaleras mecánicas, accede al andén y se detiene más o menos en el centro. El tren llega. Viene de la estación de Francia, desde donde ha salido hace once minutos. Todavía quedan quince para que vuelva a arrancar. Sube al vagón 12 y busca su asiento. No le es fácil, los demás viajeros están haciendo lo mismo. Una señora, que se ha confundido de coche, se da media vuelta provocando un pequeño caos entre los que intentan acomodarse. Finalmente, Marcel, con el billete en la mano izquierda, encuentra el asiento número 14, deposita la maleta en el portaequipajes superior y se sienta. Viste camisa azul celeste a rayas, jersey azul marino, tejanos y zapatos naúticos del mismo color sin calcetines. Consulta su reloj: las 6.51. Aún quedan nueve minutos. Por la ventanilla observa como continúan llegando más personas. Los asientos de su izquierda los ocupan una madre y su hija. La pequeña rondará los nueve o diez años. Le pide el teléfono a su madre para jugar. La señora, algo estresada con la maleta, el bolso y varias bolsas de plástico, le responde que espere a que se siente. Un joven, que viaja justo detrás de ellas, se ofrece para subirle la maleta a la bandeja de arriba. Un matrimonio mayor acaba de llegar y se sitúa delante de Marcel. La mujer lee en alto el número de asiento que indica su billete y mira a los demás pasajeros. Su marido intenta impedirlo. El joven que ha ayudado a la otra señora asiente y le indica que está en el lugar correcto. El marido mueve la cabeza como diciendo “ya te lo decía yo”. Son las 6.55, algunos rezagados corren por el andén. Marcel toma una revista de la guantera y se pone a ojearla sin mucho entusiasmo. Tiene casi cinco horas de viaje. No le gusta mucho el tren. Mientras pudo viajó siempre en su coche, hasta que Montse enfermó. A partir de entonces ya no le hizo falta y terminó vendiéndolo de mala manera. La megafonía anuncia la inminente salida del convoy. Falta un minuto cuando otra persona entra con apuros en el vagón. Se disculpa con los demás pasajeros mientras avanza por el pasillo. Porta un gran bolso de viaje con el que roza a izquierda y derecha. Marcel, sorprendido, vuelve la cabeza cuando escucha su voz. Es Jaime.


Continuará.

jueves, 6 de febrero de 2020

NOVELA POR ENTREGAS. CAPÍTULO 2 (PRIMERA PARTE)













2


Un grupo de jubilados juega a la petanca muy cerca del monumento al doctor Bartomeu Robert. Han escogido un espacio entre árboles, con un banco para poder descansar y dejar sus utensilios. Pero no ha sido esa partida la que ha llevado a Jaime a la plaza de Tetuán dando un pequeño paseo tras la comida. De hecho, hace mucho tiempo que no iba por allí. Es el comienzo del curso lo que ha despertado su curiosidad y sobre todo su pena. Tiene ganas de ver jugar a los niños cuando salen de la escuela, y ese lugar tan verde, en medio de dos grandes avenidas atestadas de coches, es propicio para ello. Decide sentarse frente al parque infantil. Una niña y un niño bajan por un tobogán cuya cima es una casita de madera. Jaime imagina que son sus nietos que correrán a abrazarlo cuando lo vean y que les dará unas chocolatinas sin dejar de mirar la expresión de felicidad de los pequeños. Pero nada de eso ocurrirá. Los suyos están muy lejos de allí. Hace siete años que no los ve y, lo que es peor, no sabe si los volverá a ver. Se maldice mientras una lágrima resbala por su mejilla. Se dijo que no iba a pensar más en ello, que no iba a atormentarse con ilusiones vanas y ha vuelto a sucumbir a la tentación. Su vida tendría algún sentido viendo crecer a sus nietos, pero sin lo que queda de su familia cerca solo ve oscuridad y deseos de acabar con su existencia. Si al menos estuviera Carmen con él, se apoyarían el uno en el otro. La soledad le parece un gigante de dos cabezas, más si cabe cuando se está en el umbral del final. Nada que ver a cuando necesitaba salir del bar para despejarse un poco y hablar consigo mismo. Ahora no le hace falta buscarla; la tiene pegada a él como si fuera su sombra, y aunque esté con gente no se va, porque no son los suyos. Se atormenta una y mil veces por no haber aprovechado la infancia de sus hijos. Se le escapó detrás de aquella maldita barra mientras servía copas de anís y coñac a diestro y siniestro. Ellos crecieron solos, comiendo y haciendo los deberes en el bar, viendo a humildes trabajadores como, entre trago y trago, se dejaban el jornal en las máquinas tragaperras. Para el matrimonio Torrado todo era trabajar y ahorrar dinero mientras, sin darse cuenta, el cariño de los hijos se disipaba poco a poco, como el humo del tabaco que inundaba el establecimiento.

