jueves, 6 de febrero de 2020

NOVELA POR ENTREGAS. CAPÍTULO 2 (PRIMERA PARTE)













2


Un grupo de jubilados juega a la petanca muy cerca del monumento al doctor Bartomeu Robert. Han escogido un espacio entre árboles, con un banco para poder descansar y dejar sus utensilios. Pero no ha sido esa partida la que ha llevado a Jaime a la plaza de Tetuán dando un pequeño paseo tras la comida. De hecho, hace mucho tiempo que no iba por allí. Es el comienzo del curso lo que ha despertado su curiosidad y sobre todo su pena. Tiene ganas de ver jugar a los niños cuando salen de la escuela, y ese lugar tan verde, en medio de dos grandes avenidas atestadas de coches, es propicio para ello. Decide sentarse frente al parque infantil. Una niña y un niño bajan por un tobogán cuya cima es una casita de madera. Jaime imagina que son sus nietos que correrán a abrazarlo cuando lo vean y que les dará unas chocolatinas sin dejar de mirar la expresión de felicidad de los pequeños. Pero nada de eso ocurrirá. Los suyos están muy lejos de allí. Hace siete años que no los ve y, lo que es peor, no sabe si los volverá a ver. Se maldice mientras una lágrima resbala por su mejilla. Se dijo que no iba a pensar más en ello, que no iba a atormentarse con ilusiones vanas y ha vuelto a sucumbir a la tentación. Su vida tendría algún sentido viendo crecer a sus nietos, pero sin lo que queda de su familia cerca solo ve oscuridad y deseos de acabar con su existencia. Si al menos estuviera Carmen con él, se apoyarían el uno en el otro. La soledad le parece un gigante de dos cabezas, más si cabe cuando se está en el umbral del final. Nada que ver a cuando necesitaba salir del bar para despejarse un poco y hablar consigo mismo. Ahora no le hace falta buscarla; la tiene pegada a él como si fuera su sombra, y aunque esté con gente no se va, porque no son los suyos. Se atormenta una y mil veces por no haber aprovechado la infancia de sus hijos. Se le escapó detrás de aquella maldita barra mientras servía copas de anís y coñac a diestro y siniestro. Ellos crecieron solos, comiendo y haciendo los deberes en el bar, viendo a humildes trabajadores como, entre trago y trago, se dejaban el jornal en las máquinas tragaperras. Para el matrimonio Torrado todo era trabajar y ahorrar dinero mientras, sin darse cuenta, el cariño de los hijos se disipaba poco a poco, como el humo del tabaco que inundaba el establecimiento.

La tarde transcurre como otra cualquiera en casa de Jaime. Tumbado en el sofá, sin otra compañía que la del televisor, desea que las horas avancen lo más velozmente posible para irse a la cama y dar por finalizado otro maldito día. De vez en cuando levanta la cabeza para observar el cuadro que tiene encima. Es un retrato de su esposa. Se lo pintaron en Benidorm, un año antes de casarse con ella. Recuerda que, paseando por el famoso balcón del Mediterráneo, se detuvieron ante un pintor de rasgos orientales que estaba terminando otro trabajo en ese momento. A Carmen le gustó tanto el resultado que no dudó un instante en sentarse en el taburete que había dispuesto para las posibles modelos. En menos de una hora salían de allí con la lámina enrollada bajo el brazo. Jaime nunca olvida lo bella que estaba su mujer aquel verano: esa suave piel dorada por el sol; los ojos azules como el mismísimo cielo y el cabello corto, más rubio que nunca, peinado desenfadadamente… Por aquel entonces, nada hacía presagiar los tristes acontecimientos que les tenía dispuesto el futuro. 

Son las ocho cuando suena el timbre del portero automático. Jaime, algo sorprendido, tarda en reaccionar y contesta a la tercera llamada. Es Marcel. Tras dos largos minutos, su amigo aparece por la puerta.
—Hola, Jaime. Quería pedirte disculpas por lo de antes. Yo…
—La culpa fue mía, así que no te preocupes. Siéntate —le dice señalando un sillón cercano al sofá—, supongo que habrás dejado a Montse con alguien.
—Sí, Patricia está con ella hasta las diez.
—¿Te apetece tomar algo?
—No, gracias. Vengo porque he tomado una decisión y quería contártela.
—Adelante. —Jaime toma asiento y se dispone a escuchar con atención. Su cara denota sorpresa.
—Verás, yo… —Marcel se remueve un tanto nervioso—. No sé por dónde empezar, la verdad.
—Por el principio. —Su amigo intenta quitar hierro al asunto—. Siempre por el principio.
—Bueno, mejor iré al grano. He decidido largarme. Mañana mismo cogeré un tren.
Jaime permanece unos segundos sin articular palabra. Trata de asimilar lo que acaba de escuchar. Lo ha entendido perfectamente. No obstante, hace ver lo contrario.
—¿Te refieres a que te vas unos días a Gerona?
—Me largo, Jaime. Me fugo. Desaparezco. Llámalo como quieras. No puedo más. Lo he meditado bastante y he decidido cambiar de vida. Tengo derecho a vivir mejor lo poco que me queda.
—Pero…
—Tú mismo sueles preguntarme por qué no salgo más, por qué no…
—Hombre, me refería a realizar otro tipo de cosas.
—Y las pienso hacer, pero en total libertad.
—Veo que tienes todo controlado.
—Así es. Ha sido una decisión muy dolorosa. Por vez primera en mucho tiempo he pensado solo en mí. Creo que también me lo merezco.
Jaime se levanta y va hacia la cocina.
—Espera, voy a beber agua. ¿Quieres?
—Sí, por favor.
—Como me lo vuelvas a pedir por favor, te la echo encima.
Marcel sonríe tímidamente.
—La amistad no es excusa para perder las formas, ¿no crees?
El anfitrión regresa con un vaso, se lo entrega a su amigo y vuelve a sentarse.
—Déjate de formalismos y cuéntame todo tu plan al detalle.
—He escrito una carta de despedida. La dejaré en un lugar visible para que la encuentre Conchita cuando venga por la mañana y antes de que se ponga a hacer nada. Contiene unas instrucciones muy claras que debe seguir, como llamar por teléfono a mi hijo para decirle que se haga cargo de la situación y del cuidado de su madre urgentemente. También tengo preparada una nota para él.
—No me esperaba esto de ti. ¿Dónde piensas ir?
—Aún no lo sé. De momento he comprado un billete de tren a Alicante. Una vez allí, decidiré qué hacer.
—¿A Alicante? —pregunta Jaime un tanto sorprendido—. Me parece a mí que tú quieres ir a Benidorm…
—Eso ya lo veré cuando esté allí.
—Me cuesta verte en el paraíso de los jubilados  —dice con retintín—. ¿Dinero? Supongo que tendrás todo previsto…
—Hace un par de años abrí una cuenta exclusivamente a mi nombre en la que he ido ingresando varias cantidades. La otra seguirá como siempre. En ella, donde mi hijo también tiene firma, hay una cifra importante destinada sobre todo al cuidado de Montse.


Continuará.

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