jueves, 27 de febrero de 2020

NOVELA POR ENTREGAS. CAPÍTULO 3 (SEGUNDA PARTE)



El hijo de Marcel entra en el Stickers a las 11.30. Ha estado esperando, nervioso, por los alrededores hasta que ha visto a José Antonio abrir la verja del establecimiento.
—Buenos días. Soy Roger Badía, hijo de Marcel. Mi padre viene a comer aquí casi todos los días. Me gustaría hablar unos minutos con el propietario.
El dueño le estrecha la mano y le señala un taburete que hay junto a la barra.
—Su padre es una gran persona. No tengo mucho tiempo, ya sabe cómo es esto de la hostelería, aquí no se puede relajar uno. Me llamo José Antonio. ¿Desea tomar algo?
—No, gracias. Iré al grano para no molestarle demasiado.
—Le escucho con atención. —El dueño del restaurante se sienta en otro taburete próximo.
—Mi padre ha desaparecido voluntariamente.
José Antonio da un respingo y se remueve inquieto.
—Ha dejado una nota al marcharse para que la leyera la cuidadora de mi madre.
—¿Entonces ha puesto dónde se ha ido?
—No sería una desaparición, ¿no cree?
—Disculpe, no le había entendido.
—Mire, sé que mi padre come aquí todos los días con otro señor.
—Jaime —apunta el hostelero.
—¿Sabe dónde vive?
—Sí, aquí al lado —dice señalando a su derecha. Dos números más allá.
Roger se incorpora.
—Espere. —José Antonio lo frena con la mano—. Debe saber algo que ocurrió ayer.
El dueño del Stickers le cuenta la discusión que tuvieron los dos jubilados y como tuvo que intervenir él para poner paz. No obstante, no le da demasiada importancia y le señala que, conociéndolos tan bien como los conoce, pronto olvidarán el tema.
—Buenos días.
Silvia, la camarera, llega a trabajar. Su jefe se dirige a ella.
—Silvia, antes de nada, ¿me harías el favor de llamar en casa del señor Torrado? Si está, dile que el hijo de Marcel pregunta por él.
La joven sale y regresa cinco minutos después.
—No contesta. Habrá salido.
—Es posible que haya ido a comprar algo —apunta José Antonio mirando a Roger—. No creo que tarde. Puede esperarle en su portal o, si lo prefiere, venir sobre la una y media. A esa hora ya estará aquí sentado.
—Saldré fuera, gracias —dice marchándose—. Por cierto, ¿ha notado estos últimos días algo raro en el comportamiento de mi padre?
—No. Estaba como siempre. De todos modos… Nada, déjelo.
—No, no, dígame.
—Creo que eso debería ser más cosa suya, ¿no cree?
—Yo  vivo en Gerona, no sé si lo sabe. Además, esa apreciación ha sobrado.
—Bueno, yo solo…
El abogado abandona el restaurante dando un pequeño portazo.
—Vaya humos —dice Silvia—. ¿Qué ha pasado con Marcel?
—Se ha debido largar sin decir a donde.
—¡Eso es genial! —La joven aprieta su puño derecho—. Tiene todo el derecho del mundo a ser feliz.
—Bueno, son cosas muy delicadas. —José Antonio se rasca la barba de tres días—. La situación de su mujer no es nada fácil.
—Pues ahora que apechugue el hijo, que ya le vale.
—No es asunto nuestro, Silvia.
—¿Y Jaime? ¿No se habrá ido con él?
—Es una posibilidad, pero no tenemos medio de saberlo hasta la hora de comer.
—Vive muy solo. Si le pasa algo, no se enteraría nadie.
—Espera un momento. —El hostelero comprueba la lista de contactos en su teléfono.
—No me irás a decir que…
—Sí, aquí está. Tengo el número de su hijo. Recuerdo que me lo dio hace mucho tiempo, cuando comenzó a venir, por si le pasaba algo.
—¿El que vive en Alemania?
—No tiene otro. Su hija falleció en un accidente.
—¡Madre mía! —Silvia se mesa los cabellos—. ¿Y qué piensas hacer?
—De momento, solo esperar. Si al final no aparece, le daré el número al hijo de Marcel para que llame él.
—¿Y si tampoco sabe nada?
—¡Ya está bien! —José Antonio da un pequeño golpe en el mostrador—. No es asunto nuestro. Vete montando las mesas, que se hace tarde.

