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Un grupo de jubilados juega a la petanca muy cerca del monumento al
doctor Bartomeu Robert. Han escogido un espacio entre árboles, con un banco
para poder descansar y dejar sus utensilios. Pero no ha sido esa partida la que
ha llevado a Jaime a la plaza de Tetuán dando un pequeño paseo tras la comida.
De hecho, hace mucho tiempo que no iba por allí. Es el comienzo del curso lo
que ha despertado su curiosidad y sobre todo su pena. Tiene ganas de ver jugar
a los niños cuando salen de la escuela, y ese lugar tan verde, en medio de dos
grandes avenidas atestadas de coches, es propicio para ello. Decide sentarse
frente al parque infantil. Una niña y un niño bajan por un tobogán cuya cima es
una casita de madera. Jaime imagina que son sus nietos que correrán a abrazarlo
cuando lo vean y que les dará unas chocolatinas sin dejar de mirar la expresión
de felicidad de los pequeños. Pero nada de eso ocurrirá. Los suyos están muy lejos
de allí. Hace siete años que no los ve y, lo que es peor, no sabe si los
volverá a ver. Se maldice mientras una lágrima resbala por su mejilla. Se dijo
que no iba a pensar más en ello, que no iba a atormentarse con ilusiones vanas
y ha vuelto a sucumbir a la tentación. Su vida tendría algún sentido viendo
crecer a sus nietos, pero sin lo que queda de su familia cerca solo ve
oscuridad y deseos de acabar con su existencia. Si al menos estuviera Carmen
con él, se apoyarían el uno en el otro. La soledad le parece un gigante de dos
cabezas, más si cabe cuando se está en el umbral del final. Nada que ver a
cuando necesitaba salir del bar para despejarse un poco y hablar consigo mismo.
Ahora no le hace falta buscarla; la tiene pegada a él como si fuera su sombra,
y aunque esté con gente no se va, porque no son los suyos. Se atormenta una y
mil veces por no haber aprovechado la infancia de sus hijos. Se le escapó
detrás de aquella maldita barra mientras servía copas de anís y coñac a diestro
y siniestro. Ellos crecieron solos, comiendo y haciendo los deberes en el bar,
viendo a humildes trabajadores como, entre trago y trago, se dejaban el jornal
en las máquinas tragaperras. Para el matrimonio Torrado todo era trabajar y
ahorrar dinero mientras, sin darse cuenta, el cariño de los hijos se disipaba
poco a poco, como el humo del tabaco que inundaba el establecimiento.
La tarde transcurre como
otra cualquiera en casa de Jaime. Tumbado en el sofá, sin otra compañía que la
del televisor, desea que las horas avancen lo más velozmente posible para irse
a la cama y dar por finalizado otro maldito día. De vez en cuando levanta la
cabeza para observar el cuadro que tiene encima. Es un retrato de su esposa. Se
lo pintaron en Benidorm, un año antes de casarse con ella. Recuerda que,
paseando por el famoso balcón del Mediterráneo, se detuvieron ante un pintor de
rasgos orientales que estaba terminando otro trabajo en ese momento. A Carmen
le gustó tanto el resultado que no dudó un instante en sentarse en el taburete
que había dispuesto para las posibles modelos. En menos de una hora salían de
allí con la lámina enrollada bajo el brazo. Jaime nunca olvida lo bella que
estaba su mujer aquel verano: esa suave piel dorada por el sol; los ojos azules
como el mismísimo cielo y el cabello corto, más rubio que nunca, peinado
desenfadadamente… Por aquel entonces, nada hacía presagiar los tristes
acontecimientos que les tenía dispuesto el futuro.
Son las ocho cuando suena el timbre del portero automático. Jaime, algo sorprendido, tarda en reaccionar y contesta a la tercera llamada. Es Marcel. Tras dos largos minutos, su amigo aparece por la puerta.
Son las ocho cuando suena el timbre del portero automático. Jaime, algo sorprendido, tarda en reaccionar y contesta a la tercera llamada. Es Marcel. Tras dos largos minutos, su amigo aparece por la puerta.
—Hola, Jaime. Quería
pedirte disculpas por lo de antes. Yo…
—La culpa fue mía, así que
no te preocupes. Siéntate —le dice señalando un sillón cercano al sofá—,
supongo que habrás dejado a Montse con alguien.
—Sí, Patricia está con
ella hasta las diez.
—¿Te apetece tomar algo?
—No, gracias. Vengo porque
he tomado una decisión y quería contártela.
—Adelante. —Jaime toma
asiento y se dispone a escuchar con atención. Su cara denota sorpresa.
—Verás, yo… —Marcel se
remueve un tanto nervioso—. No sé por dónde empezar, la verdad.
—Por el principio. —Su
amigo intenta quitar hierro al asunto—. Siempre por el principio.
—Bueno, mejor iré al
grano. He decidido largarme. Mañana mismo cogeré un tren.
Jaime permanece unos
segundos sin articular palabra. Trata de asimilar lo que acaba de escuchar. Lo
ha entendido perfectamente. No obstante, hace ver lo contrario.
—¿Te refieres a que te vas
unos días a Gerona?
—Me largo, Jaime. Me fugo.
Desaparezco. Llámalo como quieras. No puedo más. Lo he meditado bastante y he
decidido cambiar de vida. Tengo derecho a vivir mejor lo poco que me queda.
—Pero…
—Tú mismo sueles
preguntarme por qué no salgo más, por qué no…
—Hombre, me refería a
realizar otro tipo de cosas.
—Y las pienso hacer, pero
en total libertad.
—Veo que tienes todo
controlado.
—Así es. Ha sido una
decisión muy dolorosa. Por vez primera en mucho tiempo he pensado solo en mí.
Creo que también me lo merezco.
Jaime se levanta y va
hacia la cocina.
—Espera, voy a beber agua.
¿Quieres?
—Sí, por favor.
—Como me lo vuelvas a
pedir por favor, te la echo encima.
Marcel sonríe tímidamente.
—La amistad no es excusa
para perder las formas, ¿no crees?
El anfitrión regresa con
un vaso, se lo entrega a su amigo y vuelve a sentarse.
—Déjate de formalismos y
cuéntame todo tu plan al detalle.
—He escrito una carta de
despedida. La dejaré en un lugar visible para que la encuentre Conchita cuando
venga por la mañana y antes de que se ponga a hacer nada. Contiene unas
instrucciones muy claras que debe seguir, como llamar por teléfono a mi hijo
para decirle que se haga cargo de la situación y del cuidado de su madre
urgentemente. También tengo preparada una nota para él.
—No me esperaba esto de
ti. ¿Dónde piensas ir?
—Aún no lo sé. De momento
he comprado un billete de tren a Alicante. Una vez allí, decidiré qué hacer.
—¿A Alicante? —pregunta
Jaime un tanto sorprendido—. Me parece a mí que tú quieres ir a Benidorm…
—Eso ya lo veré cuando
esté allí.
—Me cuesta verte en el
paraíso de los jubilados —dice con
retintín—. ¿Dinero? Supongo que tendrás todo previsto…
—Hace un par de años abrí
una cuenta exclusivamente a mi nombre en la que he ido ingresando varias
cantidades. La otra seguirá como siempre. En ella, donde mi hijo también tiene
firma, hay una cifra importante destinada sobre todo al cuidado de Montse.
Continuará.
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