
El hijo de Marcel entra en
el Stickers a las 11.30. Ha estado esperando, nervioso,
por los alrededores hasta que ha visto a José Antonio abrir la verja del
establecimiento.
—Buenos días. Soy Roger
Badía, hijo de Marcel. Mi padre viene a comer aquí casi todos los días. Me
gustaría hablar unos minutos con el propietario.
El dueño le estrecha la
mano y le señala un taburete que hay junto a la barra.
—Su padre es una gran
persona. No tengo mucho tiempo, ya sabe cómo es esto de la hostelería, aquí no
se puede relajar uno. Me llamo José Antonio. ¿Desea tomar algo?
—No, gracias. Iré al grano
para no molestarle demasiado.
—Le escucho con atención. —El
dueño del restaurante se sienta en otro taburete próximo.
—Mi padre ha desaparecido
voluntariamente.
José Antonio da un
respingo y se remueve inquieto.
—Ha dejado una nota al
marcharse para que la leyera la cuidadora de mi madre.
—¿Entonces ha puesto dónde
se ha ido?
—No sería una
desaparición, ¿no cree?
—Disculpe, no le había
entendido.
—Mire, sé que mi padre
come aquí todos los días con otro señor.
—Jaime —apunta el
hostelero.
—¿Sabe dónde vive?
—Sí, aquí al lado —dice
señalando a su derecha. Dos números más allá.
Roger se incorpora.
—Espere. —José Antonio lo
frena con la mano—. Debe saber algo que ocurrió ayer.
El dueño del Stickers le
cuenta la discusión que tuvieron los dos jubilados y como tuvo que intervenir
él para poner paz. No obstante, no le da demasiada importancia y le señala que,
conociéndolos tan bien como los conoce, pronto olvidarán el tema.
—Buenos días.
Silvia, la camarera, llega
a trabajar. Su jefe se dirige a ella.
—Silvia, antes de nada,
¿me harías el favor de llamar en casa del señor Torrado? Si está, dile que el
hijo de Marcel pregunta por él.
La joven sale y regresa
cinco minutos después.
—No contesta. Habrá
salido.
—Es posible que haya ido a
comprar algo —apunta José Antonio mirando a Roger—. No creo que tarde. Puede esperarle
en su portal o, si lo prefiere, venir sobre la una y media. A esa hora ya
estará aquí sentado.
—Saldré fuera, gracias
—dice marchándose—. Por cierto, ¿ha notado estos últimos días algo raro en el
comportamiento de mi padre?
—No. Estaba como siempre.
De todos modos… Nada, déjelo.
—No, no, dígame.
—Creo que eso debería ser más
cosa suya, ¿no cree?
—Yo vivo en Gerona, no sé si lo sabe. Además, esa
apreciación ha sobrado.
—Bueno, yo solo…
El abogado abandona el
restaurante dando un pequeño portazo.
—Vaya humos —dice Silvia—.
¿Qué ha pasado con Marcel?
—Se ha debido largar sin
decir a donde.
—¡Eso es genial! —La joven
aprieta su puño derecho—. Tiene todo el derecho del mundo a ser feliz.
—Bueno, son cosas muy
delicadas. —José Antonio se rasca la barba de tres días—. La situación de su
mujer no es nada fácil.
—Pues ahora que apechugue
el hijo, que ya le vale.
—No es asunto nuestro,
Silvia.
—¿Y Jaime? ¿No se habrá
ido con él?
—Es una posibilidad, pero
no tenemos medio de saberlo hasta la hora de comer.
—Vive muy solo. Si le pasa
algo, no se enteraría nadie.
—Espera un momento. —El
hostelero comprueba la lista de contactos en su teléfono.
—No me irás a decir que…
—Sí, aquí está. Tengo el
número de su hijo. Recuerdo que me lo dio hace mucho tiempo, cuando comenzó a
venir, por si le pasaba algo.
—¿El que vive en Alemania?
—No tiene otro. Su hija
falleció en un accidente.
—¡Madre mía! —Silvia se
mesa los cabellos—. ¿Y qué piensas hacer?
—De momento, solo esperar.
Si al final no aparece, le daré el número al hijo de Marcel para que llame él.
—¿Y si tampoco sabe nada?
—¡Ya está bien! —José
Antonio da un pequeño golpe en el mostrador—. No es asunto nuestro. Vete
montando las mesas, que se hace tarde.