La tarde transcurre como otra cualquiera en casa de Jaime. Tumbado en el sofá, sin otra compañía que la del televisor, desea que las horas avancen lo más velozmente posible para irse a la cama y dar por finalizado otro maldito día. De vez en cuando levanta la cabeza para observar el cuadro que tiene encima. Es un retrato de su esposa. Se lo pintaron en Benidorm, un año antes de casarse con ella. Recuerda que, paseando por el famoso balcón del Mediterráneo, se detuvieron ante un pintor de rasgos orientales que estaba terminando otro trabajo en ese momento. A Carmen le gustó tanto el resultado que no dudó un instante en sentarse en el taburete que había dispuesto para las posibles modelos. En menos de una hora salían de allí con la lámina enrollada bajo el brazo. Jaime nunca olvida lo bella que estaba su mujer aquel verano: esa suave piel dorada por el sol; los ojos azules como el mismísimo cielo y el cabello corto, más rubio que nunca, peinado desenfadadamente… Por aquel entonces, nada hacía presagiar los tristes acontecimientos que les tenía dispuesto el futuro. 

Son las ocho cuando suena el timbre del portero automático. Jaime, algo sorprendido, tarda en reaccionar y contesta a la tercera llamada. Es Marcel. Tras dos largos minutos, su amigo aparece por la puerta.
—Hola, Jaime. Quería pedirte disculpas por lo de antes. Yo…
—La culpa fue mía, así que no te preocupes. Siéntate —le dice señalando un sillón cercano al sofá—, supongo que habrás dejado a Montse con alguien.
—Sí, Patricia está con ella hasta las diez.
—¿Te apetece tomar algo?
—No, gracias. Vengo porque he tomado una decisión y quería contártela.
—Adelante. —Jaime toma asiento y se dispone a escuchar con atención. Su cara denota sorpresa.
—Verás, yo… —Marcel se remueve un tanto nervioso—. No sé por dónde empezar, la verdad.
—Por el principio. —Su amigo intenta quitar hierro al asunto—. Siempre por el principio.
—Bueno, mejor iré al grano. He decidido largarme. Mañana mismo cogeré un tren.
Jaime permanece unos segundos sin articular palabra. Trata de asimilar lo que acaba de escuchar. Lo ha entendido perfectamente. No obstante, hace ver lo contrario.
—¿Te refieres a que te vas unos días a Gerona?
—Me largo, Jaime. Me fugo. Desaparezco. Llámalo como quieras. No puedo más. Lo he meditado bastante y he decidido cambiar de vida. Tengo derecho a vivir mejor lo poco que me queda.
—Pero…
—Tú mismo sueles preguntarme por qué no salgo más, por qué no…
—Hombre, me refería a realizar otro tipo de cosas.
—Y las pienso hacer, pero en total libertad.
—Veo que tienes todo controlado.
—Así es. Ha sido una decisión muy dolorosa. Por vez primera en mucho tiempo he pensado solo en mí. Creo que también me lo merezco.
Jaime se levanta y va hacia la cocina.
—Espera, voy a beber agua. ¿Quieres?
—Sí, por favor.
—Como me lo vuelvas a pedir por favor, te la echo encima.
Marcel sonríe tímidamente.
—La amistad no es excusa para perder las formas, ¿no crees?
El anfitrión regresa con un vaso, se lo entrega a su amigo y vuelve a sentarse.
—Déjate de formalismos y cuéntame todo tu plan al detalle.
—He escrito una carta de despedida. La dejaré en un lugar visible para que la encuentre Conchita cuando venga por la mañana y antes de que se ponga a hacer nada. Contiene unas instrucciones muy claras que debe seguir, como llamar por teléfono a mi hijo para decirle que se haga cargo de la situación y del cuidado de su madre urgentemente. También tengo preparada una nota para él.
—No me esperaba esto de ti. ¿Dónde piensas ir?
—Aún no lo sé. De momento he comprado un billete de tren a Alicante. Una vez allí, decidiré qué hacer.
—¿A Alicante? —pregunta Jaime un tanto sorprendido—. Me parece a mí que tú quieres ir a Benidorm…
—Eso ya lo veré cuando esté allí.
—Me cuesta verte en el paraíso de los jubilados  —dice con retintín—. ¿Dinero? Supongo que tendrás todo previsto…
—Hace un par de años abrí una cuenta exclusivamente a mi nombre en la que he ido ingresando varias cantidades. La otra seguirá como siempre. En ella, donde mi hijo también tiene firma, hay una cifra importante destinada sobre todo al cuidado de Montse.