Roger va y viene nervioso. A la desaparición de su padre se le suma el trabajo. No ha despegado el teléfono de su oreja desde que ha salido del Stickers. Está inmerso en un caso muy mediático y que va a seguir siéndolo por bastante tiempo. Se encarga de la defensa del concejal de urbanismo del ayuntamiento de Olot, en un proceso en el que se acusa al edil de malversación de caudales públicos, cohecho y prevaricación. Es consciente de la dificultad que entraña la empresa, pero también del prestigio y beneficio económico que supondría una victoria en el caso. Ahora, que no puede distraerse ni un ápice, le llega la huida de su padre. No había momento peor. Piensa un segundo en si todo esto se hubiera producido de haber prestado más atención a sus progenitores. Pero solo es un instante. No se siente en absoluto culpable de la situación. Estudio mucho para acabar Derecho y trabajó durante cuatro años en el despacho de un abogado amigo de Marcel. Le tocó hacer de todo: desde ir a por café hasta ponerse la toga en un juicio y ganarlo contra pronóstico. Eso le dio mucho rédito dentro del gremio, que aprovechó para, con ayuda nuevamente de papá, montar un bufete en Gerona con otro socio al que conocía de la facultad. Eligieron esa ciudad por su falta de despachos y la posibilidad de mercado que se abría. Después de casi seis años han crecido mucho. Ahora tienen a tres abogados más, como empleados, y a dos personas en labores de administración.

Un señor de avanzada edad busca entre sus llaves para abrir la puerta del portal.
—¡Espere! —grita Roger a lo lejos.
El anciano no oye e introduce la llave en la cerradura. Roger echa a correr. Está a unos veinte metros.
—¡No cierre!
El hombre acierta por fin a abrir y entra. La puerta se va cerrando lentamente a su espalda. El abogado llega justo a tiempo y accede al portal.
—Disculpe un momento.
El anciano se gira.
—¿Es a mí?
—Perdone, ¿es usted el señor Torrado?
—No —responde girándose—. Se ha equivocado de persona.
—¿Sabe usted dónde puede estar? Estoy llamando a su piso desde hace rato y no contesta.
—No tengo ni idea —dice sin volverse.
—Gracias por su amabilidad.
Roger se despide con retintín y regresa al restaurante. Silvia está ya atendiendo cuando lo ve. Le hace una señal para que espere y entra en la cocina. Al rato sale José Antonio con un papelito en la mano.
—¿Nada? —pregunta.
El hijo de Marcel niega con la cabeza.
—Tome. —José Antonio le hace entrega de la nota—. Es el número de teléfono del hijo de Jaime. Vive en Alemania. Será mejor que hable con él. Quizá estén en la misma situación y puedan ayudarse.
—¿Da por hecho entonces que se han ido juntos?
—Ya me gustaría saberlo. Creo que es mejor que lo averigüe usted.
—Está bien. —Roger saca una tarjeta de visita del bolsillo interior de su chaqueta—. Tome, llámeme si averigua algo.
El abogado se despide con un frío apretón de manos y sale del local. Se encamina a casa de sus padres. Poco antes de llegar se detiene, sacude el papelito mientras mira al suelo y piensa qué va a decir exactamente. Finalmente marca el número y escucha el primer tono… y el segundo. Cuelga. Niega con la cabeza; las dudas le asaltan. Espera unos instantes y vuelve a marcar. Esta vez se mantiene firme con el aparato pegado a la oreja. Un tono, dos, tres, cuatro…
Hallo?
—Buenos días, señor Torrado. Mi nombre es Roger Badía, le llamo desde Barcelona.
Unos segundos interminables transcurren antes de que el hijo de Jaime vuelva a hablar.
—Sí... Hola, ¿qué es lo que desea?
—Verá, su padre y el mío son amigos del barrio y suelen comer juntos la mayoría de los días en un restaurante cercano. —Hace una pausa para ver si su interlocutor dice algo. Nada. Prosigue—. El caso es que mi padre ha desaparecido, bueno… se ha ido sin decirme a dónde, y estoy preocupado.
—Entiendo… Me llamo Carlos, puedes tutearme.
—Yo soy Roger. Me dio tu número precisamente el dueño del restaurante. Al parecer, tu padre se lo facilitó por si le ocurría algo.
—Roger, escucha, ¿no se apuntó tu padre también al viaje ese del barrio?
El abogado tarda un poco en contestar. Está sorprendido.
—¿A qué viaje te refieres?

—Mi padre me telefoneó anoche. Como no tiene teléfono móvil, dijo que ya me iría llamando para darme noticias suyas, que se iba una semana con la asociación cultural del barrio. Han debido organizar un tour por Andalucía.


Continuará.

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