Jaime se toca la barbilla. Tiene muchas más preguntas por hacer. La idea de Marcel le parece algo descabellada, pero entiende su postura. Sin ir más lejos, a él mismo se le han ocurrido cosas peores.
—¿Qué piensas hacer? ¿Cómo
vas a vivir?
—Eso no me preocupa. Lo
que realmente pretendo es vivir, Jaime, tener libertad para hacer lo que me dé
la gana y cuando quiera. La vida es muy corta y se nos pasa sin darnos cuenta.
No quiero hacer daño a nadie, pero tengo derecho a ser feliz el tiempo que me
quede.
—Das por hecho que
encontrarás la felicidad de este modo. ¿Y si no es así?
—No contemplo esa opción,
pero si no salen las cosas como espero, regresaré.
—Sabes que te deseo lo
mejor. —Jaime alarga el brazo y toca la pierna de su amigo—. Comprendo tu
reacción.
—Quiero que vengas
conmigo. —Marcel saca otro billete de tren del bolsillo interior de su chaqueta
y lo deja sobre la pequeña mesa de cristal—. Tú también lo necesitas, incluso
más que yo.
—¡Ni hablar! —Jaime se
echa hacia atrás negando con el dedo—. Yo ya no me muevo de aquí.
—Piénsalo, por favor.
Podemos ser muy felices y hacer lo que nos venga en gana.
—Gracias, pero no. Mi vida
está en la recta final y no tengo otro aliciente que el de esperar.
—¿Cuánto, Jaime? —Marcel
se levanta un tanto nervioso—. Estás bien física y mentalmente. ¡Aprovéchalo!
Tú también has sufrido mucho y has dado lo indecible por los tuyos. ¿Cómo te lo
han pagado? Sé que estás muy jodido, es normal.
—Bueno, eso es cosa mía.
—Acompáñame, amigo.
Pasemos página y vivamos el último capítulo de nuestra existencia como nos
merecemos. Que les den por el culo a todos.
—Ya no tengo fuerzas para
correr ese tipo de aventuras. Quizá hace unos años…
—No sirve de nada
lamentarse. —Marcel pasea inquieto—. Se nos termina el tiempo, ya no habrá otra
oportunidad.
Jaime niega con la cabeza,
se pone en pie y abraza a su amigo.
—Cuídate mucho. Disfruta,
pero no hagas tonterías. Sé que volverás.
—Hasta siempre, pequeño
extremeño.
Marcel regresa a su casa cabizbajo. Había sido
consciente desde un primer momento de la dificultad que entrañaba convencer a
su amigo para que se uniera a la aventura, pero en su fuero interno siempre
creyó en poder lograrlo. Ahora el plan se le complica un poco más. Sabe que
entre los dos todo sería más sencillo y más divertido. No obstante, piensa que
este contratiempo no debe cambiar en absoluto su firme decisión.
Una luz permanece encendida toda la noche en una
habitación del número 77 de la calle Bailén. Marcel ni siquiera se ha acostado.
Sentado en la cama, pasa las horas mirando las viejas fotografías que guarda
desde hace años y sin orden alguno dentro de una caja de zapatos. Nunca quiso
hacer álbumes con ellas, como si de esa manera fuera posible escapar a los
recuerdos. Siempre evitó mirar atrás y ver un pasado en color, pese a
que la mayoría de las imágenes son en blanco y negro. Ahora, sin embargo, el
gris lo envuelve todo. El gris de la monotonía, de la tristeza, de la
desesperación… A las cinco en punto deja lo que está haciendo, se asea y se viste.
Entra en el cuarto de su esposa y se sienta en la silla que hay al lado de la
cama. Allí la observa con ternura, sin apenas luz, solo con la que se filtra
por la puerta entreabierta proveniente del salón. Ella duerme plácidamente,
ajena a un mundo que ya no percibe.
—Te quiero mucho, Montse. Esta es una decisión muy
difícil. Sé que tú en mi lugar no lo harías. Hasta yo mismo estoy sorprendido
de actuar así. Solo intento vivir un poco, probar nuevamente el sabor de la
felicidad, como cuando todo era maravilloso, ¿te acuerdas? —Marcel rompe a llorar
cubriéndose el rostro con las dos manos—. Pase lo que pase, siempre te llevaré
en mi corazón. Nos volveremos a ver allá arriba, ya lo verás.
