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Roger
acaba de llegar al domicilio de sus padres. En apenas una hora ha recorrido la
distancia existente entre Gerona, ciudad donde vive, y Barcelona. Conchita,
siguiendo las instrucciones dejadas por Marcel, aunque con mucho nerviosismo,
lo telefoneó sin perder un segundo.
—¿Qué mierda es esta?
—pregunta arrojando de malas maneras la chaqueta al sofá.
La mujer se encoje de
hombros. Está temblando.
—Dejó esto para usted.
—Conchita le hace entrega de la nota que va dirigida a él.
—¡Joder! ¿Cómo está mi
madre? —dice mientras se encamina a su habitación.
—Como siempre. La cosa no
ha empeorado mucho, gracias a Dios.
Roger contempla a su madre
desde el final de la cama. No se acerca ni dice nada. Permanece unos instantes
de pie. Su estado de crispación parece ir en aumento. Sale y vuelve la puerta.
—¡Cómo ha podido hacernos
esto! —Roger aprieta los puños—. ¡Por qué!
Conchita se derrumba y
comienza a llorar desconsoladamente.
—Llorando no solucionamos
nada. —El hijo de Marcel se pasea por el salón pensativo—. ¿Tienes idea de si
alguien más puede conocer el paradero de mi padre? ¿Dónde suele ir? ¿Con quién
habla?
—Come todos los días en el
Stickers, el restaurante de la esquina. —La afligida mujer seca
sus lágrimas con un pañuelo de papel—. Abre un poco más tarde.
—¿A qué hora?
—Sobre las once y media.
—Está bien —dice
poniéndose la chaqueta y guardando la nota doblada en su bolsillo interior—.
Iré a tomarme un café mientras. Tú no te muevas de aquí y cuida de mi madre.
—No hace falta que me lo
diga, lo hago siempre.
Roger sale del portal y
cruza la calle. Tras dar unos pocos pasos entra en el Rincón de Amado, un
restaurante cafetería que a esas horas no tiene mucha clientela. Al fondo,
apoyado en la barra, un señor de avanzada edad lee con atención el periódico
mientras otra solitaria señora, también mayor, degusta un café con leche
sentada en una de las mesas.
—¿Me pone un carajillo?
El camarero, sin
responder, procede a preparar el encargo.
—¿Sabes que el carajillo
es un invento nuestro? —La señora se dirige a Roger.
—¿Cómo dice?
—Sí, los arrieros que
esperaban su turno para cargar aquí, en la estación de Francia, como tenían
mucha prisa, en lugar de pedir el café y la copa por separado, preferían que se
lo mezclaran en un mismo vaso.
—No lo sabía.
—Eres el hijo de Montse y
Marcel, ¿verdad?
Roger da un pequeño
respingo y cambia la actitud de total indiferencia que tenía hasta ese mismo
momento.
—¿Conoce a mis padres?
—¡Ya lo creo! Pero a ti no
te veía desde que eras un chavalín así —dice extendiendo la mano abierta a un
metro del suelo—. Eres el vivo retrato de tu padre.
El abogado coge su
consumición y se sienta junto a la señora.
—¿Vive usted en el barrio?
—Sí, antes incluso que tus
padres.
—Ellos llevan toda la
vida.
—Pues imagínate yo, que no
he tenido otra casa desde que nací.
—Entonces usted es…
—Sí, hijo, soltera, pero
no entera; que a mí me ha gustado mucho vivir la vida, cuando he podido, claro.
Roger sonríe tímidamente.
No está para escuchar la vida de la persona que tiene enfrente. Necesita
averiguar cuanto antes si puede serle de ayuda para encontrar a su padre.
—¿Suele ver a mi padre por
la calle?
—Hay días que me lo
encuentro y nos saludamos, pero cada vez menos. Con los años nos hacemos más
sedentarios, ya sabes. Por cierto, ¿cómo sigue tu madre?
—Bien, está estable, como
siempre.
—Tiene que ser duro para
todos, aunque tú nunca has venido mucho. Marcel siempre buscaba una disculpa
para justificar tus largas ausencias.
Roger se remueve algo
nervioso en la silla.
—Es cierto —dice con la
taza en la mano—. Hoy día el trabajo nos tiene a todos prisioneros.
—A todos no. Te daré un
pequeño consejo: se trabaja para vivir, no se vive para trabajar.
—Bueno, es fácil decirlo,
pero cuando estás metido en plena vorágine…
—Siempre hay por quién
vivir, por qué luchar.
—Eso me suena.
—A Julito Iglesias.
Roger da el último trago
al carajillo.
—¿Cuándo ha visto por
última vez a mi padre?
—¡Uy! Esa pregunta no me
suena nada bien.
—¿Puede responderme, por
favor?
—Hará un par de días.
Supongo que iría a comer al sitio ese donde suele ir.
—¿Hablaron algo?
—Nos saludamos, nada más.
Yo venía cargada de la compra.
—¿Le notó algo?
—No, pero ¿por qué me
preguntas todo esto? ¿Ha pasado algo?
El abogado echa la espalda
hacia atrás, como dándose por vencido.
—Ha desaparecido.
—¡La Mare de Deu!
—Bueno, no exactamente. Se
ha fugado y ha dejado una carta.
La mujer asiente con la
cabeza.
—Eso es otra cosa. No me
extraña. Pobre hombre.
—¿Cómo dice? —pregunta
Roger contrariado.
—Tu padre lleva mucho
tiempo en esta situación. Tiene que ser muy duro cuidar día y noche de tu madre
sin más aliciente en la vida.
—Es lo que le ha tocado
—dice dando un pequeño puñetazo en la mesa—. Nadie tiene la culpa de lo que le
pasó a mi madre.
—Necesitaba ayuda.
—Que la hubiera pedido.
—El abogado se levanta enfadado—. Tengo que irme. Que tenga un buen día.
Roger paga el carajillo y
sale del establecimiento. El camarero mira a la señora pidiendo algún tipo de
explicación. Ella asiente con la cabeza.
—Sí, yo animé a su padre a
que se largara, aunque creí que nunca lo haría.
Continuará.
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