Roger va y viene
nervioso. A la desaparición de su padre se le suma el trabajo. No ha despegado
el teléfono de su oreja desde que ha salido del Stickers. Está inmerso en un
caso muy mediático y que va a seguir siéndolo por bastante tiempo. Se encarga
de la defensa del concejal de urbanismo del ayuntamiento de Olot, en un proceso
en el que se acusa al edil de malversación de caudales públicos, cohecho y
prevaricación. Es consciente de la dificultad que entraña la empresa, pero
también del prestigio y beneficio económico que supondría una victoria en el
caso. Ahora, que no puede distraerse ni un ápice, le llega la huida de su padre.
No había momento peor. Piensa un segundo en si todo esto se hubiera producido
de haber prestado más atención a sus progenitores. Pero solo es un instante. No
se siente en absoluto culpable de la situación. Estudio mucho para acabar
Derecho y trabajó durante cuatro años en el despacho de un abogado amigo de
Marcel. Le tocó hacer de todo: desde ir a por café hasta ponerse la toga en un
juicio y ganarlo contra pronóstico. Eso le dio mucho rédito dentro del gremio, que
aprovechó para, con ayuda nuevamente de papá, montar un bufete en Gerona con
otro socio al que conocía de la facultad. Eligieron esa ciudad por su falta de
despachos y la posibilidad de mercado que se abría. Después de casi seis años
han crecido mucho. Ahora tienen a tres abogados más, como empleados, y a dos
personas en labores de administración.
Un señor de
avanzada edad busca entre sus llaves para abrir la puerta del portal.
—¡Espere! —grita Roger a
lo lejos.
El anciano no oye e
introduce la llave en la cerradura. Roger echa a correr. Está a unos veinte
metros.
—¡No cierre!
El hombre acierta por fin
a abrir y entra. La puerta se va cerrando lentamente a su espalda. El abogado
llega justo a tiempo y accede al portal.
—Disculpe un momento.
El anciano se gira.
—¿Es a mí?
—Perdone, ¿es usted el
señor Torrado?
—No —responde girándose—.
Se ha equivocado de persona.
—¿Sabe usted dónde puede
estar? Estoy llamando a su piso desde hace rato y no contesta.
—No tengo ni idea —dice
sin volverse.
—Gracias por su
amabilidad.
Roger se despide con
retintín y regresa al restaurante. Silvia está ya atendiendo cuando lo ve. Le
hace una señal para que espere y entra en la cocina. Al rato sale José Antonio
con un papelito en la mano.
—¿Nada? —pregunta.
El hijo de Marcel niega
con la cabeza.
—Tome. —José Antonio le
hace entrega de la nota—. Es el número de teléfono del hijo de Jaime. Vive en
Alemania. Será mejor que hable con él. Quizá estén en la misma situación y
puedan ayudarse.
—¿Da por hecho entonces
que se han ido juntos?
—Ya me gustaría saberlo.
Creo que es mejor que lo averigüe usted.
—Está bien. —Roger saca
una tarjeta de visita del bolsillo interior de su chaqueta—. Tome, llámeme si
averigua algo.
El abogado se despide con
un frío apretón de manos y sale del local. Se encamina a casa de sus padres.
Poco antes de llegar se detiene, sacude el papelito mientras mira al suelo y
piensa qué va a decir exactamente. Finalmente marca el número y escucha el
primer tono… y el segundo. Cuelga. Niega con la cabeza; las dudas le asaltan. Espera
unos instantes y vuelve a marcar. Esta vez se mantiene firme con el aparato
pegado a la oreja. Un tono, dos, tres, cuatro…
—Hallo?
—Buenos días, señor
Torrado. Mi nombre es Roger Badía, le llamo desde Barcelona.
Unos segundos
interminables transcurren antes de que el hijo de Jaime vuelva a hablar.
—Sí... Hola, ¿qué es lo
que desea?
—Verá, su padre y el mío
son amigos del barrio y suelen comer juntos la mayoría de los días en un
restaurante cercano. —Hace una pausa para ver si su interlocutor dice algo.
Nada. Prosigue—. El caso es que mi padre ha desaparecido, bueno… se ha ido sin
decirme a dónde, y estoy preocupado.
—Entiendo… Me llamo
Carlos, puedes tutearme.
—Yo soy Roger. Me dio tu
número precisamente el dueño del restaurante. Al parecer, tu padre se lo
facilitó por si le ocurría algo.
—Roger, escucha, ¿no se apuntó
tu padre también al viaje ese del barrio?
—¿A qué viaje te refieres?
—Mi padre me telefoneó
anoche. Como no tiene teléfono móvil, dijo que ya me iría llamando para darme noticias
suyas, que se iba una semana con la asociación cultural del barrio. Han debido organizar
un tour por Andalucía.
Continuará.