
—¿No tienen reserva?
—pregunta el recepcionista.
Carlo niega con la cabeza.
—Pero, hombre, ¿cómo te
tengo que decir que no me hagas esto? —El empleado teclea algo y busca en el monitor—.
Ya sabes que en estas fechas siempre estamos a tope.
—No querrás que se vayan a
estas horas a buscar alojamiento…
—Déjalo, Carlo. —Marcel
pone la mano en el hombro del italiano—. El señor está haciendo su trabajo.
—Ya veo que ustedes no
conocen aún muy bien a el Profe —dice Miguel mientras les enseña dos tarjetas—.
¿Me prestan sus carnets, por favor?
Los dos amigos depositan
sus documentos de identidad en el mostrador. Jaime se gira mirando a Carlo.
—¿Eras profesor?
El recepcionista no puede
aguantar la risa.
—Todos por aquí me llaman
el Profeta —responde el italiano—. Ya os contaré…
—Eso, que os cuente —anima
el recepcionista señalándole—. Tomen sus tarjetas. Habitación 327. Si se dan
prisa, podrán comer. El comedor cierra a las tres.
Marcel y Jaime dejan las
maletas sin deshacer y se asean en el baño de la habitación. Están bastante
cansados después de cuatro horas y media en tren y casi una en autobús.
Decidieron ir finalmente a Benidorm, tras comprobar que había muchas y buenas
combinaciones para ello. Carlo también tuvo mucho que ver, al fin y al cabo ha
hecho el mismo viaje desde Barcelona. Este dicharachero italiano, también
jubilado, aunque algo más joven (acaba de cumplir sesenta y ocho años), comenzó
a entablar conversación con ellos nada más partir y, al percibir sus dudas, les
aconsejó alojarse en el hotel Los Álamos, donde él posee una habitación durante
diez meses al año. En julio y agosto vuela a su país para visitar a su familia
y escapar así de la época con más aglomeración de turistas que sufre la ciudad
costera. Hoy, con el mes de septiembre ya comenzado, ha regresado nuevamente a
España. Jaime era en un principio algo reacio a iniciar una amistad con Carlo.
Desconfiaba del italiano y de su excesiva verborrea. Sin embargo, al ver cómo
era tratado en todos los lugares por donde pasaban, y principalmente en el
hotel, su preocupación se ha disipado por completo.
—Buenas tardes, señores
—les saluda la encargada en la puerta del comedor—. El Profe les está esperando
en la mesa del fondo a la derecha.
Marcel y Jaime se miran
sin mediar palabra y acuden al lugar indicado.
—Hay paella de marisco
—dice Carlo señalando el buffet situado a su izquierda—. Tiene una pinta
buenísima.
—No has perdido el tiempo
—responde Jaime.
—Disculpadme que no os
haya esperado, pero tenía un hambre voraz.
Los dos amigos recorren el
buffet con parsimonia para ver todo lo que contiene. Hacen caso al italiano y
se sirven paella. Marcel la acompaña con un plato de ensalada mientras Jaime
opta por un consomé de ave para abrir boca. Una vez sentados, el Profe comienza
la conversación.
—Quizá sea hora de
presentarnos como Dios manda, si es que vamos a continuar con la amistad…
—No veo por qué no
—responde Marcel—. Empieza tú. Según parece tu vida ha sido y es mucho más entretenida
que la nuestra.
Carlo hace un gesto con la
mano, hunde el tenedor en la paella y se lo lleva a la boca. Después se limpia
con la servilleta.
—Como os he dicho durante
el viaje, he sido médico de medicina general. Pero comenzaré desde el principio.
Nací en San Giovanni Rotondo, una pequeña ciudad cerca de Foggia, en el sureste
de Italia. No sé si os suena de algo…
Marcel y Jaime niegan con
la cabeza. El Profe continúa.
—¿Habéis oído hablar del
padre Pío de Pietrelcina?
Jaime vuelve a negar.
Marcel piensa unos segundos.
—¿El fraile de los
estigmas? —pregunta.
—El mismo. A mi padre, que
también era médico de familia, lo trasladaron a San Giovanni. Bueno, fue él
quien lo solicitó. Desde siempre tuvo una gran admiración por el padre Pío. Allí
nací, crecí y viví hasta que me llegó la hora de ir a la Universidad. Fueron
años increíbles. La verdad es que, a nuestra edad, recordamos la niñez con
mucho entusiasmo. Aunque lo que más me impresionó fue el entonces padre Pío,
ahora ya santo.
—Yo no soy creyente
—apunta Jaime—, pero Marcel va a misa todos los domingos y fiestas de guardar.
—¿Hablaste con él?
—pregunta Marcel—. Estoy seguro de que vivirías una experiencia maravillosa.
—Fue lo mejor que me ha pasado en la vida. —El Profe retira su plato y
apoya los brazos sobre la mesa—. Coincidimos pocas veces; la última, siendo yo
un adolescente. Su médico, el doctor Scalante, estaba de vacaciones y mi padre
le hizo la suplencia. Como era verano, yo le acompañé al convento. El padre Pío
tenía fiebre y mi padre le suministró analgésicos y antipiréticos, pero el
religioso ni siquiera los miró. Decía que era la voluntad de Dios y que debía
sufrir. En ese momento me dijo algo que no he olvidado hasta el día de hoy.
—¿Qué te dijo? —pregunta
intrigado Marcel.
—No os lo puedo decir aún.
No es el momento.
Continuará.
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