Un beso y una lágrima, a
modo de despedida, se mezclan en la suave cara de la mujer que continúa
durmiendo. En esa habitación, y a esas horas de la madrugada, terminan
cincuenta y cinco años de unión ininterrumpida.
El
reloj Festina de la estación de Sants marca las 6.40. Marcel observa las
pantallas de información con suma atención. En una de las líneas ve su tren. Al
poco rato suena la megafonía:
Euromed con destino Alicante y salida a las 7.00 horas, con paradas en Tarragona, Castellón de la Plana y Valencia-Joaquín Sorolla, hará su entrada por vía 11.
El espigado anciano se dirige hacia la puerta que da acceso a la vía indicada. Arrastra una pequeña maleta de ruedas que apenas ha sido usada. En ella ha introducido lo meramente indispensable: ropa interior, un par de camisas, dos pantalones, dos jerséis, calzado y algunos enseres de aseo personal. Está algo cansado; desde que se jubiló, pocas veces ha salido a la calle tan temprano como hoy. Coloca el equipaje en la cinta y pasa por el detector. A continuación, enseña el billete a la operaria.
Euromed con destino Alicante y salida a las 7.00 horas, con paradas en Tarragona, Castellón de la Plana y Valencia-Joaquín Sorolla, hará su entrada por vía 11.
El espigado anciano se dirige hacia la puerta que da acceso a la vía indicada. Arrastra una pequeña maleta de ruedas que apenas ha sido usada. En ella ha introducido lo meramente indispensable: ropa interior, un par de camisas, dos pantalones, dos jerséis, calzado y algunos enseres de aseo personal. Está algo cansado; desde que se jubiló, pocas veces ha salido a la calle tan temprano como hoy. Coloca el equipaje en la cinta y pasa por el detector. A continuación, enseña el billete a la operaria.
—Vagón número 12. Sitúese en
la parte intermedia del andén. Buen viaje, señor.
Marcel baja por las
escaleras mecánicas, accede al andén y se detiene más o menos
en el centro. El tren llega. Viene de la estación de Francia, desde donde ha
salido hace once minutos. Todavía quedan quince para que vuelva a arrancar.
Sube al vagón 12 y busca su asiento. No le es fácil, los demás viajeros están
haciendo lo mismo. Una señora, que se ha confundido de coche, se da media
vuelta provocando un pequeño caos entre los que intentan acomodarse. Finalmente,
Marcel, con el billete en la mano izquierda, encuentra el asiento número 14,
deposita la maleta en el portaequipajes superior y se sienta. Viste camisa azul
celeste a rayas, jersey azul marino, tejanos y zapatos naúticos del mismo color
sin calcetines. Consulta su reloj: las 6.51. Aún quedan nueve minutos. Por la
ventanilla observa como continúan llegando más personas. Los asientos de su
izquierda los ocupan una madre y su hija. La pequeña rondará los nueve o diez
años. Le pide el teléfono a su madre para jugar. La señora, algo estresada con
la maleta, el bolso y varias bolsas de plástico, le responde que espere a que
se siente. Un joven, que viaja justo detrás de ellas, se ofrece para subirle la
maleta a la bandeja de arriba. Un matrimonio mayor acaba de llegar y se sitúa
delante de Marcel. La mujer lee en alto el número de asiento que indica su
billete y mira a los demás pasajeros. Su marido intenta impedirlo. El joven que
ha ayudado a la otra señora asiente y le indica que está en el lugar correcto.
El marido mueve la cabeza como diciendo “ya te lo decía yo”. Son las 6.55,
algunos rezagados corren por el andén. Marcel toma una revista de la guantera y se pone a ojearla sin mucho entusiasmo. Tiene casi cinco horas de
viaje. No le gusta mucho el tren. Mientras pudo viajó siempre en su coche,
hasta que Montse enfermó. A partir de entonces ya no le hizo falta y terminó
vendiéndolo de mala manera. La megafonía anuncia la inminente salida del
convoy. Falta un minuto cuando otra persona entra con apuros en el vagón. Se
disculpa con los demás pasajeros mientras avanza por el pasillo. Porta un gran
bolso de viaje con el que roza a izquierda y derecha. Marcel, sorprendido,
vuelve la cabeza cuando escucha su voz. Es Jaime.
Continuará.
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