Continuará.

martes, 4 de febrero de 2020

EL OLVIDO DE NUESTROS MUERTOS ILUSTRES

Tumba de Benito Pérez Galdós en el Cementerio de la Almudena (Madrid). Fuente: Wikipedia







Hace ya algún tiempo escuché al “Mariscal” Romero quejarse amargamente sobre la poca sensibilidad que tenemos con nuestros muertos ilustres. Se refería, en concreto, al aspecto descuidado que presentaban las tumbas de Jesús de la Rosa y “Tele”, miembros del mítico grupo Triana, en el cementerio de Villaviciosa de Odón. En contraposición, ponía el ejemplo de Jim Morrison, cantante de TheDoors y perteneciente al Club de los 27, enterrado en el cementerio Père Lachaise de París, y cuya tumba, pese a no ser tampoco una obra de arte, es fuente de peregrinación e incluso de atractivo turístico para la capital francesa. Lo mismo ocurre con la de Jimi Hendrix, ubicada en el Cementerio Greenview Memorial en Renton, Washington, lugar que le vio crecer, y que consiste en un mirador con una cúpula de mármol y granito, un retrato del músico, una guitarra Fender Stratocaster y citas en placas.

No solo sucede con nuestros grandes cantantes, como Antonio Vega, Antonio Flores, Manolo Tena y los ya citados de Triana; ningún ámbito cultural escapa a este olvido. ¿Qué decir del, para muchos, mejor novelista en lengua castellana después de Miguel de Cervantes? Los restos de Benito Pérez Galdós descansan en el panteón de la familia Hurtado Mendoza Pérez Galdós, en el cementerio madrileño de la Almudena. Como se puede apreciar en la imagen que ilustra esta entrada, el aspecto de la tumba no se encuentra en las mejores condiciones, y en un año, además, en el que se conmemora el centenario de su fallecimiento. No discuto, todo lo contrario, el programa de actividades tan vasto que se lleva organizando, sobre todo en Madrid, para celebrar este hecho tan importante, pero sí lamento que solo nos acordemos ahora de un personaje que tanto hizo por las letras de nuestro país. 

Lo que vengo a denunciar con este texto es la falta de consideración que tenemos los españoles con aquellos hombres y mujeres que engrandecieron nuestra historia y la catapultaron más allá de nuestras fronteras mientras en otros países, a los suyos, se les venera y rinde culto. Cuánta verdad tiene el refranero popular español en este caso: "el muerto al hoyo y el vivo al bollo". 

Siempre habrá personas que sientan inclinación por determinado icono y le homenajee con frecuencia, eso nunca faltará. También es de sobra conocido que las tumbas de españoles históricos enterrados fuera de España son visitadas con asiduidad por miles de nuestros ciudadanos, como es el caso de Antonio Machado en Couillure o de Manuel Azaña en Montauban, un hecho que celebro con orgullo, aunque da la impresión de que hay que morirse en el exilio para que vayan a verle a uno. Dejando esto a un lado, hay quienes dirán que las obras de estos artistas son el mejor legado que podemos poseer para no olvidarlos jamás. Y llevan razón, pero eso no quita para que potenciemos más sus figuras manteniendo sus tumbas, casas donde vivieron, etc. de la mejor manera posible; porque, aunque muertos, siempre serán nuestros ilustres.